¿Las grandes obras las tienen que hacer los privados o las tiene que pagar el Estado? ¿La cultura es de una élite y debe ser arancelada o su alcance es extenso y puede haber muchas cosas gratuitas? La discusión parece de hoy pero está clavada en las entrañas de la sociedad argentina desde sus primeros momentos.
Algunas de estas cuestiones atravesaron la construcción de “nuevo” Teatro Colón, cuyo contrato se firmó en 1890, tras el cierre del anterior, dos años antes.
De eso se trata ¿De élite, democrático o plebeyo? Algunas notas sobre el origen del Teatro Colón y sus públicos, el artículo del sociólogo Claudio Benzecry en el libro Aventuras de la cultura argentina en el siglo XX, que editó Siglo XXI y compiló Carlos Altamirano.
El libro coordinado por Carlos Altamirano.
Desde el análisis sobre el origen del Teatro Colón y sus públicos hasta la exploración de la vibrante vida cultural que caracterizó a la calle Corrientes en las primeras décadas del siglo XX por Miranda Lida, cada artículo aporta una visión única sobre los diversos aspectos que conformaron el panorama cultural argentino. Este volumen aborda temas tan variados como el feminismo en la poesía de Alfonsina Storni, la influencia de Paul Groussac en el ámbito cultural, y la figura de Carlos Ibarguren en una época de transición. La segunda parte del libro presenta inquietudes en tiempo de entreguerras, revisando desde los Cursos de Cultura Católica hasta el ambiente antifascista de los años treinta. A su vez, ahonda en la influencia de la historieta, la radio y el cine en la identidad cultural argentina, sin omitir la rica tradición del chamamé y la historia cultural del noroeste argentino. En las últimas secciones, se destaca el impacto de la editorial Eudeba en la democratización del libro, la ciencia social en el Instituto Di Tella, y finaliza con un análisis sobre el rock y la contracultura en La Plata.
Benzecry nos transporta a través de los pasillos del Colón, donde las élites sociales y políticas se entrelazaban en un intricado baile de poder, moldeando no solo la estructura física del teatro, sino también su papel en la sociedad porteña. Desde las negociaciones con el Estado hasta las disputas entre empresarios y aristócratas, este relato ofrece una visión panorámica de cómo se forjó el destino del Colón en el crisol de la Buenos Aires del siglo XIX.
La ópera y la ciudad vieja
El 13 de septiembre de 1888, el viejo Teatro Colón cerró sus puertas para siempre. Su pequeño tamaño, que contrastaba con la población creciente de la ciudad, y los incendios que habían devorado varios de sus equivalentes europeos, revelaron el peligro del Colón como una trampa imposible de obviar. Sin embargo, ese cierre lejos estuvo de decretar el fin del Colón como el centro de la actividad operística porteña.
Angelo Ferrari, el impresario italiano que había manejado las temporadas desde 1868, se alió con el entonces intendente Marcelo Torcuato de Alvear con el objeto de buscar una nueva locación para construir un nuevo teatro. En 1884, Alvear ya había conseguido el permiso del flamante Concejo Deliberante para vender la propiedad del Banco de la Nación por 950.000 pesos. Si la historia hubiese concluido allí, el caso se habría “normalizado” y parecido a tantas otras historias de emprendedorismo cultural: gracias a la alianza entre el principal empresario y un representante de la élite socioeconómica, la ópera le hubiera “pertenecido” a una élite unida y hubiera resultado en una forma legal y organizacional que reflejara esa propiedad. Pero, justo en ese momento, la “caja negra” se abre y vemos que esa asociación no pudo construir un nuevo teatro, y el proyecto tuvo que ser rescatado por el Estado nacional y municipal. La alianza ya no controlaría la definición de la situación, tras haber fracasado en su intento de producir el cierre social.
El Teatro Colón. (Amilcar Orfali/Getty Images)
La construcción del teatro de ópera se convirtió en un asunto político que involucró a las autoridades nacionales y municipales, así como a un elenco de personajes públicos y privados. El Estado nacional autorizó al municipio a vender el viejo edificio. El Congreso convocó a un concurso internacional y expropió las propiedades que rodeaban el lugar donde se ubicaría el futuro teatro. Las autoridades municipales aportaron la mayor parte de los fondos y se hicieron cargo de completar el teatro, en reemplazo del impresario Ferrari. El Estado nacional proveyó como ubicación final lo que antes fuera la Plaza de Armas y en aquel momento la estación ferroviaria del oeste.
La construcción del nuevo teatro involucró a la crema de la élite local, cuyos miembros contribuyeron mediante la compra de un bono emitido por Nación para financiarla. En las páginas que siguen, veremos las tensiones tempranas al interior de las élites, el rol que tuvo la ópera en la construcción de una nación democrática y cosmopolita, y las disputas, ya no dentro de las élites, sino entre estas y un público plebeyo.
Una élite dividida: dueños y expropiadores
Después de dieciocho años de construcción, que sobrepasaron largamente los treinta meses previstos en el contrato firmado en 1890, el Colón estaba listo para su noche inaugural. La construcción costó 6.112.000 pesos (6 millones de dólares en oro), cifra que incluye la expropiación y demolición de los edificios adyacentes, que pagó la ciudad. El 25 de mayo de 1908, el nuevo Teatro Colón se inauguró con una gala presidencial.
