Nada tan nuestro. Nada menos nuestro. Nada más desconcertante, puesto que nunca termina de pertenecernos lo que nunca deja ser nuestro: los hijos, nuestros hijos.
¿Qué significamos para ellos? ¿Qué lugar ocupamos nosotros, sus padres, en sus vidas? Al menos en parte, la respuesta proviene del pasado. Preguntémonos por el destino de nuestros padres en nosotros. Si la respuesta no es idéntica, es muy posible que sea similar.
Solo si se diferencian de nosotros podrán nuestros hijos, un día, advertir cuánto nos parecemos. Sus propios hijos serán los promotores involuntarios de ese reencuentro al echar abajo la presunción, infaltable en la juventud, de que uno, como padre o madre, escapa a la siembra de ese desencanto en su descendencia. Ellos, nuestros nietos, se encargarán de situarlos ante ese espejo incómodo donde al mirarse nos volverán a encontrar.
Pero también es cierto que, cada tanto y valiéndome ahora de la primera persona del singular, al verme reflejado en el espejo sorprendo en los míos los queridos rasgos de mi padre: sus ojos en mis ojos, su sonrisa en mi sonrisa. Y lo siento vivir en todo mi cuerpo. Descubro en mi piel su propia piel; en mis manos, sus manos. En algunas de mis ansiedades, ansiedades suyas. Y saber que de algún modo lo perpetuo impide que los años me lo arrebaten del todo.
A mi madre, en cambio, me la devuelven el apego a ciertos hábitos que fueron suyos: la cocina como sitio dilecto de mis tardes de café y lectura. La soledad serena y prolongada. El amor a las mañanas. No el color de su piel, que fue tan blanca; sí, su cabello casi tenue, que me recuerda el mío.
No comparto la antigua esperanza griega de que la muerte nos reunirá con quienes nos precedieron. Creo, en cambio, que el tiempo y los sueños reconfiguran, como huellas en el alma, la presencia de quienes tanto fueron y ya no están.
Una vez asentada en su tonalidad definitiva, nuestra voz preanuncia lo que solo mucho más tarde se hará consciente. Que ella es también la voz de quienes nos precedieron, según seamos varones o mujeres.
Si se exceptúa a nuestros hijos, es difícil precisar por quiénes no vacilaríamos en dar la vida. Es que resulta intolerable la sola idea de que ellos puedan perder la suya antes que nosotros. La extinción de una de esas vidas termina de algún modo con la nuestra. Ella se habrá llevado siempre algo esencial de nosotros.
Quien bien nos mire, si hemos perdido un hijo, sabrá ver lo mucho que ya no somos en lo que aún podemos ser. Advertirá en nuestra cara el zarpazo de lo irremediable. Sabrá escuchar, incluso en quien se pronuncie con firmeza, un sollozo ahogado, una fragilidad insondable que no cesan y cuya versión más alta y honda, única y escalofriante, es el «Nunca.» del rey Lear, repetido cinco veces ante el cuerpo sin vida de su hija Cordelia.
Reconocimientos
No hay mejor reconocimiento al que podamos aspirar como padres que el sabernos persuadidos de que, llegado el día en que dejan nuestra casa, los hijos se encaminan hacia esa tarea sin término que consiste en construirse como personas. Aprenderán, al irse, que realizarse no equivale sino a navegar sin término hacia el horizonte inalcanzable de la identidad. Que no hay adónde llegar si lo que importa es lograrse.
La cronología, referida a los hijos cuando son más de uno, no propone nada de lo que importa: de poco vale decir este es el primero, aquel el segundo y ese el tercero. Cada uno de ellos es, siempre, un hijo inaugural. Renueva por entero la experiencia de dar vida. No hay repetición. No hay suma posible donde lo ocurrido es singular. Cada hijo es único en su significación. En la radicalidad irreproducible de su presencia. Inscribirlo íntimamente en un orden sucesivo es una frivolidad. Equivale a cifrar lo indescifrable.
Hay otras singularidades posibles. Con cada una de mis hijas me ganó, viéndolas nacer, la emoción extrema de reconocerme y desconocerme a la vez. La conmoción de recibirlas y sentirlas mías se veía duplicada por el misterio de la diferencia sexual que potenciaba su singularidad ante mí como varón.
En cambio, en mi hijo (y lo recuerdo con una intensidad que no ha declinado con los años) me vi y me reconocí naciendo. Y así como en el rostro de mi padre fallecido presentí mi propio semblante de hombre muerto, así en la figura recién nacida de mi hijo recuperé el instante en que fui dado a luz.
