“La parte es el lugar para presenciar la totalidad”.
En marzo del año pasado, cuando la pandemia empezaba a extenderse por Europa, Edgar Morin, padre del paradigma de la complejidad y uno de los pensadores contemporáneos más conspicuos, ya a punto de cumplir 100 años, calificaba la detención planetaria que se advenía como una “crisis existencial saludable”. Sin desconocer el dolor y la muerte que el virus sembró en el mundo, su definición invita a pensar en los muchos fenómenos que se activaron durante la pandemia, algunos de ellos incluso paradojales.
Pese a estar confinado, Morin se sintió “proyectado psíquicamente en una comunicación y comunión permanentes con el mundo”, con el que permanece prácticamente conectado. Muchos hemos podido experimentar algo semejante durante este tiempo. El camino de las cuarentenas y el aislamiento forzoso nos impuso un freno al movimiento, la imposibilidad de salir, de viajar, la obligación de quedarnos en casa o al menos restringir nuestras salidas a lo imprescindible. Una libertad se puso en suspenso. Al mismo tiempo, en el interior de nuestros confinamientos se abrió una inesperada ventana al mundo. Los que disponemos de los medios tecnológicos tuvimos que adaptarnos vertiginosamente a la nueva situación.
Primera paradoja de estos tiempos de pandemia: en medio del encierro, asistimos al crecimiento exponencial de la comunicación virtual. Luego de superar las resistencias iniciales pudimos experimentar sus virtudes: la mayor interconexión, la cercanía con lo más lejano, trascender las barreras geográficas, no tener que usar tanto tiempo en trasladarnos físicamente por las ciudades, la “comodidad” de poder hacer casi todo desde nuestras casas. Por más paradójico que parezca, el aislamiento habilitó una ampliación de conciencia. “He sentido la comunidad de destino de toda la humanidad con más fuerza que nunca”, decía Morin en una entrevista que dio desde su departamento de París.
Simultáneamente, la pandemia puso en evidencia las enormes diferencias que aquejan a nuestro mundo en crisis. La desigualdad, la injusticia y la inequidad quedaron impúdicamente resaltadas por los efectos del coronavirus. Por otro lado, el remanso que significó para la vida natural que la actividad humana se redujera drásticamente también exhibió el daño ecológico que le estamos ocasionando al planeta día a día.
¡Bienvenidas, entonces, las paradojas! Si podemos sostener la tensión que generan, seremos capaces de aprovechar la oportunidad evolutiva que siempre ofrecen. La tensión de los contrarios es desconcertante al principio, lo cual es bueno, porque nos saca de nuestra “zona de confort”; sin embargo, cuando la contradicción permanece en el tiempo requiere una resolución, de lo contrario se puede transformar en un peso que produce un desgaste agotador y, en el peor de lo casos, en un estado patológico.
La fascinación de la virtualidad
A la luz del crecimiento exponencial de la virtualidad que la pandemia ha generado, y de los cambios que eso trae aparejado, parece fundamental reformularnos un interrogante: ¿qué camino nos torna cada vez más humanos, más conscientes y más responsables, menos temerosos, dependientes y vulnerables?
Como cualquier recurso tecnológico, lo virtual ofrece un ramillete casi igualmente desbordante de ventajas, virtudes y peligros. Nadie duda de sus beneficios, de la profunda transformación del mundo que implicó el maridaje entre tecnología y virtualidad; no podríamos siquiera imaginar un mundo sin computadoras ni celulares, sin internet. Pero, indudablemente, la invasión ilimitada de la hiper virtualización en nuestras vidas –que tan ostensiblemente vemos en los niños y en los adolescentes–, también puede ser un camino hacia una deshumanización.
El uso de la virtualidad y el entusiasmo por sus infinitas posibilidades ha sido uno de los grandes desafíos evolutivos durante la cuarentena. Al principio nos deslumbramos, nos estresamos, nos resistimos; pero finalmente, nos adaptamos. No todos, sino los que pudimos, los que tuvimos los medios; otros quedaron sumergidos en la brecha del abismo tecnológico. Nos ilusionamos con el uso de las plataformas digitales, el delivery, el homebanking y miles de cosas que nos permitieron “no salir de casa” y seguir “conectados”. Nos sentimos tan “protegidos” en lo virtual que ahora, para muchos, la presencialidad se presenta como un regreso a la era jurásica.
Sin embargo, me permito la sospecha: ¿será tan beneficiosa la virtualización cuando se le suma una dosis de fascinación millennial irrestricta, cuando se potencia de tal manera la ilusión de que el crecimiento ilimitado es sinónimo de “progreso”? ¿Podemos dudar de algo que parece tan evidente? ¿Cómo evaluar el costo de lo que estamos dejando en el camino? ¿Acaso el Covid, cual un oscuro espejito mágico, habrá llegado para confrontarnos con un aspecto de nosotros mismos que nos cuesta mirar a la cara?
