Nos llega una invitación para el cumpleaños de un sobrino. Agendamos y le dictamos la tarjeta al emprendedor al que le compramos el regalo. Nos juntamos alrededor de la compu y arranca el festejo por Zoom. Hasta hace poco, para la mayoría, Zoom era lo que hacíamos en el teléfono para ver el detalle de una foto.
Pero volvamos a nuestro convite: igual que si estuviéramos en el living de la casa del festejado, una abuela se conecta y desconecta de la conversación una infinidad de veces, otros hablan a los gritos, hay quienes siguen en pijama y otros que se peinaron para el evento. El ánimo está, le ponemos onda y corazón. Pero no es sencillo.
Por otro lado, cuando desafinamos el cumpleaños, tipo canon por el destiempo de las velocidades del wifi, y el sobri sopla la velita, nos cuestionamos si, a pesar del amor, aceptaríamos de buen grado una porción de la torta escupida. No es el soplido. Somos nosotras que ya no somos las que éramos. Nos duelen otras cosas.
Los meses de cuarentena nos hicieron orgánicas, colonizadoras de esta «nueva normalidad» que, hay que decirlo, de normalidad no tiene mucho que digamos. O será que hasta esa palabra tomó otro sentido. Lo normal es lo que es la norma, y las normas, las de casa y las del mundo, cambiaron.
Dicen que no nombramos lo que no queremos y que, por otro lado, hasta que no nombramos, no podemos hacernos cargo, pararnos ahí para festejarlo, cambiarlo, pelearlo o aceptarlo. Cuando lo decimos, es. En estos meses de extrañar abrazos y hacer masa madre, también decimos diferente, acomodamos significados y así nos entendemos.
Sabemos de sanitización, de curvas aplanadas, de picos, de sexting, de cercanías, de hisopado, de teletrabajo y de infodemia. Turismo aventura es ir a comprar una soda, cenar afuera es poner la mesa en el balcón y los sábados y los domingos se parecen más de lo que quisiéramos a otros días.
Miramos una serie que vimos mil veces y nos alarma que el chico bese a la chica así, sin más. Y que la gente se junte en lugares y que viajen abarrotados. Guardamos, como un tesoro, la sensación del último recital al que fuimos, piel a piel, todos cantando a viva voz, sin tapabocas ni temores. Y sacamos un ticket para ver a nuestro cantante favorito, pero esta vez en streaming y desde el living. No será lo mismo, pero por lo menos será.
También aprendimos, tal vez porque no nos quedó otra, a valorar, de verdad, lo cotidiano. Lo que somos y lo que hacemos. Los deseos nos miran de frente y a todo le ponemos sujetos, predicados y muchos verbos en futuro.
Es que las palabras son superpoderosas cuando encajan y hacen clic, como la última pieza de un rompecabezas. En contexto.
Y advierto que, más allá de la posibilidad de reírnos un poco de nosotros mismos, aún sabemos nombrar lo que amamos. Sin ir más lejos, cuando, mezclados y desafinados, cantamos el feliz cumpleaños, sabemos muy bien que estamos poniéndole palabras al deseo de encontrarnos y nadie, ni siquiera los más chicos, en ese momento lo relaciona con la canción con la que nos enseñaron a medir el tiempo del lavado de manos.
Por suerte, para lo que nos conmueve no somos asintomáticos.
Algunos ejemplos
- Tapabocas: eran de uso médico. Podías verlos en algún aeropuerto y pensabas: «Qué exagerados». Hoy los diseñadores de todo el mundo sacan su colección y vos procurás que, además de dejarte respirar, al menos te combine con el pantalón del pijama que no te pensás sacar. El verdulero de la otra cuadra tiene uno con el escudo de su equipo de fútbol y cuando salís vas a viva voz explicándole a quien lo necesite que se llama «tapabocas», pero que te tiene que tapar, también, la nariz.
- Cuarentena: posiblemente sea la palabra que decimos todos más de una vez por día. Si hago memoria, la última vez que la había usado fue luego de tener a mi última hija. Y yo había sentido que esa cuarentena era larga… Algo que me gusta es que, de tanto uso, la deformamos y le dimos nuevas funciones, la de verbo, por ejemplo, y acá nos ven, cuarenteneando como podemos.
- Coronnials: esta sí que no la teníamos, pero apenas nacieron los primeros bebés los bautizamos. Confiamos en que, a medida que crezcan, vayamos desterrando de nuestra conversación los nuevos términos, pero como ellos serán nativos de estos cambios, podremos ponernos nostálgicas y contarles cómo el mundo se nombraba de otra manera y el virus que más nos preocupaba era el de la compu.
- Fases: siempre me llamaron la atención las fases de la luna, pero nunca las aprendí, no sé por qué. Hay algo de misterio ahí, casi literario, de ritmo y magia. Hoy medimos el tiempo en fases, pero en unas mucho menos románticas. Atentas, vemos en qué fase finalmente vamos a poder volver a la peluquería, a la plaza con los chicos o, con mucha más angustia, a nuestro trabajo.
- Protocolo: mi asociación con la palabra «protocolo» tenía que ver con un mundo que me era ajeno: el de las embajadas, por ejemplo. Además, todo lo que tenía que ver con protocolos, para mí, era aburrido, tedioso, como gris. Hoy me sé hasta el protocolo del envío del delivery de empanadas, por las dudas.
Otras «joyitas»
Zoompleaños: como todas las actividades sociales quedaron suspendidas luego del decreto de aislamiento social obligatorio, los restaurantes, salones de fiestas, peloteros y bares confiterías permanecieron cerrados. Así, la necesidad de encontrarse en estos nuevos tiempos se adaptó a la plataforma virtual Zoom. Entonces, ahora las fiestas de cumpleaños tienen un lugar. Y muchos lo encontraron en el zoompleaños.
Educación de emergencia: todas lo sabemos y la realidad es que, por mucho amor que le pongamos, lo que muchas mamás hacemos en casa no es homeschooling sino algo que los expertos prefieren llamar educación de emergencia. A partir de la cuarentena, cada colegio, con los recursos que tenía y con el mayor o menor manejo de las nuevas tecnologías, tuvo que ingeniárselas para que los chicos siguieran recibiendo los contenidos curriculares básicos y garantizar así la «continuidad pedagógica».
Fuente: Beta Suárez, La Nación.