Corría 1891 cuando los hermanos José y Carlos Lagomarsino comenzaron a hacer realidad el sueño de tener su propia fábrica de sombreros en Buenos Aires. Lo concretaron luego de conocer en un restaurante a un mozo que anteriormente había trabajado en una sombrerería de Italia y conocía bien el oficio. Enseguida se asociaron con él y con solo 2500 pesos de capital comenzaron a confeccionar todo tipo de sombreros de forma completa, es decir, desde el primer paso; elaborando su propia materia prima. Así se convirtieron en uno de los pioneros en el país en llevar adelante todo el proceso de la producción, ya que en aquella época las fábricas solían importar el material semielaborado con el que después terminaban de armarlos.
En los años 30, alcanzaron su esplendor: Gardel e Hipólito Yrigoyen llevaban sus diseños; realizaban exportaciones a Europa y América y de su modelo más popular, el sombrero Flexil, llegaron a fabricar 1000 docenas anuales. Tuvieron más de 800 empleados a los que ellos mismos formaban en el oficio. Tres generaciones de Lagomarsino estuvieron al mando de la empresa, hasta que en 1945 Rolando Lagomarsino incursionó en la política y, de a poco, comenzó a descuidar la industria familiar. Fue eso lo que los llevaría, más adelante, a tomar la decisión de vender la fábrica y la marca.
Una oportunidad
El comprador que supo ver una oportunidad enorme en esa decisión fue Antonio Riera, un emprendedor que llevaba en la sangre la pasión por los sombreros. Es que su padre y su abuela habían sido sombrereros en España, hasta que la guerra civil los obligó a dejar su país y se instalaron en la Argentina, donde consiguieron empleo en otra fábrica de sombreros. Fue también ahí donde, desde los 12 años, Antonio aprendió el oficio.
Ya más grande, Antonio empezó a planchar sombreros en su propia casa, les cambiaba la cinta o los adornos, y los devolvía como nuevos. Y fue creciendo hasta que logró abrir su primer local en Ramos Mejía, pero cuando quiso expandirse y tener su propia fábrica, fue estafado por uno de sus socios.
Mientras tanto, las ventas en Lagomarsino habían comenzado a caer, en especial porque el sombrero entraba en una etapa de desuso con el uso masivo del transporte público y la llegada de los “descamisados”. Además, estaban obligados a cerrar la fábrica o mudarla, ya que Capital Federal pasó a ser una zona residencial en la que se prohibió el funcionamiento de industrias.
Antonio Riera conocía muy bien la marca, porque era proveedor de fieltros de Lagomarsino desde hacía un par de años, así que cuando se enteró de la noticia de la venta, no lo dudó y sacó un crédito para lanzarse a la aventura. Finalmente, en 1967, compró el fondo de comercio Lagomarsino y trasladó la fábrica a Lanús.
La reinvención de la industria
Poco después de la compra, Antonio Riera sufrió un ACV que lo dejó hemipléjico, y su hijo, también llamado Antonio, debió hacerse cargo de la empresa. Recién en la década de los 80 se sumaron sus hijos, Jorge y Juan, que comenzaron como operarios siendo adolescentes.
Desde entonces, la marca icónica de sombreros Lagomarsino continúa siendo un legado familiar, pero con un nuevo apellido: Riera. Además de Jorge y Juan, su hermana Silvina trabaja en la parte administrativa, y ya se incorporaron sus respectivos hijos. “La pasión por los sombreros la llevo en la sangre. La palabra Lagomarsino nos llena de orgullo. Es lo que vimos toda la vida y siempre estamos detrás de detalles para mejorar y evolucionar”, señala Jorge, gerente del reciente local de la marca inaugurado sobre Avenida de Mayo.
“En la época de oro de Lagomarsino, Argentina era uno de los mayores fabricantes de sombreros del mundo. Lagomarsino formaba parte de una coalición que compartía secretos de la industria junto con las marcas internacionales más importantes, como Borsalino de Italia y Stetson de Estados Unidos”, cuenta Jorge.
