Hacia 1912, cuando Europa terminaba el sueño de la Belle Époque y se iba metiendo en la hora terrible de la Primera Guerra Mundial, el escritor alemán Thomas Mann lanzó como un francotirador su novela breve La muerte en Venecia. Si el libro ya es una obra de arte, miren entonces la adaptación que hizo en 1971 el director de cine italiano Luchino Visconti. Ah.
Tenemos al protagonista del libro, Gustav Von Aschenbach, respetado escritor alemán y símbolo de la burguesía intelectual europea quien, en medio de su búsqueda a fondo sobre la naturaleza del arte y sobre sí mismo, emprenderá una fuga que lo llevará a las aguas de Venecia. La ciudad italiana ocupará la definición de su historia. Será su término.
“La imagen de la ciudad asolada e indefensa flotaba confusamente en su espíritu y encendía en él esperanzas inconcebibles, de monstruosa dulzura, que iban más allá de la razón”, se lee en la novela. Venecia, en Gustav, engendrará monstruos y esperanzas.
Así, el protagonista tendrá por un lado una obsesiva y perversa persecución visual sobre un adolescente polaco llamado Tadzio, su efebo, a quien verá como musa y perfección. Por otro, conmovido por la belleza de aquel joven, no advertirá la epidemia que asola Venecia, una ciudad entera que finge que nada pasa y sobre la cual él empezará a sospechar. Hay cadáveres. Hay una atmósfera sin salida. Hay muertos que se consumen en horas entre convulsiones y estertores, ahogados en su propia sangre.
Página 107 de la edición de mi libro: “El temor de causar perjuicio a la comunidad, el hecho de que poco antes se hubiera inaugurado una exposición pictórica en los jardines públicos, así como las ingentes pérdidas que, en caso de pánico o descrédito, amenazaban a los hoteles, tiendas y a toda la compleja maquinaria del turismo (…) indujeron a las autoridades a mantener obstinadamente su política de encubrimiento y desmentidas”.
La novela maneja símbolos, lo bello y lo atroz. La película hace más nítida la referencia del protagonista del libro al enorme compositor clásico Gustav Mahler, cuya quinta sinfonía envolverá un cierre fílmico sofisticado y desolador con el protagónico del gran Dirk Bogarde. El film es una geografía del silencio.
En estas horas agónicas del mundo, con las calles de Venecia y el mundo desoladas esta vez ya no por una ficción de Thomas Mann sino por la pandemia del coronavirus, recomiendo leer la novela y ver la película de Visconti. En la desolación conviene la poesía.
Fuente: Clarín