Lo primero que advierto es una paradoja. Ella quería escuchar el cuento tal como lo conocía, palabra por palabra, pero al mismo tiempo disfrutaba de la historia como si la escuchara por primera vez. Una prueba de esto es que el efecto del final sorpresivo se renovaba siempre con intensidad pareja. Aquí está la paradoja: ella era capaz de encontrar novedad en la repetición. De todos modos, había algo más importante. Esa repetición -ese rito dentro del rito de la lectura- tenía un sentido, dado por la percepción de que había cosas que permanecían iguales a sí mismas, ofreciéndole orden y seguridad. Un mundo inteligible. Lo que ocurría, más bien, era que ella misma y por su cuenta iba haciendo inteligible la realidad que la rodeaba con los elementos que tenía a mano. Entre ellos, los cuentos que escuchaba noche a noche.
Esto es más o menos lo que hacemos todos en esa batalla cotidiana que cada uno libra a la hora de oponer un orden al magma caótico y múltiple de la realidad. Nos movemos en esta tensión, en esta dialéctica. «Necesitamos reglas, patrones, valores, tanto en soledad como en compañía -dice el psicólogo canadiense Jordan B. Peterson-. Necesitamos rutina y tradición. Eso es orden. El orden puede acabar resultando excesivo, y eso no es bueno, pero el caos puede anegarlo todo y ahogarnos, lo que tampoco es bueno».
La rutina, entonces, tiene dos caras. Una constructiva, que nos permite conferir cierto orden a nuestras horas y días. Todo cambia, pero en cada rutina elegida decidimos que algo no cambie, que se mantenga idéntico a sí mismo a lo largo del tiempo, como si fuera el cimiento que devendrá en algo mayor, convertido ya en hábito positivo que habilita un desarrollo de nuestras capacidades y nuestra personalidad. La otra rutina, de signo negativo, es aquella a la que nos aferramos o en la que caemos por miedo a lo desconocido, en medio de una resignación en la que vamos apagándonos de a poco, habiendo capitulado previamente ante el riesgo que siempre significa vivir.
Peterson busca resolver esta dialéctica. «Abarcar esa dualidad fundamental significa estar en equilibrio, teniendo un pie plantado firmemente en el orden y la seguridad y el otro en el caos, la posibilidad, el crecimiento y la aventura -dice en su libro 12 reglas para vivir (Planeta)-. De esta forma, como individuo, te habrás situado donde el terror existencial está bajo control y te encuentras seguro, aunque también estás alerta y ocupado. En ese punto donde puedes encontrar algo nuevo que dominar y donde puedes mejorar. Es aquí donde se encuentra el significado».
Obtienes lo que repites
Pisar suelo firme, lo conocido, pero avanzar. No es fácil mantenerse en el vértice de esa tensión. La repetición puede llevarnos por el camino del desencanto. Sobre todo en rutinas que nos son impuestas desde afuera y en las que no ponemos nada de nosotros mismos. Allí, a la larga, nos perdemos. «A cierta edad, que varía según las personas pero que se sitúa hacia la cuarentena, la vida comienza a parecernos insulsa, lenta, estéril, sin atractivos, repetitiva, como si cada día no fuera sino el plagio del anterior. Algo en nosotros se ha apagado: entusiasmo, energía, capacidad de proyectar, espíritu de aventura o simplemente apetito de goce, de invención o de riesgo», describe Julio Ramón Ribeyro en sus Prosas apátridas.
«Al final, obtienes lo que repites», dice James Clear en su libro Hábitos atómicos (Paidós). Para bien y para mal. «El éxito es producto de nuestros hábitos cotidianos, no de transformaciones drásticas que se realizan una vez en la vida. Debes preocuparte más de la trayectoria que estás siguiendo en el presente que de los resultados que has alcanzado hasta ahora».
Los que alcanzan la maestría en alguna de las artes lo saben bien. Lo mismo los deportistas de alto rendimiento. La rutina de práctica de los artistas es un ejemplo del poder de los hábitos virtuosos. Allí los avances son imperceptibles pero constantes. Se cultivan en los pequeños detalles a los que se vuelve día a día con la regularidad de la salida del sol. La cuentista norteamericana Flannery O’Connor reprendió una vez a una amiga escritora que se lamentaba por falta de temas o de inspiración. Basta de quejas, le dijo. Lo que debía hacer era sentarse a una mesa con lápiz y papel todas las mañanas y no levantarse de allí aunque no saliera una línea. No había otro modo. Sabía que los resultados parten de una carencia a la que se le responde con una perseverancia mayor.