El surgimiento de un fenómeno global como la pandemia no parece casual. No estoy sugiriendo necesariamente una visión conspirativa. Me refiero a un fenómeno más sutil y natural (e incontrolable), ligado a lo que podríamos llamar “el efecto holográfico”.
La refracción holográfica del todo en las partes y de las partes en el todo es un fenómeno conocido desde el siglo pasado. En 1971, el físico Dennis Gabor obtuvo el Premio Nobel de Física por descubrir que la interferencia de dos rayos láser genera una imagen que contiene codificada, en cada una de sus partes, la imagen completa. Eso permite producir ilusiones tridimensionales. En 1975, el matemático Benoit Mandelbrot mostró algo que sucede en la naturaleza: los mismos patrones se repiten y multiplican en diversos niveles de expresión y complejidad, dando lugar a un fenómeno deslumbrante de reproducción isomórfica que denominó fractales. Si ponemos una lente de aumento sobre cada milímetro de esas figuras encontraremos una asombrosa semejanza con la imagen completa.
Este fenómeno óptico, hoy extensamente utilizado, ha servido incluso como metáfora poética para pensar la relación sinérgica y especular entre las partes y el todo. Me atrevo a recurrir a él una vez más en este contexto para reflexionar sobre la propagación de este virus y sugerir un notable paralelismo entre su mecanismo exponencial de replicación y este rasgo cultural de nuestra época, que no dudamos paradójicamente en considerar el non plus ultra de la “civilización” tecnológica: la virtualidad.
La abstracción fue un “descubrimiento” fundamental, verdadera bisagra en la construcción del mundo moderno. Ya en los albores del siglo XV coincidieron en Europa tres hechos históricos sin precedente: la utilización aritmética del 0 para los cálculos, la invención del dinero virtual para las transacciones mercantiles (que permitió prestar y cobrar intereses acumulativos), y la creación del método pictórico de la perspectiva lineal (que consagró la forma canónica de la representación realista). Estas tres “novedades” de la Modernidad –y muchas otras que después se fueron agregando– operan de la misma manera: utilizan recursos abstractos artificiales para generar ilusiones de realidad; así, instauran una semiótica que se desprende de los referentes tangibles y permite operar virtualmente “como si” fuera real. Son signos vacíos –el 0, la moneda, el punto de fuga– que, precisamente por su vacuidad, pueden ser ocupados potencialmente por un sinnúmero de referentes intangibles, pueden desdoblarse y recombinarse mecánicamente para generar nuevos signos y de esa forma multiplicarse ad infinitum. Sin duda, un portentoso descubrimiento: el poder del vacío. Ya lo decía el proverbio japonés: lo importante de una taza no son sus bordes, sino el espacio interno que éstos generan. No es difícil imaginar la seducción que este mecanismo ha sido capaz de ejercer al servicio de una ambición desmedida y arrogante. Todo aquello que promete ser incrementable sin límites, léase el dinero, el éxito, el conocimiento, el poder, se convirtieron en la medida de la riqueza; y su posesión, en un desideratum social, una obsesión para el ser humano contemporáneo.
Sin embargo, aquello que puede multiplicarse ad infinitum termina por no reconocer límites, lo que lleva a perder fácilmente la noción y la sensibilidad del equilibrio pues desconecta sus mecanismos de registro del sistema en el que está inscripto. Se trata de una parte que se independiza del todo, que comienza a crecer descontroladamente en forma autónoma –en base a sus propias leyes y no a las del conjunto– y que por tanto termina desordenando a su entorno hasta el punto de poder producir su propio colapso.
Un “mal de época”
En perspectiva, el Covid es una más en la lista de enfermedades de la época –como lo son el cáncer o el HIV, entre otras– que se producen por la autorreplicación celular desordenada y desmedida, y que desde hace unas décadas tienen en jaque a la población mundial sin que ninguna “vacuna”, por sí sola, represente una solución o cura. Si retomamos la metáfora holográfica, no parece disparatado ver en este pequeño virus un reflejo, a nivel orgánico y sanitario, de aquello que aún activa desde las sombras a la sociedad hipermoderna: la ilusión del crecimiento infinito, la ambición de acumular, la ansiedad por la aceleración y la desconexión de los ritmos naturales, la arrogancia de desconocer los límites y el desprecio por el equilibrio, como si fuera un rasgo de debilidad o aburrimiento. Esto refleja la falta de una ética holística y biocósmica –que tenga en cuenta tanto a las partes como al conjunto– y que en lugar de la transgresión garantice dinámicas vitales de mayor coherencia.
