¿Qué tienen en común la española Consuelo Varela, el italiano Gianni Granzotto, el rumano Alejandro Cioranescu, la estadounidense Alice Bache Gould, el alemán Jakob Wassermann, el colombiano Manuel Uribe Ángel, el griego Nikos Kazantzakis, el argentino Enrique de Gandía, el finés Björn Landström, el ruso Yakov Svet y el peruano Luis Ulloa? Conforman un amplio y prestigioso grupo de investigadores e historiadores denominados colombistas. Junto con varias decenas de colegas, y en épocas muy diversas, han estudiado en profundidad la vida de Cristóbal Colón y los pormenores del Descubrimiento de América.
Sobre la vida del genovés se han escrito cientos de biografías. Su historia trasciende a España y al continente americano: es una figura universal. La hazaña que llevó adelante marcó el fin de la Edad Media y el ingreso a una nueva era. Su acción lo ubica como protagonista central de la época, por encima de los reyes católicos, Américo Vespucio, Magallanes, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Juan Díaz de Solís y todos aquellos que lo sucedieron. Vale como dato un simple cotejo de fechas: Colón murió en 1506, doce años antes de la conquista de México y cuando aún faltaban 26 años para que se iniciara el avance sobre el Perú. Sin embargo, suele relacionarse al marino con todos los hechos que se desencadenaron a partir de 1492, sin detenerse a evaluar las responsabilidades.
Carne, porotos, quesos y cebollas: la dieta a bordo
El apasionante viaje a la tierra desconocida es considerada una de las grandes aventuras de la historia universal. Gracias a investigaciones de los colombistas —como Samuel Elliot Morrison, por ejemplo, que era marino— pudieron recrearse los aspectos más cotidianos de la travesía. Comenzamos con la despensa, lo que nos permitirá saber algo acerca de la dieta a bordo. Colón previó alimento para varios meses y embarcó abundante carne salada, sardinas, anchoas, tocino, porotos, lentejas y garbanzos, además de pan bizcocho, es decir de dos cocciones, y queso conservado en aceite. Ajos y cebollas para condimentar. Todo bajo la supervisión del despensero, una figura central de la tripulación. Toneles de agua y de vino completaban el menú. Debe tenerse en cuenta que la pesca era bienvenida, pero era poco frecuente que se obtuvieran piezas del océano.
Unos 87 hombres realizaron la travesía en un viaje que demandó poco más de un mes. En realidad, si bien partieron del puerto de Palos el 3 de agosto, por averías y reaprovisionamiento, se detuvieron en las islas Canarias y prosiguieron viaje el 6 de septiembre.
Música: la compañía infaltable
La música era uno de los hechos más comunes de la vida marinera. Cantaban todo el tiempo: para animar el espíritu y realizar tareas que requerían el esfuerzo coordinado de varios hombres, quienes se movían al ritmo de la melodía. También se daban las órdenes y anuncios mediante canciones. Por ejemplo, a la salida del sol se escuchaba al paje entonar la cantinela del alba:
Bendita sea la luz
y la santa Vera Cruz.
Y el señor de la verdad
y la Santa Trinidad.
Bendita sea el alba
y el Señor que nos la manda.
Bendito sea el día
y el Señor que nos lo envía.
Mientras la mitad de la tripulación trabajaba, el resto descansaba. Los turnos eran de cuatro horas. Un grumete era el encargado de controlar el tiempo. Lo hacía con una ampolleta (reloj de arena) que era necesario dar vuelta cada media hora, acompañando la tarea con la canción correspondiente. Además, tenían un canto para llamar a comer:
Tabla, tabla señor capitán y maestre y buena compañía;
tabla puesta, vianda presta:
agua usada para el señor capitán y maestre y buena compañía.
¡Viva, viva el Rey de Castilla, por mar y por tierra!
Quien le diere guerra, que le corten la cabeza;
quien no dijere amén, que no le den de beber.
Tabla en buena hora, quien no viniere, que no coma.
La chusma: un grupo sin comodidades
Se comía una vez al día y sólo los oficiales usaban la mencionada tabla o mesa. Los demás buscaban un rincón donde poder echarse. En cuanto al descanso, el capitán ocupaba el único camarote. El resto dormía en la cubierta acompañado de las ratas y cucarachas embarcadas.