Práctica ordenada
Pablo Saraví, concertino de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, dice que la rutina de práctica jugó un papel decisivo en su formación. Su primer profesor de violín, Miguel Puebla, era riguroso en el aprovechamiento del tiempo y en las secuencias del trabajo diario. Con el segundo, Szymsia Bajour, trabajó a conciencia sobre la razón para cada movimiento del cuerpo. Por último, con Alberto Lysy y Yehudi Menuhin, se concentró en cómo prepararse mejor para el escenario, tanto desde el punto de vista práctico como psicológico. Fueron horas de trabajo diario, durante años. «Empecé a tocar a los ocho, pero recién a los diez comencé, de a poco, a ser disciplinado. Al principio le dedicaba al violín una hora y media diaria de práctica. Luego dos o más, y desde mi adolescencia, entre cuatro y cinco. Después, cuando estudié en Europa, llegué a practicar ocho o nueve horas por día para preparar nuevos repertorios en poco tiempo. Hoy practico en mi casa unas tres horas diarias, sin contar los ensayos de grupos de cámara o de orquesta».
Al principio, creyó que un poco de práctica bastaría. Pero pronto entendió que si quería progresar en serio debía pasar por donde todo buen músico ha pasado: la práctica ordenada y sostenida. No había otro camino posible que el de tener un sistema de trabajo, una rutina, que de algún modo mantiene hasta hoy. Suele empezar por algunos ejercicios mecánicos para lograr flexibilidad y tonicidad muscular, y después pasa a cuestiones musicales de cierta complejidad. «He llegado a disfrutar de la práctica porque siempre estoy buscando algo. Por ejemplo, un tipo de sonido o un fraseo que imagino mientras leo una partitura. Si mi mente vislumbra una frase ?cantada’ de modo ideal, trato de buscar la manera de hacerla con el violín. Y suelo invertir el orden del trabajo, o cambiarlo ligeramente día a día, lo que me mantiene más fresco y alerta. La rutina ?tediosa’ es enemiga de los artistas, creo yo».
Paloma Herrera empezó a bailar a los siete años. Desde el primer día en que su madre la llevó al estudio de su primera maestra, Olga Ferri, fue pasión. A los ocho entró en la academia del Teatro Colón, lo que significaba entregar el día completo a la danza y el estudio. A los quince se incorporaba al American Ballet Theatre, con sede en Nueva York, donde sería primera bailarina. «Lo que marca a un bailarín es la disciplina, que también forma su carácter. Hay gente a la que le pesa esa rutina tan exigente, pero a mi me encantaba. Era para mí ese lugar al que siempre volvía, mi mundo, mi burbuja. La perfección no existe, y menos en el ballet, pero mi inspiración fue tratar de alcanzarla siempre. Eso te da fuerza para la práctica de todos los días. ¿Cuántas veces bailé El lago de los cisnes? El ballet es siempre el mismo, pero uno siempre puede bailarlo mejor».
Esa rutina tenía un propósito. «El ballet es algo súper difícil y tiene que parecer fácil. En el momento en que estás en el escenario tiene que ser magia. Para eso necesitás estar conectada, escuchar la música, entregarte. Si tuviste la rutina, si tuviste los ensayos, si tenés el control, entonces tenés la libertad. La rutina te da libertad», dice Paloma, actual directora del Ballet Estable del Teatro Colón. «Hoy el yoga pasó a ser mi rutina fundamental. Es lo que me hace sentir conectada con mi cuerpo y con la vida. Hoy el yoga es mi burbuja».
Era de la dispersión
La rutina, aquella que elegimos, la que tiene un sentido, te da libertad. Vale la pena recordarlo hoy, en plena era de la dispersión y el apuro, en la que nos plegamos a las demandas y los estímulos que llegan a través del celular, cediendo de buena gana la soberanía sobre nuestro tiempo, más escaso que nunca. «La esencia de la experiencia temporal del arte es que aprendemos a demorarnos. Esa es quizá la correspondencia a nuestra medida de lo que llamamos eternidad», escribió el filósofo Hans-Georg Gadamer en su ensayo La actualidad de lo bello.
El tiempo para demorarse, para fijar la atención, para contemplar, para ordenar y dar sentido a la propia vida a través de cierta rutina personal es cada vez más escaso. Además de ponernos a merced de un flujo de información y de datos que nos ahoga, la vida online nos ha convertido en marcas en estado de permanente venta y promoción, conectados a una rueda que gira sin descanso. Así, el siglo XXI ha cambiado de cuajo otra rutina esencial: la laboral. Hoy todos trabajamos las 24 horas del día y los siete días de la semana, una rutina impuesta del modo sutil, que fue aceptada casi con entusiasmo infantil y nos ha ido convirtiendo en máquinas de producir que de a poco pierden la razón y el sentido. Hemos entrado de lleno en la sociedad del rendimiento. Estamos envueltos en una dinámica fuera de control que bajo su efervescencia produce depresión, además de muchos caídos. Acaso sea esto lo que ahora nos hace perder el pelo como antes lo perdían esos empleados que, sin amor por su tarea, envejecían en una oficina pública en la más triste de las rutinas.