Jessica Riskin, profesora de Historia en la Universidad de Stanford, pone la primera piedra de este empeño por emularnos a través de máquinas muchísimo antes. «Estos campos tienen prehistorias -tradiciones de máquinas que imitan procesos vivos e inteligentes- que se van siglos atrás, según como lo contemos, hasta milenios», escribe en un ensayo publicado en Public Domain Review.
Su relato empieza con los autómatas , en su más simple definición, máquinas que se movían solas, imitando capacidades de humanos y animales. Herón de Alejandría, ingeniero del siglo I a. C. ya describió algunos de estos artilugios, muchos de los cuales se movían por obra y gracia de flujos de agua impulsados por combinaciones de sifones. «De acuerdo con Aristóteles, mientras que las cosas vivas se mueven a sí mismas a voluntad, las inanimadas solo se mueven de acuerdo con sus naturalezas: los objetos pesados, hechos de tierra o agua, caen; mientras que los ligeros, de aire o fuego, ascienden. Un sifón, al permitir la ascensión del agua, parece violar el principio de Aristóteles y tiende a funcionar de forma intermitente, creando la ilusión de un comportamiento deliberado», explica Riskin.
Estos autómatas hidráulicos siguieron en uso durante los siglos posteriores. Eran cosa de ricos, de palacios y prósperas haciendas, y también aparecían en iglesias y catedrales. «Un cristo mecánico en una cruz, conocido como el crucifijo de gracia, atraía a los peregrinos a la Abadía de Boxley, en Kent, durante el siglo XV», señala la historiadora. El autómata podía mover sus manos y pies, asentir, entornar los ojos y variar su expresión facial entre la satisfacción y el disgusto.
«Estas máquinas ayudaban a inspirar la idea de que tal vez los autómatas conseguían algo más profundo que simples trucos: tal vez modelaban la obra de la propia naturaleza», explica Riskin. Descartes habría estado de acuerdo, añade, pues esto se alineaba con su idea de que el mundo entero, seres vivos incluidos «era esencialmente maquinaria compuesta por partes móviles y podía comprenderse del mismo modo que un relojero entiende un reloj».
La revolución de los cilindros dentados
En este punto, si nos podemos estupendos, podemos hablar hasta de programación. La idea es parecida a la de las cajas de música: la distribución estratégica de púas en la superficie de estos cilindros se utilizó, por ejemplo, en el diseño de un órgano hidráulico que incorporaba un esqueleto danzante. De acuerdo con Riskin, estos mecanismos son antepasados directos de las tarjetas perforadas que se utilizaron en los primeros ordenadores e incluso de los chips de silicio. «Sin embargo, es importante señalar que ninguno de estos diseñadores pensaron en estos dispositivos en términos de programación o información, conceptos que no existieron hasta mediados del siglo veinte».
Un ingeniero francés llamado Jacques Vaucanson se aseguró de explotar al máximo las posibilidades de estos cilindros. Su flautista tenía labios que se doblaban en cuatro direcciones, dedos articulados y pulmones -¡pulmones!- hechos con fuelles que le permitían soplar con tres intensidades diferentes. También creó un más vulgar pero no menos sorprendente pato capaz de defecar una vez alimentado.
La siguiente obsesión llegaría en el siglo XVIII: el lenguaje. La competición de cabezas parlantes organizada por la Academia de Ciencias de San Petersburgo da idea de las pasiones que despertó este reto, que coincidió en el tiempo con los intentos de crear autómatas capaces de jugar al ajedrez.
Para Riskin, todos estos ejemplos encajarían en las ramas más lejanas del árbol genealógico de los proyectos modernos de robótica e inteligencia artificial, pero no solo eso. «Son una expresión de un modo de comprensión muy distinto. Es difícil imaginar que nuestros marcos conceptuales parecerán un día tan remotos y exóticos como el relato aristotélico de los sifones de Herón, pero sin duda lo serán».
Fuente: El País, España