La tripulación, que recibía el nombre de “chusma”, tenía pocas comodidades. No había baños. En su reemplazo, existía una jaula colgada por fuera de la popa donde hacían sus necesidades: la llamaban “el jardín”. El aseo personal lo realizaban una vez por semana, en el mar. Ni siquiera durante el baño se quitaban la camisa. No se concebía que un marinero anduviera con el torso desnudo durante el viaje.
En cuanto al atuendo de Colón, es posible determinar cómo se vistió para desembarcar en tierra americana. Según el protocolo de la época, el vestuario de gala de su tiempo consistía en un chaleco verde oscuro, gorguera (lienzo rígido para el cuello) blanca, un par de medias color violeta y la casaca colorada.
Tan interesante como los pormenores de la aventura marinera son los mitos que se han generado a partir del Descubrimiento de América y que, en muchos casos, ya forman parte del conocimiento popular. Cuando se llega a esa instancia, es difícil erradicarlos. Como ejemplos locales, podemos citar dos típicos: French y Beruti no repartieron cintas celestes y blancas el 25 de Mayo de 1810 y la posta de Yatasto no fue el lugar del encuentro de San Martín y Belgrano. Por lo general, los mitos a los que nos referimos buscan explicar un concepto por medio de una atrayente simplificación y se multiplican con facilidad. Hecha la aclaración, veamos algunos de los mitos de la historia del Descubrimiento de América.
No fueron tres carabelas
La costumbre convirtió en carabelas a los tres navíos que empleó Colón en el primero de sus cuatro viajes a América. Sin embargo, la Santa María era una nao, es decir, otro tipo de embarcación. Tenía mayor porte que las carabelas y una gran bodega. Su incorporación a la flota fue tan acertada como necesaria. Antes de comentar las ventajas que ofrecía, debemos hablar de las otras dos naves. La Pinta (de 22,75 metros de eslora o longitud) y La Niña (21m) eran veloces, fáciles de maniobrar, de poco calado (profundidad de la parte sumergida del casco) y las posibilidades de encallar eran mínimas. Por otra parte, estaban preparadas para trayectos cortos y sus pequeñas bodegas no podían almacenar víveres para varias semanas de navegación. A esto debe sumarse que las carabelas, que solían transportar doce o quince hombres en sus navegaciones por Europa y África, llevaban el doble de tripulación en el viaje histórico, ocupando así el espacio destinado a los provisiones y pertrechos. La Santa María —aun cuando su extensión no superaba en mucho a las otras dos— era más grande, pesada y, por lo tanto, más lenta. Pero salvaba el problema del transporte de alimentos para los tripulantes de las tres embarcaciones. La teoría que sostenía que era una “carabela grande” ha sido descartada por los especialistas. Por lo tanto, las tres embarcaciones fueron una nao y dos carabelas.
La denominación de las naves
El nombre oficial de la Niña era Santa Clara. Fue el que eligió su propietario, Juan Niño, luego de construirla en los astilleros cercanos al puerto de Palos, en la ciudad de Moguer, donde se encontraba el monasterio de Santa Clara. Sin embargo, por ser el barco de Juan Niño, todos la llamaban la Niña.
El dueño de la Pinta era Cristóbal Quintero, quien se embarcó en el viaje descubridor. Se desconoce qué nombre pudo haber tenido el barco antes, pero se estableció que en algún momento perteneció a la familia Pinto y de ahí le vino su denominación más popular.
En cuanto a la Santa María fue un nombre que recibió luego del descubrimiento. Antes y durante la travesía, se la conocía como la Marigalante, la Gallega, o simplemente la “nao capitana” —, como la menciona Colón en el Diario de Viaje—, ya que era la forma de referirse al barco que transportaba a la máxima autoridad. De las tres embarcaciones, fue la única que no regresó. Encalló en aguas del Caribe y se hundió. El genovés la rebautizó con el místico Santa María en 1493, cuando todo lo que quedaba de la nave eran recuerdos.
