Hace casi 13 años que Fukushima se hizo popular. Antes del terremoto y posterior tsunami que abatió Japón, la central nuclear de la ciudad enfrentó una falla eléctrica que puso en riesgo radiactivo que hubiera provocado una pérdida masiva.
Como capital de la prefectura del mismo nombre, la ciudad anida entre montañas con vegetación frondosa (en primavera se lucen las laderas del parque de Hanamiyama teñidas del rosa de las flores de los ciruelos y cerezos), está rodeada de huertas frutales y es reconocida por sus aguas termales curativas.
El tren bala deposita en ella luego de una hora y media de viaje partiendo desde Tokio. El monte Shinobu cobija el Museo de Arte que reúne piezas de arte local y también algunas de Monet, Gauguin y Pissarro. En el camino, el recorrido se interrumpe con las esculturas de Iwaya Kannon, que se estima que fueron talladas en los acantilados hace 300 años.
En este escenario, las luces de Fukushima son un fenómeno que se replicó en otros eventos nucleares, pero nunca antes como en Japón fue tan ampliamente registrado. Desde cientos de particulares, a las cámaras de seguridad de la propia planta de energía atómica, pasando por el monje del templo de Enmyoin (que salió indemne de la catástrofe). Todos tomaron registros (fotografías y videos) y pudieron relatar la presencia de una serie de luces inexplicables sobre el cielo de la central nuclear que permanecieron allí, desplazándose de manera simétrica y armónica a gran velocidad y perdiéndose luego de una serie de minutos sobre el cielo.
Pasado el gran peligro, los diarios japoneses dieron cuenta de este fenómeno, hecho que no logró alcanzar una explicación científica hasta la fecha.
Lentamente, casi en voz baja, un grupo de historiadores y teólogos han comenzado a relatar una idea que vienen trabajando hace tiempo y que data del Paleolítico, algo que llaman la ciencia sagrada del Japón antiguo y que intenta dar una explicación a ese fenómeno. La antigua civilización Katakamuna, que según explican, existió antes del período Jomon (hace 15.000 años), sugiere la existencia de una relación entre el mundo latente (el que no se percibe) y el mundo manifiesto (el que vemos). Toma su nombre del tipo de escritura, una serie de ideogramas que se consideraron por siglos una falsificación del kanji, uno de los tres alfabetos que se usan hasta hoy.
Fue Narasaki Kogetsu, un ingeniero eléctrico, quien dio a conocer en el pasado los primeros postulados de esta filosofía. Nacido en 1899, creó un aceite no conductor de la electricidad y un combustible artificial. Más tarde se abocó a producir soluciones eléctricas para mejorar el rendimiento agrícola. Con esta meta pasó varios años en diferentes locaciones de la cordillera de Rokkousan. Se interesó en comprender por qué un pino de la especie matsu era capaz de crecer sobre la piedra.
En sus días en la naturaleza estudiando este fenómeno, en 1949 se topó con un cazador (Hira Touji) que le mostró un pergamino. Lo hizo en agradecimiento al gesto de Kogetsu de excluir la zona para la instalación de postes eléctricos, una acción que habría molestado a la fauna cercana a los lagos. A Kogetsu le llamó la atención el código de escritura sencillo de líneas y puntos. En una de sus tantas estadías laborales unos monjes taoístas en Manchuria le habían comentado de la existencia de una tribu antigua con una alta tecnología. El cazador le permitió a Kogetsu copiar el escrito que revelaba el saber de la filosofía Katakamuna.
Luego de cinco años de trabajo logró descifrar los textos. Según esta civilización, todas las cosas tienen vida. Abrevan en una especie de caldo universal del que todo emerge y al que todo vuelve. Así, el universo cuenta con una sabiduría ancestral de la que es posible nutrirse cuando se integra ese conjunto, lo que tendería a convertir a las sociedades en sucesivamente más sabias. “Uno muere y su alma regresa a ese ‘caldo’, del que se alimenta para la siguiente vida”, explicaba Kogetsu.
Para muchos especialistas, parte del efecto OVNI podría tener justificación en este saber que involucra una necesidad del cosmos de conservar el equilibrio. De este modo, frente a eventos de extremo riesgo, como un altercado nuclear, esa especie de alma global apela a la supervivencia asistiendo de manera activa con el fin de supervisar, proteger, aminorar los efectos de los hechos. Esta antiquísima concepción propondría, entonces, una protección del todo para las partes en peligro. “La inteligencia intuitiva permite entender las leyes de la naturaleza”, señala Avery Morrow, especialista de estudios religiosos de la Universidad de Tokio y quien hoy más ha investigado sobre Katakamuna.
La mente en el corazón
“En Japón existen aproximadamente dos docenas de manuscritos secretos que han sido transmitidos entre las familias gobernantes durante siglos –explica–. Rechazados por los eruditos japoneses ortodoxos y nunca antes traducidos, hablan de alfabetos primitivos, lenguas perdidas, tecnologías olvidadas y la sagrada ciencia espiritual. Algunos incluso se refieren a los ovnis, la Atlántida y la llegada de Jesús a Japón”.
–La filosofía de la civilización Katakamuna se muestra más fresca y espontánea que las tradiciones japonesas más ortodoxas.
–Por el relato que nos legó Narasaki, ejercitaban una intuición pura, mezclándola con conocimientos científicos. No les molestaba el sentido común ni las ideas preconcebidas. Definen al origen como el creador de todo y sitúan a la mente en el corazón que se mantiene conectado al origen. Todo lo que existe proviene y vuelve al origen, es decir que desde el sol a las piedras, una planta y usted tienen algo del origen.
–Usted ha trabajado de manera directa con otros escritos que revelan nuevos conceptos filosóficos no tan aceptados entre los estudiosos más tradicionales. ¿Podría dar más detalles?
–En el manuscrito de Hotsuma Tsutaye se revelan las hazañas de una tribu noble que derrotó a un ejército de un millón de personas sin violencia. En los documentos Takenouchi se muestra cómo el primer emperador japonés vino de otro mundo y gobernó en una época en la que la Atlántida aún existía. Finalmente, en los documentos Katakamuna se revelan geometrías sagradas del universo a partir de las canciones simbólicas de la tribu Ashiya de 10.000 años de antigüedad. Logramos demostrar cómo aquella civilización accede a un orden superior de conocimiento y encontramos paralelos directos con muchos textos antiguos de la India, Europa y Egipto. Lo que permitiría encontrar ese rastro de la antigüedad perdida de Japón.
–En su último libro asegura que para determinar cuál de estas historias es correcta, el observador debe confiar en sus propias creencias. ¿Por qué?
–No importa cuánta evidencia se ofrezca, no se puede obtener una definición científica del origen del alma. Cada época tiene su propio mito. El reconocimiento de nuevos postulados será posible gracias a una nueva actitud frente al conocimiento. Como lo que significó pasar de creer en la existencia de un planeta plano a uno redondo. Para hacerlo fue preciso cambiar el paradigma. Pensar que la energía de todo el universo se concentra en un único sitio al que vuelve cuando fenece no está lejos de lo que han probado los astrónomos respecto de las galaxias, por ejemplo. Katakamuna propone una versión humana de esa misma idea.
Fuente: Flavia Tomaello, La Nación.