¿Quiénes llenaron las butacas del teatro durante su primer año de actividad? Si bien es imposible reproducir una noche determinada en la ópera, mediante una combinación de varias fuentes primarias (programas con la lista de abonados de 1908-1910, 1912, 1914, 1924-1925 y 1927) y fuentes secundarias, podemos intentar una reconstrucción de la arquitectura jerárquica del público. En los sitios ubicados junto a la orquesta, en especial el primer y segundo nivel de palcos, encontramos a quienes habían comprado los abonos por diez años y el bono municipal para subsidiar la construcción. Este conjunto de acaudalados terratenientes, comerciantes, empresarios y miembros exitosos de las industrias financieras ocupaban los treinta y ocho palcos centrales de los setenta y cuatro que integran el sector de palcos bajos y palcos balcón. Estas personas residían en un radio de diez cuadras alrededor del cementerio Norte (hoy Recoleta) y se congregaban en exclusivos clubes sociales como el Jockey Club.
El esplendor del Teatro Colón.
El mapa de los palcos jerárquicos restantes obedeció a la lógica de la alianza entre una organización político-burocrática y el empresario que había organizado las temporadas. Quince de esos palcos (cinco en cada uno de los tres niveles de palcos) fueron asignados a los herederos de Ferrari, y los restantes, al presidente de la república, el intendente de la ciudad y los miembros de la comisión municipal y la comisión que supervisaba las actividades del teatro. El hecho de que las élites socioeconómicas y políticas se sentaran en los mismos palcos no significaba que compartieran la visión acerca de qué convenía hacer con el Colón y cuál era el sentido del teatro (para ellos y para otros), ni tampoco que se mezclaran socialmente más que de manera intermitente durante las funciones.
Por el contrario, un incidente clave, el juicio que en 1917 entablaron contra la municipalidad las familias que compraron el bono original para la construcción del teatro en 1893, nos da una imagen más clara de las disputas y los lenguajes que expresaron y constituyeron esos desniveles. Como dijimos, en abril de 1893 veinticinco familias patricias firmaron un contrato con el empresario Ferrari para construir el nuevo Colón y se comprometieron a comprar el bono para financiar el proyecto. A cambio, Ferrari sería el propietario del edificio durante cuarenta años, y las familias serían dueñas de veinticinco palcos y veintisiete butacas de tertulia (para sentar a las jóvenes de la familia).
En 1897, la Ley Nacional 3474 estableció que, dada la imposibilidad de que el empresario y las familias terminaran el edificio, el municipio completaría la construcción. La asistencia municipal implicó una doble alteración: las familias tuvieron que renunciar a la propiedad del edificio y, a cambio, fueron acreedoras de derechos de usufructo durante quince años. En 1898, las autoridades firmaron un contrato con las familias para garantizar ese derecho usufructuario.
Arte en el Teatro Colón. (Luis Falduti)
Las familias no protestaron contra el cambio que modificaba su estatus de propietarios del teatro a sujetos del derecho de usufructo. Sin embargo, el 31 de diciembre de 1907, luego de que Ferrari se declarara en bancarrota, el consejero municipal advirtió que las familias estaban recibiendo mayor compensación de la que les correspondía por contrato. La ciudad decidió entonces expropiarles sus derechos de usufructo, dada la excesiva ganancia y el hecho de que la inversión emprendida por la ciudad compensaba con creces el gasto original en el que habían incurrido las familias. El documento enfatizaba el cambio de lenguaje, y no solo despojaba a las familias de la propiedad del teatro y del usufructo de su explotación, sino también de la propiedad de los palcos que les habían sido adjudicados. Por todo esto, las familias enjuiciaron a la ciudad en 1917, reclamando tanto sus derechos de propiedad como de usufructo.
Por fin, llegaron a un acuerdo con el municipio: las familias pagarían por única vez una suma determinada por el uso y el derecho de usufructo de los palcos y la ciudad les extendería el derecho de propiedad de estos palcos por cinco años, un período muchísimo más corto que los cuarenta años pactados en el contrato original (de haber continuado ese contrato, los derechos habrían caducado en 1948). Explorar este juicio abre la puerta para comprender mejor las dinámicas de la división interna de la élite en Buenos Aires.
Esta partición es aún más obvia cuando contabilizamos cuántos miembros de la élite socioeconómica eran abonados al Colón en contraste con los miembros de la élite política (véanse tablas 1 y 2). De las cuarenta familias más ricas de la ciudad,11 treinta eran abonadas (por familia, incluso, algunos integrantes tenían múltiples abonos). En cuanto a las familias que residían en las zonas más exclusivas de la ciudad (Recoleta y Barrio Norte), la información es concluyente: de las treinta (descontando aquellas que ya figuraban en la lista previa), solo nueve no participaban regularmente en las temporadas del Colón.
Una comparación similar con una lista de miembros de la élite política (integrantes del Senado y la Cámara de Diputados) muestra que, de ciento catorce legisladores, solo trece (alrededor del 11%) eran abonados al Colón. Si excluimos a aquellos cuyas familias eran parte de la élite socioeconómica, eran apenas ocho (cerca del 7%). Entre los que sí asistían se contaban numerosos legisladores que comenzaron como representantes de sus provincias de origen, pero luego pasaron a representar a la ciudad de Buenos Aires o a la provincia homónima. Este tipo de información confirma la división presentada por otros estudios de la élite local con respecto a patrones de vivienda, clubes sociales, membresía en sociedades de beneficencia y sociabilidad intelectual.
Fuente: Infobae