Nikolai Bujarin (segundo desde la izquierda), con Rykov, Kalinin, Uglanov, Stalin y Tomsky en la tumba de Lenin, 1927 (Fuente: Marxists.org)
Alguna vez Lenin lo llamó «el teórico más brillante del partido». Pero en tiempos de Iósif Stalin, todo cambió para él. Pasó a ser «un ejemplo de hipocresía y perfidia que excede los crímenes más pérfidos y monstruosos de la humanidad». Eso según el fiscal del juicio que se le siguió, antes de ejecutarlo.
Su verdadero crimen había sido oponerse a Stalin. Con Nikolai Bujarin concluyó la purga de los viejos líderes del partido.
Stalin quería todo para él. La limpieza incluía también a todos los que estuvieran relacionados con aquellos a los que se quería sacar del medio. Padres, hijos, amigos y esposas. Anna Larina, mujer de Bujarin, no fue la excepción. Con su marido ejecutado pasó más de 20 años en cárceles y campos de concentración. Recién con la llegada de Nikita Kruschev recuperó la libertad.
Anna, en prisión, sufrió los tormentos típicos del gulag. Noche tras noche, sus compañeras la veían, antes de irse a dormir, musitar algo en su cama. Pensaron que se trataba de algún tipo de plegaria. Pasaron 50 años y, recién en 1988, se supo que decía Anna Larina cuando movía los labios, sin producir sonido alguno en las noches de cautiverio. Cumplía con un encargo de su marido. Repetía su testamento.
Bujarin, ante la inmanencia de su arresto, escribió A una futura generación de dirigentes. Un texto de 600 palabras que le hizo aprender de memoria a Anna. Palabra por palabra. Anna cumplió con el pedido de su marido.
«Me estoy yendo de la vida. Indefenso ante una máquina infernal que usa métodos medievales pero posee un poder gigantesco, inventa calumnias, actúa con descaro e impunidad. (…) Me declaro culpable de nada. (…) La futura generación de dirigentes tendrán a su cargo la misión histórica de aclarar la monstruosa nube de crímenes que se extiende cada vez más en estos días terribles. (…) ¡Sepan, camaradas, que la bandera que en marcha triunfal llevan al comunismo también tiene una gota de mi sangre!».
Antes de la ejecución, a Bujarin le conceden un beneficio inusual para esos tiempos. Le permiten despedirse de su mujer Anna Larina. Él le pide que eduque a su hijo como un verdadero bolchevique, que luche por su reivindicación y que no olvide ni una sola palabra de su testamento para darlo a conocer cuando la situación haya cambiado.
Anna Larina cumplió con la última voluntad de su marido. Difundió su testamento, su mensaje. Ese que sólo conocía ella, porque esas cosas no se podían escribir. Anna Larina no olvidó ni una palabra. Medio siglo después, pudo cumplir con el encargo. Al poco tiempo se desintegraba la Unión Soviética.
El testamento es un acto jurídico mortis causa. Tiene efectos después del fallecimiento de quien lo otorga. Sin embargo, los testamentos no siempre tuvieron la función actual: la mera disposición de bienes, el reparto de los bienes una vez muerto.
Charles Vance Millar fue un reconocido abogado canadiense. Pero lo más recordable que realizó no lo hizo en vida, sino después de muerto. Millar, al parecer, estaba de muy buen humor al momento de establecer su última voluntad en su testamento. Legó a tres abogados que se odiaban entre sí una casa en Jamaica, para que la pelea se profundizara con la división del inmueble. Se ve que confiaba en la otra vida, pero no en que fuera muy divertida. Por lo que procuró tener cosas entretenidas para observar. En otra disposición dejaba a activistas contra los juegos de azar acciones que él poseía en un hipódromo.
Pero la disposición más estrafalaria y relevante de su testamento inició una loca carrera entre los matrimonios canadienses. Todo el dinero que restara debía ser convertido en efectivo y entregado a la mujer que más hijos tuviera dentro de los diez años posteriores a la muerte de Millar. En caso de empate, la plata debía prorratearse entre las que ocuparan el primer puesto.