La tripulación no estaba conformada por presos
¿Es verdad que Colón y una banda de delincuentes descubrieron América? Es otra fábula histórica. Cuando el genovés llegó al puerto de Palos, a mediados de 1492, no fue bien recibido por los paleños. ¿Quién era ese extranjero al que debían entregarle dos navíos por no haber cumplido con el pago de impuestos a la corona? En vano Colón trataba de convencerlos de que además de darle los barcos, lo acompañaran. Fracasó el reclutamiento y los reyes enviaron una cédula por la cual se otorgaría el perdón a aquellos condenados que participaran del viaje. La convocatoria tampoco tuvo éxito. Pero cuatro presidiarios de la cárcel de Moguer aceptaron el reto. Un tal Bartolomé Torres había matado al pregonero Juan Martín en una riña callejera y fue condenado a la pena de muerte. Sus amigos Alonso Clavijo, Juan de Moguer y Pedro Yzquierdo, todos marinos expertos, intentaron ayudarlo a escapar de la prisión y fracasaron. En aquel tiempo, quienes colaboraban con una fuga recibían la misma pena que el reo.
Por lo tanto, los amigos de Torres también debían ser ejecutados. Pero se embarcaron para salvar sus vidas y obtuvieron la absolución en mayo de 1493, al regresar de América. Torres no solo recibió el perdón oficial. El documento de su indulto dice que “viendo los parientes del pregonero Juan Martín tener él alguna culpa de la dicha muerte, a vos perdonaron y remitieron y se apartaron y quitaron la querella y acusación contra vos interpuesta”. Por lo tanto, los cuatro “presos” que realizaron la travesía fueron un marino acusado equivocadamente de un crimen y los tres amigos que intentaron salvarlo de la injusta ejecución.
La reina no donó las joyas para financiar el viaje
La donación de las joyas de la reina Isabel la Católica para la empresa colombina también forma parte del anecdotario fabuloso del descubrimiento de América. Antonio Ballesteros-Beretta, historiador español que dedicó años al estudio del hecho, concluyó que doña Isabel tuvo esa noble intención; pero el contador de la corte Luis de Santángel le advirtió que habían sido embargadas para obtener préstamos durante la guerra para terminar con la dominación árabe en parte del territorio. El costo de la expedición rondó los dos millones de maravedíes, unos diez kilos de oro. Fue el mismo Santángel quien invirtió, por orden del rey Fernando de Aragón, 1.460 mil maravedíes. El banquero genovés Juanoto Berardi aportó quinientos mil más, y el resto debió ser completado por los sufridos paleños.
Rodrigo de Triana no gritó “¡Tierra!”
En la madrugada, la voz del vigía Rodrigo de Triana, colgado del mástil de La Niña, rompió la silenciosa monotonía. Las naves avanzaban con lentitud, conscientes de que podrían encallar. El marino de guardia se limitó a anunciar lo que delataba su vista: “¡Lumbre, lumbre!”, exclamó para ser escuchado también en las otras embarcaciones. Efectivamente, se trataba de un lejano fuego, señal de que se encontraban cerca de la costa. Con el tiempo la palabra enunciada se transformó en “¡Tierra!”, una exclamación que podrá adaptarse con mayor precisión a los motivos del viaje, pero inexacta. Los pleitos colombinos, donde se discutió la herencia de Cristóbal Colón, contienen las declaraciones de varios testigos que participaron del viaje y atesoran el verdadero y olvidado grito del viernes 12 de octubre a las dos de la mañana.
El huevo de Colón
El cronista milanés Girolamo Benzoni escribió en su Historia del Mundo Novo (1565) que cuando Colón regresó de América fue agasajado por el cardenal Pedro de Mendoza (homónimo del que anduvo por Buenos Aires en 1536). Durante el banquete, un cortesano le habría manifestado a Colón que su descubrimiento había sido casual y que, en caso de no haber conseguido el éxito, otro lo habría hecho. Colón, según Benzoni, mandó traer un huevo y dijo: “Deseo, señores, apostar con vuestras mercedes que no haréis este huevo en pie como lo haré yo, sin ayuda de cosa alguna”. Unos pocos lo intentaron, pero nadie lo logró. Entonces, con un leve golpe en la tabla, el Almirante aplastó apenas la punta y lo dejó parado en la mesa. Su objetivo era señalar que, después de haber enseñado el camino, nada había más fácil que seguirlo.