Abundan en la historia hijos que cargan con el apellido paterno como si de un lastre se tratara. Es que, al no poder connotarlo con su propia impronta, se han visto condenados, al darlo a conocer, a que remitiera ante todo a alguien que los precedió en su empleo, ya sea dándole lustre o desacreditándolo.
Es poco probable que alguien, si se llamara Borges, pueda impedir al nombrarse que su apellido remita, antes que a nadie, al gran escritor. ¿Y qué decir de quien se llama Sarmiento, Echeverría, Alvear o Rivadavia? Remontar ese monopolio de un apellido por parte de quien fue el primero en connotarlo nunca es tarea sencilla para quienes lo heredaron. Los hijos de Johann Sebastian Bach lo ejemplifican.
Hay, no obstante, salvedades. El apellido Mendelssohn ganó su mejor perennidad gracias al nieto Félix. No al abuelo Moisés, pese a que este, en el siglo XVIII, fue un pensador de probado prestigio. Es que hay hijos y nietos que logran infundir a su apellido destellos de luz inéditos. ¿Quién hubiera pensado, hasta mediados del siglo XX, que el apellido Freud habría de alcanzar una cumbre tan alta, en el orden del prestigio, como la que supo lograr el creador del psicoanálisis? Su nieto Lucien fue, en lo suyo, tan hondo y original como su predecesor en el psicoanálisis. Introdujo su apellido con igual elocuencia en el escenario de la pintura contemporánea.
Más allá de la extendida difusión que el sustantivo supo ganar, aplicado hoy como se lo hace a los amigos entrañables, la palabra hermano sigue remitiendo, sin disputa, a quienes con nosotros comparten una misma madre. Y aquí vale detenerse desoyendo la costumbre. No es ni da lo mismo decir «mi» madre que la «nuestra». Como tampoco ser huérfanos de una misma madre que compartir solidariamente esa condición con otros que han perdido la suya. Por el «nuestra» circula un océano de significaciones tan variadas como contradictorias.
La emoción sin equivalencia que debería, al menos cada tanto, abismarnos en lo asombroso de ese origen compartido suele verse empañada por el modo casi siempre convencional en que se nombran, llevados por la costumbre, quienes sin detenerse a pensarlo se saben hermanos. Como si en la acepción dominante de ese término se agotara su alcance. Como si fuera posible vivir de espaldas a ese otro sentido de la palabra que desnuda lo que hay de insondable en el hecho mayor de saberse gestados, nutridos y paridos, todos los que somos sus hijos, por una misma mujer.
Tengo un único hermano. Su existencia, de un modo simultáneamente inconfundible y oscuro, hace de mí alguien que puede reconocerse fuera de su propio cuerpo. Él es ese que, sin que lo homologue a mí, dice de mí con su presencia algo físicamente esencial. Mi hermano es el que me prolonga y me expande más allá de la frontera de mi piel. Yo soy yo, sin duda. Pero mirándolo no dejo de verme.
Allí, en esa intensidad singularísima, late la mujer que a los dos nos trajo al mundo.
Desencuentros
El desencuentro entre generaciones suele tener a los hijos por promotores iniciales de una disconformidad y un conflicto en los que los padres están destinados a jugar el rol conservador. El papel innovador se lo reservan, claro está, los hijos para sí mismos. Esa colisión entre creencias y valores de una y otra generación se acentuó y convalidó a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Uno de los primeros en pintarla con acierto fue el ruso Iván Turgueniev. El título de su novela, publicada en 1862, lo anticipa todo: Padres e hijos. Lo siguió Fiodor Dostoievski, en 1880, con Los hermanos Karamazov. Allí las disidencias entre un padre y sus hijos alcanza dimensiones trágicas. Menos violento pero igualmente profundo se muestra el conflicto entre generaciones planteado, al inicio del siglo XX, por Thomas Mann en Los Buddenbrook.
De esa confrontación, como de casi todo, la Atenas de hace veinticinco siglos ofrece signos indelebles. Por cierto, no hay hijo atrapado en un vínculo más pavoroso con sus padres que el proverbial Edipo. Sin embargo y para mí, el más vivo de esos testimonios se encuentra en la Antígona de Sófocles. Allí, Hemón, hijo de Creonte, rey de Tebas, se enfrenta a su padre para hacerle ver a qué profunda incomprensión de la realidad lo ha arrastrado la incontinencia de su poder.
