CÓRDOBA.- Un paseo por las redes sociales y también por los estantes de las librerías puede dejar la impresión que si una persona no es afortunada, no atrae la abundancia, no es seductora o no es feliz se debe a su absoluta responsabilidad, a que no tiene la fuerza o las ganas suficientes. Se repiten frases como “atraer bonanza”, “elevar la vibración”, “se atrae lo que se teme” o “si se intenta, se logra”. En psicología se califica a este extremo como positividad “tóxica”. ¿Se puede estar bien todo el tiempo o es una actitud impostada?
Para el psicólogo Damian Klor esos planteos encierran una trampa, un “falso” optimismo. “No podemos ser felices todo el tiempo porque pretendemos ser felices todo el tiempo”, ironiza y advierte que “a más cantidad de esfuerzo que se requiere para sostener algo, menos dura”. Si la felicidad, entendida como estado emocional, de ánimo, depende de la “fuerza de voluntad, de la disciplina, del esfuerzo” lo que termina pasando es que se genera angustia.
Los especialistas consultados por LA NACION subrayan que los seres humanos afrontan un abanico de emociones de las más diversas -tristeza, alegría, rabia, ansiedad, enojo, frustración- y que no pueden ser ignoradas. Ser siempre positivos incluye el riesgo de enmascarar o silenciar cualquier rasgo negativo.
La National Education Association (NEA) de Estados Unidos, el año pasado, dedicó un artículo académico a describir los riesgos del “positivismo tóxico” y a mostrar formas de prevenirlo: aceptar múltiples verdades que puedan resultar conflictivas al mismo tiempo; emplear un enfoque híbrido que combina el pensamiento positivo con el “realismo”; validar y aceptar, en cambio de evadir los sentimientos de alguien con frases generales como “podría ser mucho peor” e identificar y nombrar emociones tanto positivas como negativas, en lugar de evitarlas.
El psicólogo Guillermo Vilaseca sostiene que hay un “ideal” sostenido en este extremo en el que parecería que “la voluntad y las ganas alcanzan para todos”. Como todo ideal, señala, “esclaviza” y describe que la vida es permanentemente apropiarse de etapas. “Cuando uno avanza, uno se despide. Son crisis evolutivas, propias del existir, a las que se suman a las no esperables e implican aprender a duelar lo que fue conquistando y animarse a enfrentar lo nuevo”.
Pablo Melicchio, psicólogo y escritor, admite que el pensamiento positivo siempre es “un motor para levantarse y superar” problemas o dolencias pero el “imperativo social de estar siempre feliz, no va”.
“Está bien que uno no esté bien, que haya malestar, dolor, bronca -dice-. Pasa si nos deja una pareja, frente a una enfermedad, si se van los hijos, temas así pueden poner a la persona en una situación de duelo; inicialmente lo humano es que estas cosas duelan. El dolor bien transitado permite vivir; el dolor psíquico es similar a uno físico, inicialmente se concentra todo ahí y después, sabiendo el por qué y el para qué, cede”.
Según un estudio, el “hombre más feliz del mundo” es Matthieu Ricard, doctor en biología molecular, monje budista en el monasterio Shechen Tennyi Dargyeling de Nepal y asesor personal del Dalái Lama, además de su traductor. Científicos de la Universidad de Wisconsin estudiaron su cerebro para detectar su nivel de estrés, irritabilidad, enfado, placer, satisfacción y otras decenas de emociones. Compararon con cientos de voluntarios. Él logró una medición de -0,45 en una escala que va desde 0,3 (muy infeliz) hasta el -0,3 (muy feliz).
Ricard se ríe de ese “título” porque “nadie puede conocer el nivel de felicidad de 7.000 millones de seres humanos” y aclara, en una entrevista en El Mundo, una clave: “Las personas que como yo llevan tiempo haciendo meditación (había 15 entre los que participaron en el estudio) mostraban al meditar una magnitud de activación en ciertas áreas del cerebro sobre la compasión (¡no la felicidad!) más alta de lo que nunca se había detectado antes en neurociencia”.