En realidad, Benzoni trasladó a la vida de Colón la historia del arquitecto y escultor florentino Felipe Brunelleschi. En Vida de los pintores, escultores y arquitectos ilustres, que publicó Jorge Vassari en 1550 (15 años antes del libro de Benzoni), se cuenta que en 1408, abierta a propuesta pública la construcción de la cúpula de la Catedral de Florencia, Santa María del Fiore, Brunelleschi presentó su proyecto de edificación sin soportes. Hasta ese momento, las construcciones de esas cúpulas eran montadas sobre grandes y costosas estructuras de madera. Todos afirmaron que era imposible y exigieron al arquitecto los planos. Brunelleschi se negó, hizo la treta del huevo y dijo: “Así como les enseñé este truco, cualquiera sería capaz de armar la cúpula si yo mostrase mis cálculos y maquetas”.
La de Colón y la de Brunelleschi son leyendas. Pero si quiere otorgarse a alguno de ellos el mérito, corresponde al florentino, quien murió antes de que el genovés naciera. Y la construcción de la gran cúpula se adelantó al descubrimiento de América en más de ochenta años.
Colón no descubrió América, la descubrieron los vikingos
El concepto “descubrimiento” es el término empleado para referirse a una revelación (descubrir significa “quitar la cubierta”) de un sitio desconocido. Por ese motivo, el descubrimiento implica, más que el viaje inicial, el regreso para comunicarlo, anunciarlo ante los que lo ignoraban. Europa, Asia y África conocieron la existencia de las “indias occidentales” a partir de 1493. Esa enorme porción de Tierra, que los geógrafos alemanes denominaron América por haberla visto en un mapa que confeccionó Américo Vespucio, se integró al resto del mundo luego del viaje de Colón a fines del siglo XV y no durante las travesías de los vikingos en el siglo X. Si lo importante era volver para contarlo, fue Colón quien lo hizo y la prueba irrefutable es que hubo un antes y un después a partir del viaje descubridor.
Colón murió sin saber que había descubierto un continente
La expresión Indias Occidentales se empleó para diferenciarla de las Orientales (Asia). Esto dio pie a otro mito: el que sostiene que Colón quería llegar a las Indias y se topó con la actual América. En realidad, a partir del conocimiento aportado en la Antigüedad por varios sabios (Aristóteles y Ptolomeo, etc.) de que la Tierra era redonda, sumado a los cálculos que más adelante permitieron establecer la dimensión aproximada del planeta, se especuló con la posibilidad de la existencia de tierras entre Europa y Asia. Ese fue el proyecto del genovés: hallar esa tierra ignota a la que denominó Indias Occidentales en contraposición a las Orientales.
Cristóbal Colón, uno de los más grandes marinos de su tiempo, logró el objetivo. La manipulación de la historia lo ha entremezclado con los conquistadores y es un error. Colón, Solís, Magallanes y tantos otros marinos actuaron como exploradores. En una etapa posterior surgieron Cortés, Pizarro, Valdivia y otros más que fueron conquistadores y que son aquellos sobre quienes cayó el peso de los justicieros de la historia, aun a sabiendas de que cualquier pueblo conquistador —los egipcios, los babilonios, los romanos, los persas, los mayas, los aztecas y todos los que crearon imperios a partir de la sumisión— ha ejercido violencia sobre sus conquistados.
Por eso, cuando se repite la expresión “Colón genocida”, debe entenderse que se trata de una postura ideológica pero, desde el punto de vista histórico es completamente absurda. Asimismo, es habitual que la confusión del tiempo y el espacio lleve a que criollos o descendientes de inmigrantes se refieran a los europeos del siglo XV como “ellos”, en contraposición a “nosotros”, los nativos americanos de hace quinientos años. También resulta curioso que hayamos reprimido la palabra “aborigen” y creado “pueblos originarios” cuando aborigen significa “desde el origen”. Por lo tanto, los pueblos originarios son los pueblos aborígenes.
Fuente: Daniel Balmaceda, Clarín