Hoy lo más posible es que más de un niño, ante la misma pregunta, conteste de forma inmediata y contundente: “¡Influencer!”. Con su misma velocidad galopante, las redes sociales han pasado de ser un medio de comunicación a ser un modo de vida.
En términos digitales, soy un hombre incompleto. No uso Facebook ni Instagram. Solo tengo una cuenta de Twitter que tampoco frecuento demasiado. En ella, en general, solo sigo cuentas de medios de comunicación o de periodistas, como deseando mantener cierta distancia con respecto a las dinámicas personales que a veces parecen dominar la red. Soy un tímido radical. Entro y salgo de Twitter velozmente. Interactúo poco. Pero nada de esto implica alguna calificación moral. No creo que se trate de una virtud ni tampoco de un defecto. Pienso que Twitter ha traído grandes ventajas al flujo de las noticias y del conocimiento. Es obvio que es una herramienta invaluable en sociedades donde reina la impunidad y existen poderes dedicados al control y a la censura, empeñados en imponer una narrativa única a todos los habitantes. Nada de eso está en discusión. Lo que me interesa y me llena de interrogantes es la experiencia Twitter, aquello que está más allá o más acá de la información.
Me refiero a la sensación de que cualquiera puede mudarse a vivir en una red social. Es el tránsito del instrumento a la vivencia que transforma la red en una dinámica endógena, en una logia que distribuye la ilusión de que solo es real lo que aparece o sucede dentro de ella. La red puede funcionar como un espejismo perfecto donde, además, todo se mueve con la rapidez de una emergencia: si te distraes un segundo, quedarás afuera.
La ilusión de compañía es probablemente uno de los elementos esenciales de todas las redes. Se promueve la sensación de que realmente no estamos solos. O que, al menos en la esfera digital, no estamos tan solos. Sin embargo, los estudios hablan de 60 millones de cuentas falsas en Facebook y reseñan que, en Twitter, hay al menos un 15 por ciento de cuentas automatizadas, “diseñadas para simular ser personas reales”. Pero nada de esto importa. Pesa más la posibilidad de despertarte y escribir un tuit para saludar al mundo para no saberte solo. Existe incluso una jaula, en la virtualidad del espacio y del lenguaje, donde todos estamos siempre juntos: la pajarera. Y los seguidores pueden ser o no, también, una medida de tu soledad y de tu aislamiento. Es una prueba de resistencia para la autoestima. Si se aspira a ser influyente en redes, ganar o perder seguidores puede ser un indicador comercial. Pero si solo se desea sentirse acompañado también puede ser una forma de gozo o de miseria. Twitter puede ser un dolor que se lleva al diván de la terapia.
En una de sus columnas periodísticas, Juan Villoro afirmaba que “desde hace tiempo, las paredes de los baños públicos se encuentran en mejor estado. La razón es sencilla: no es necesario agraviarlas con injurias porque para eso existe Twitter”. No deja se ser sorprendente la facilidad con que se multiplican los insultos, la efervescencia que producen, los linchamientos exprés que pueden promoverse a partir de un solo tuit. No solo tiene que ver con la condición de anonimato que abunda en esta red. También, aun usando el nombre y apellidos propios, Twitter regala una particular zona de confort, una distancia que permite acciones que quizás, en otras circunstancias, no se darían. Cuando leo algún tuit feroz y sardónico en contra de alguien, siempre me pregunto si su autor sería capaz de decirle lo mismo, de esa misma manera, si tuviera a esa persona frente a él. Twitter regala una ilusión de fuerza y valor. Escribe que nada queda. El año pasado, sin embargo, el suicidio de la actriz August Ames volvió a demostrar que los linchamientos digitales sí tienen consecuencias.
La idea de que Twitter es una red ligada a la información periodística esconde la fantasía de que, con solo asomarnos a ella, ya sabemos qué está pasando. Esta suerte de rápido crucero por titulares, muchos de ellos salidos de fábricas de engaños o producidas por mercenarios digitales, ofrece una apariencia de conocimiento muy tentadora. Sígueme y sabrás fehacientemente todo lo que está ocurriendo en Guatemala. La aproximación a lo real se resuelve en dos segundos. Sin necesidad de leer más, de investigar, de buscar otras versiones, de debatir lo que ocurre. En un libro extraordinario, titulado La intimidad pública, Beatriz Sarlo señala que “vivimos en la siguiente paradoja: cuanto más complicadas son las situaciones, más sencillas aparecen en las redes”. La ilusión de complejidad disfraza innumerables ejercicios de ingenio pero también de estupidez, donde el mayor recurso es la repetición.
Una infuencer estadounidense, con más de dos millones de seguidores en Instagram, decidió extender el negocio y fundó su propia marca de ropa. En su primer lanzamiento, según lo reconoció ella misma, no logró vender 36 camisetas. No puede generalizarse, pero el caso de @arii siembra nobles dudas sobre la ilusión de mercado que proponen las redes. Y esto es tan válido para el consumo de bienes y servicios como para el impacto político o los sondeos de opinión. En el reino donde es indispensable “ganar” seguidores no hay garantías de fidelidad. La eficacia comercial de las redes siguen tropezándose con misterios comerciales. La angustia del sistema parece seguir sin respuestas ante el universo digital: ¿cómo se rentabiliza todo esto?
Twitter puede ser un poderoso instrumento de comunicación, de liberación y de solidaridad. Pero también puede ser un espejismo perfecto. Estéril. Cada vez será más frecuente la preocupación y la discusión sobre el uso de las redes. Cada vez requeriremos de mejores estrategias y mejores herramientas para una nueva educación digital. No hay que olvidar que, por suerte para todos, la vida y la realidad no siempre tienen la simpleza y la velocidad de un tuit.