En cuanto a las maquinarias, de a poco los Riera comenzaron a fabricar sus propias máquinas caseras. “Esta industria ha evolucionado poco a través de la historia. El sombrero se sigue haciendo prácticamente igual que antes: su proceso es muy artesanal y manual, sobre todo la parte de enfieltrado. Para hacer un sombrero tradicional de fieltro intervienen 25 personas y se tarda aproximadamente dos meses para finalizar su confección”, agrega Jorge.
Muchos modelos comenzaron a actualizarse y se desarrollaron nuevas líneas. Hoy cuentan con sombreros de campo, de ciudad, gorras, boinas, religiosos, de verano… “Mi abuelo diseñaba sus propios modelos; pero lo que hacemos ahora con mi padre y mis hermanos es encontrar una vuelta para modernizarlos y traerlos al uso cotidiano. Por ejemplo, el sombrero Australiano es una especie de mezcla de un sombrero de tango con uno de cowboy. De la época de los Lagomarsino conservamos el nombre de su modelo masculino icónico, Flexil, para denominar a nuestra línea de sombreros flexibles, livianos y de uso diario”, explica Jorge.
Otra de las innovaciones que llegaron con los Riera fueron los modelos de mujer. Incorporaron la clásica capelina a la marca, pero recién en el 83 sumaron ocho modelos femeninos nuevos. Hoy, exportan la mayor parte de su producción a Estados Unidos, América Latina, Europa y Japón; ya que el consumo de sombreros a nivel nacional es bajo, sobre todo en Buenos Aires; aunque intentan revertirlo.
“Hasta los años 40, el sombrero se usaba de día o de noche, para vestir formal o informal, incluso para ir a la cancha. En Buenos Aires los medios de transporte atentaron contra el sombrero, en cambio en Europa se usa mucho más, porque la gente sigue caminando para trasladarse. Acá las personas entran a mirar sombreros y se prueban alguno; pero no se lo llevan porque nos dicen que no saben cuándo usarlo, o que no se animan. ¡Queremos que el porteño ande con sombrero sin prejuicio!”, afirma Jorge.
Impronta de museo
Aunque durante los 90 y los 2000, la familia Riera tuvo un local mayorista en el barrio de Once donde también vendían al público, Antonio siempre había soñado abrir uno sobre la Avenida de Mayo.
En 2022 encontraron a la venta uno de los locales frontales del icónico edificio Pasaje Roverano que data del 1878. Aunque estaba en muy mal estado, la familia se propuso devolverle su esplendor y realizaron un trabajo de restauración con el que reconstruyeron la guarda original del cielo raso, conservaron puertas y marcos de bronce originales, y rescataron las antiguas ventanas internas. Hace solo unas semanas, el local fue inaugurado y Antonio pudo ver su sueño hecho realidad, a los 83 años. “El deseo de mi papá era tener un comercio donde Buenos Aires cuenta historias, y no podía ser otro lugar que Avenida de Mayo. Él quería ser parte de eso”, relata Jorge.
Con esa misma impronta fue pensado el concepto del espacio comercial que no solo sirve como vidriera para la venta, sino que también es un museo del oficio sombrerero.
Además de los modelos actuales de la marca, en una vitrina se exhiben herramientas antiguas utilizadas para su confección, modelos icónicos de ciertas épocas, cajas y valijas donde se los solía transportar, e incluso en el salón hay máquinas en desuso que antes intervenían en la producción y una enorme mesa de trabajo del abuelo de Jorge que fue restaurada como mostrador.
En otro sector se puede encontrar un living enmarcado por una pared repleta de cuadros con fotos históricas de las familias Lagomarsino y Riera. Allí el visitante puede tomar un café mientras le planchan el sombrero, como en las sombrererías del viejo Buenos Aires. “Nuestro objetivo no es solo venderte algo. Nosotros venimos a contarte que en la Argentina se fabrican sombreros de alta calidad de toda la vida”, finaliza Jorge, con la ilusión de que cada vez más gente descubra lo mismo.
Fuente: María Florencia Sanz, La Nación