El monje budista da una definición que coincide con la de los psicólogos: “La felicidad no es simplemente una sucesión interminable de sensaciones placenteras, lo que parece más bien una receta para el agotamiento. Es más bien una forma óptima de ser que resulta del cultivo de muchas cualidades fundamentales como el altruismo, la compasión, la libertad interior, la resiliencia, el equilibrio emocional, el equilibrio interior, la paz interior”.
Prohibido no ser feliz
Las redes sociales constituyen, en general, un universo en el que parecen prohibidas las emociones negativas; priorizan el lado bueno de la vida. Hay consenso entre los consultados por este diario en que pareciera que se moldean “robots, toda gente que debe reaccionar igual”. Se repiten recetas de lo que le funciona a uno como si fueran para todos.
Melicchio señala que los mensajes de las redes son una presión: “Van creando seres hechos a medida. Hay que ser feliz, estar siempre bien, radiantes y eso no es humano. Si hay una herida el imperativo es sanar rápido pero la mente, como el cuerpo, tiene un proceso”, acota.
Para Klor, a las redes se le suma la sobreoferta de cursos, programas y seudo terapias que suponen que hay que estar bien todo el tiempo. Llevados al extremo, implican que si hay problemas económicos es porque no se atrajo la abundancia o si hay una angustia es porque no se hizo algo bien. En ese contexto, hay quienes tienen un problema y se sienten “peor porque creen que deberían estar bien y, si están bien, sienten culpa porque deberían estar mal”.
“¿Por qué debería un péndulo oscilar de un solo lado?, se pregunta. Un análisis similar hace Melicchio que usa la figura de la luz y de la oscuridad. “No hay perfección, no hay un estado de bienestar psicofísico estable y definitivo”, grafica y apunta que tiene pacientes, en especial jóvenes, que atienden a las redes y creen que el éxito es el “reconocimiento, tener seguidores y una imagen aceptada; se comparan con otros que se presentan perfectos”.
Equipara a la felicidad “permanente” con un orgasmo “permanente” e insiste en que “todo es también por ausencia”. Recuerda los rompecabezas que tienen un marco que permite que las fichas se muevan porque falta una, sino “no hay movimiento”.
Al sostener que lo coercitivo no es sostenible, Klor diferencia “fuerza de voluntad” de “voluntad”. Cataloga a la segunda como “tener un propósito; un sentido. Es un proceso espiritual no psicológico” y ejemplifica con quien promete dejar de fumar “por sus hijos, para estar sano para ellos”. “Es mucho más probable que pueda mantener y cumplir; la fuerza de voluntad sin sentido no tiene sentido”.
Cuándo preocuparse
Una inquietud que surge es cuando no estar bien, no sentirse feliz, requiere atención profesional. Klor apunta que no se puede diagnosticar una depresión en medio de una pérdida, porque esa emoción en ese contexto no es patológica. “Hay que intervenir cuando los mecanismos que deberían funcionar no lo hacen. Por caso, la contención social, afectiva, el pedido y búsqueda de ayuda”, describe y advierte que si al que pide se le responde que “debe estar bien” ya no es ayuda.
El positivismo extremo, ratifica Vilaseca, desconoce que las monedas tienen dos caras y “pueden caer de canto”. Enfatiza que el aprendizaje en la vida, con sus distintas situaciones, es “permanente” y es el que “empodera y conecta con las potencialidades” de cada uno. “Los seres humanos existimos en un cuerpo, tenemos sensaciones, sentimientos y pensamientos. Desde nuestras sensaciones, nuestros pensamientos, así como desde nuestro sentir es que desplegamos nuestras acciones, nuestra conducta que implica formas de vincularnos con otros”, comenta.
Para el profesional, el problema aparece cuando la persona queda “estacionada” en el proceso del duelo. Hay algunas “señales” como maltratar a quien lo contiene, cuando nada lo motiva, cuando no hay nada que, “pudiendo atravesar el proceso de dolor, de enojo, de rabia”, le permita “reconectarse” con la alegría.
“Estar obligado a esconder sentimientos puede llevar a la enfermedad y a no saber por qué -añade-. Cambiar de estado requiere de un proceso. Es muy preocupante lo que pasa, este ideal de la positividad extrema contribuye más a que la gente se enferme y no a que la gente esté bien”.
Fuente: Gabriela Origlia, La Nación