En Toronto se desató una fiebre procreadora que los diarios llamaron The Great Stork Derby (El gran clásico de la cigüeña). El primer premio lo compartieron cuatro mujeres con nueve hijos. Cada una se llevó 125.000 dólares. Otras dos mujeres apelaron el resultado del concurso y recibieron una compensación de 12.500 dólares cada una. La primera había tenido diez partos pero dos de los niños habían nacido muertos y la otra había tenido un hijo por año, pero varios de ellos eran ilegítimos lo cual para la época constituía un grave problema.
El historiador Phillipe Aries recuperó testamentos dictados entre los siglos XII y XVII. En esos tiempos, el testamento constituía una institución semi litúrgica. Era el vínculo entre el mundo terrestre y la vida eterna. Un reconocimiento de su existencia y uno de los pasos indispensables para pasar a ella, para alcanzarla. Es así que el difunto se desprendía de todo aquello que tenía, de lo material, ya que en la otra vida de nada le iba a servir. Además, la existencia del testamento era imprescindible para poder ser enterrado en la iglesia o en el cementerio.
Estos testamentos, en los que los sacerdotes cumplían la funciones que hoy ejercen los escribanos, poseían dos tipos de cláusulas. Las piadosas en la que se proclamaba la fe cristiana, se reconocían los pecados y se encomendaba el alma a Dios. En la segunda parte se hacía la disposición de bienes. Con una salvedad: siempre se reservaba el diezmo para la Iglesia. Sin embargo, la mayoría de esos testamentos legaban más del diez por ciento. La Iglesia era la mayor beneficiada. El monopolio en la confección y contralor de las últimas voluntades redituaba.
Existe una regla que se comprueba en todos los casos. Cuanta mayor fortuna posea el testador, mayor será la complejidad del testamento.
El testamento de Nelson Rockefeller, gobernador por 4 períodos de Nueva York y vicepresidente de Gerald Ford, por ejemplo, tenía 64 páginas según cuenta Liliana Viola en El Libro de los Testamentos. Decidir a quién dejarle la fortuna o los distintos objetos que se aprecian para que otro los disfrute a veces es un tema de difícil resolución. Aunque lo más dificultoso parece, muchas veces, aceptar esas decisiones a los que quedan vivos y desheredados.
Dentro de esas fortunas están aquellas que luego, al intentar tratar de hacer efectiva la manda testamentaria, provocan catástrofes familiares. Los litigios judiciales son encarnizados, perdiéndose la voluntad del difunto entre las fojas de los expedientes. Otras son de imposible cobro.
Por ejemplo, los herederos de Orllie-Antoine I deben haberse hecha alguna ilusión cuando al abrirse el testamento se enteraron que eran los felices poseedores del Reino de la Patagonia y la Araucania. Sus reclamos posteriores jamás prosperaron.
Otro caso es el de Juan Manuel de Rosas. Había poseído una enorme fortuna, pero en el exilio y sin poder político, sus bienes habían sido decomisados. Para testar, a Rosas nada de eso le importó y realizó un minucioso detalle de sus propiedades y del destino que debía dárseles. Las 18 páginas del testamento de nada sirvieron. Sus bienes habían pasado a manos de otros, eran meras posesiones virtuales.
Hay quienes aprovechan la ocasión para cobrarse viejas deudas. William Shakespeare le legó a su esposa «su segunda mejor cama». Mucho se ha discutido que significa la frase. Se hace difícil no vislumbrar desprecio o una toma de posición sobre las habilidades amatorias de su esposa. Nada dice de a quién corresponde la mejor cama.
El poeta Henrich Heine dejó su fortuna entera a su esposa. Pero con una condición. Que se volviera a casar. Sucedía que Heine no procuraba la felicidad de su esposa, sino que deseaba que su ausencia fuera valorada al menos por alguien. «Para tener la seguridad de que al menos un hombre en el mundo maldecirá mi muerte», escribe el poeta alemán en su testamento.