Con el auge de la computación también nos familiarizamos con el mecanismo de lo “viral”, y no es casual que el hackeo se haya popularizado en el ámbito de lo digital. A fuerza de disgustos, aprendimos que nuestros archivos, como nuestras células, pueden ser invadidos por trozos de información negativa y ciega que está programada para alimentarse de lo semejante y para crecer ilimitadamente. Luego, el fenómeno de las redes sociales elevó la “viralización” a un valor positivo, un fin perseguido intencionadamente para que los grandes números nos confirmen que “existimos”, en tanto somos “vistos”, “likeados” y “aceptados” por una multitud fantasmagórica de otros desconocidos. La pequeña palabra –virus– y todos sus derivativos se han hecho tan populares que no solo han infectado las computadoras y el lenguaje, sino que van camino de colonizar nuestras mentes, nuestras valoraciones y ahora también nuestros cuerpos.
“Ser como dioses”
En la misma línea podríamos considerar los riesgos de la intervención genética, la clonación, la fertilización alterada, la implantación de microchips, la inteligencia artificial de última generación, la “big data” como utilización masiva de grandes caudales de datos para manipular la opinión pública y tantos otros desatinos que ya se desarrollan en nombre de un pretendido progreso. ¿No estaremos transgrediendo límites que resultan esenciales a la ética de la vida, leyes fundamentales del cosmos donde nos ha tocado existir? ¿No requeriría todo esto una evaluación más profunda de sus futuras consecuencias y del camino que como seres humanos estamos transitando?
Venimos jugando a “ser como dioses” desde hace siglos. Las consecuencias de semejante arrogancia ya fueron expuestas, en forma de mito, por las trágicas circunstancias del castigo que recibió Prometeo por haber osado robar el fuego a las divinidades para entregárselo a los mortales. Encadenado de por vida a la roca que lo aferraba a un tormento diariamente renovado –el águila que le devoraba durante el día su hígado, que luego volvía a crecer por la noche–, el dolor inevitable fue transformado en sufrimiento ilimitado.
Estas nuevas generaciones de virus, pequeños parásitos de vida que no llegan a ser un organismo autónomo, casi el colmo del mecanicismo desvitalizante, acaso nos estén mostrando una oscura dimensión de nuestra “sombra” colectiva. Tal vez expresan, en clave sanitaria, el rostro más profundo y peligroso de la ambición fáustica de Occidente.
La búsqueda por alcanzar lo absoluto, que tanto han tratado el arte y la filosofía, es una antigua y persistente aspiración humana. Pero pareciera que en ninguna época se confundió tanto el camino hacia lo absoluto y los medios para alcanzarlo como durante la Modernidad. En su genuina búsqueda por convertirse en un sujeto autónomo y consciente, operativo y eficaz, el hombre occidental cortó descuidadamente el vínculo con lo sagrado, perdió el rastro de aquel fino hilo de Ariadna que lo mantenía unido tanto al centro como a la salida del laberinto. La exaltación del materialismo nubló la visión de lo sutil. Todo se quiso abarcar y controlar con las leyes de la materia, incluso lo no material, cuya existencia, imposible de comprobar de esa manera, terminó poniéndose en duda.
Sin embargo, nunca desapareció la añoranza por lo sagrado ni la aspiración de tocar los límites de lo absoluto. Aún en el más ácido de los nihilismos posmodernos advertimos, tergiversadas, esas nostalgias.
También las reencontramos tras una de las conductas más insidiosas de nuestra época: la conducta adictiva, que tantos autores atribuyen a una búsqueda errónea de éxtasis espiritual. Ese vacío imposible de llenar, aquello que desespera cuando falta, ese hambre insaciable, no es de drogas, ni de alcohol, ni de comida, ni del afecto que no estuvo y solo llega a través del maltrato. La clave maligna de la adicción es la profundización del vacío. El dispositivo que lo logra es la dependencia, que garantiza la replicación ad infinitum de la necesidad. Nadie discute hoy que una forma de dependencia muy frecuente entre nosotros se produce bajo la seducción generalizada de las pantallas, las aplicaciones y las series televisivas.
En un lenguaje casi profético, Carl Gustav Jung lo anunciaba en su Libro Rojo, escrito en una época particularmente dramática, los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial. “Aquel cuyo deseo se aleja de las cosas externas es quien llega al lugar del alma –escribió Jung–. Si no encuentra el alma, lo apresará el horror del vacío y el miedo lo arreará blandiendo el látigo en una ambición desesperada y un ciego deseo por las cosas vacías de este mundo. Se vuelve loco por su deseo interminable y se extravía de su alma, pues sólo la encontraría en sí mismo”.
Sin embargo, parece que seguimos queriendo llenar el vacío espiritual con cosas materiales o sensaciones físicas, algo así como pretender alcanzar lo infinito a través de la mera multiplicación de lo finito. En otros términos, un error inmenso, un recurso burdo y desquiciante que, a la larga, sólo nos conduce cada más lejos de lo absoluto y profundiza progresivamente el vacío.
Buscamos a Dios a través de subterfugios mecánicos y artificiales. Podríamos intentar ser humanos más inteligentes y sensibles, más humildes y valientes. Acaso allí resida nuestra auténtica divinidad.
Fuente: Ana María Llamazares, La Nación