Memorable es también, en el citado Rey Lear, la rebelión contra su padre por parte de Edmundo, hijo bastardo de Gloucester. Y no lo es menos la desesperada embestida de Hamlet contra su madre. O la de Kafka contra su padre en la carta en que lo condena por su crueldad.
Un filicidio anunciado
Pero hay un nuevo patriarcado implacable con sus hijos. Sus voceros son gente de este tiempo y no vacilan en enmascarar en la retórica del progreso la intención delirante que los mueve. Sin remordimiento, ejercen ese patriarcado quienes mejor provistos están de poder económico y político. Ellos son los responsables del desenfreno alcanzado por el calentamiento global. No acatan otra ley que la de sus privilegios. Y la hacen cumplir al precio que fuere. Aun el de la irracionalidad de que da pruebas la promoción del cambio climático que privará de hogar a sus hijos. Aun ante demandas tan dramáticas como las que formula la Tierra devastada por el desequilibrio ambiental. Al renegar de esa catástrofe, al despreciar las consecuencias derivadas de las emisiones de gases que todo lo envenenan, ese patriarcado le da la espalda a la tragedia que se cierne cada día más sobre nuestra especie.
Con la Tierra desoída, los poderosos desoyen también a sus propios hijos. Subestiman sus derechos. Les niegan un futuro al convertir al planeta en un basural. La búsqueda desenfrenada de más y más riqueza económica a expensas del equilibrio ambiental es un acto tan enajenado como criminal. No se rinde ante ninguna evidencia científica. No quiere ver el desastre al que ya ha dado lugar.
Es preciso insistir: estamos ante una configuración inédita del filicidio. Un nuevo Cronos ha empezado a devorar a sus hijos. Su propósito es impedir que le arrebaten el poder.
Y tenemos, por fin, a los Padres de la Patria. Y a su descendencia, que venimos a ser nosotros. Es preciso volverse hacia el intenso simbolismo que encierra ese vínculo entre predecesores y sucesores en términos de identidad nacional. Cabe preguntarse si la patria, tal como sus fundadores la soñaron, está cabalmente representada por quienes somos, desde hace dos siglos, sus hijos.
Hay un indicio que puede revelarnos la pobre consistencia alcanzada entre nosotros, los argentinos, por el sentimiento de fraternidad básica que debería gobernar nuestros vínculos si aquel sueño inspirara nuestras acciones. A juzgar por lo que de él ha sido generación tras generación, y por el modo que hemos tenido y tenemos todavía hoy de concebir las relaciones entre pasado y presente, se diría que no puede menos que reconocerse que no hemos sido hijos razonables. Y no lo fuimos porque esa hermandad ha estado signada por la indiferencia mutua cuando no por el desprecio recíproco.
Es posible que a la luz de ciertos momentos de nuestra historia, la decepción de nuestros Padres con nosotros se haya visto matizada por algunos logros esperanzadores. Pero a la luz de otros que han sido más frecuentes, bien escaso debe ser el orgullo capaz de despertar en ellos su ya larga descendencia.
Hemos burlado las imposiciones de la Constitución. Hemos privilegiado los intereses sectoriales sobre los del conjunto. Hemos sometido la ley al poder y no el poder a la ley. La empecinada beligerancia de unos con otros pareciera indicar que provenimos de los dioses griegos, eternamente enfrentados, y no de los ideales de Belgrano y San Martín.
Aun así, se diría que no hemos olvidado por completo a nuestros progenitores. Si bien el uso (no encuentro un término más apropiado) que hemos hecho de su legado promueve el abuso sectorial de su mensaje, cada tanto se deja ver cierta aptitud para buscar entre nosotros algún grado de convergencia. Algo de ella nos convoca a todos a insistir en reconocernos como hermanos. Y no solo ni primeramente a la hora del fervor futbolístico en los campeonatos mundiales o en el momento de la unánime gratitud que despiertan las fechas patrias como feriados aptos para ampliar los fines de semana o regalarnos una pausa a medio camino entre lunes y viernes.
Si ese algo fuera, como a veces parece ser, una emoción cívica profunda y diera lugar a un ejercicio más sabio de la política mediante un afianzamiento más hondo de la ley, sería posible que esa paternidad expectante y de ya probada paciencia con sus hijos se viera mejor recompensada.
Fuente: Santiago Kovadloff, La Nación