Benjamín Franklin, por su parte, le pasó factura a su hijo William. El testamento desborda de alabanzas para su hija y su yerno, a los que le deja la mayoría de los bienes. En cambio a su hijo William le deja sólo unos terrenos y le condona las deudas que había contraído. En este punto es muy explícito, para que no queden dudas de los favores que le había hecho a su hijo varón. Después explica la desigualdad en la repartición: «La parte que él actuó en mi contra durante la última guerra, que es del dominio público, justificará que no le deje nada más de un patrimonio del cual él quiso despojarme».
Napoleón Bonaparte, en sus últimos días, aclaraba a los que lo rodeaban que se encontraba confeccionando su testamento. Se aseguraba, de ese modo, el buen trato y que lo complacieran en sus exigencias. Si alguno de sus colaboradores no satisfacía sus deseos escuchaba: «Estoy redactando mi testamento, y todo lo que le dejaré serán 20 francos. Con eso puede comprarse una soga y ahorcarse».
Los hombres célebres ante la proximidad de la muerte se preocupan también por dejar organizadas sus exequias y mandar sobre el destino de sus restos. En la película La Reina de Stephen Frears, en una escena en la que se está planificando el sepelio de Lady Di, participa la reina madre. Es memorable su estupor cuando se entera que los funcionarios decidieron hacer los funerales de Lady Di según un modelo que había confeccionado la reina madre tiempo antes. Claro está, ella se había tomado el trabajo porque el plan era para su propio entierro.
Charles De Gaulle ocupa muchas cláusulas testamentarias explicando cómo debía ser su entierro. Y pide que no se hicieran actos oficiales. Algo similar solicitó el Papa Paulo VI. Exequias sin fasto, sencillas. Su deseo no fue cumplido.
Nostradamus detalló el destino querido para sus huesos: «No quiero que mi ataúd sea enterrado a la manera habitual, sino colocado verticalmente contra la pared de la iglesia de los franciscanos. De esta manera, incluso después de mi muerte, ni los estúpidos ni los cobardes, ni los cretinos ni los malnacidos podrán venir a bailar sobre mi tumba».
Jeremy Bentham, filósofo inglés, murió a los 84 años. Dejó su fortuna al London University Collage. Pero con una condición: su cuerpo sería preservado allí para «estar presente cuando se discutieran las cuestiones del college». Durante años, Bentham estuvo en la sala de reuniones de la institución. Con traje negro, sombrero y bastón. En una jaula de cristal. Embalsamado.
El excéntrico millonario Howard Hughes pasó sus últimos años recluido, plagado de manías, enfermedades y conductas extrañas. Hughes no dejó ningún testamento. No le había hecho fáciles los días a los que lo rodeaban. Después de muerto aun sería peor. Su fortuna era una de las mayores del mundo. Con el correr de los años más de 40 testamentos fueron presentados ante los estrados judiciales a fin de quedarse con la fortuna de Hughes. Fundaciones, compañías, familiares, desconocidos, supuestos hijos y hasta algún famoso se presentó munido de testamento. Todos fueron declarados apócrifos.
Otros testamentos son considerados apócrifos porque hieren intereses nacionales. Carlos Gardel, en el suyo, declara su verdadero nombre (Charles Romuald Gardes) y que nació en Toulouse, Francia. Los uruguayos decretaron su nulidad sin necesidad de pasar por tribunales.
El mundo del espectáculo tiene sus casos célebres.
Joan Crawford realizó un detallado testamento. Pero sus cláusulas lo único que hacían era desheredar a sus hijos y allegados, explicando y fechando el momento en que cada uno había cometido la falta que ella, evidentemente, no había perdonado.
El gran actor, director y guionista Orson Welles dejó varios bienes valiosos a una mujer que no era su esposa. Para asegurarse que su última voluntad fuera cumplida, incorporó una última cláusula: «Si algún beneficiario de este testamento cuestiona o ataca, directa o indirectamente, este testamento o alguna de sus provisiones, incluyendo el párrafo B o el artículo Cuarto, que da toda la casa a Olga Palinkas, cualquier parte o interés de mi patrimonio asignado a ese beneficiario será revocado». Olga Palinkas, la amante de Welles, recibió la casa.
Fuente: Infobae