Misterios de un alma fue el título de un film estrenado en 1926 en el que colaboraron Karl Abraham y Hanns Sachs, discípulos de Sigmund Freud, que presentaba el caso real de un enfermo con síntomas fóbicos y compulsivos. Era la época del cine mudo y la historia debió ser ayudada por las palabras escritas en el anotador del analista. La sociedad cinematográfica más importante de ese país, la UFA, logró que la dirigiera G. W. Pabst, uno de los directores de mayor prestigio. La película se exhibió en toda Alemania y explicó a un vasto público qué era el psicoanálisis. También sirvió de pretexto a los enemigos de Freud para acusarlo de usar el cine con fines de propaganda a pesar de que había declarado previamente no tener nada que ver con el film. El método terapéutico ideado por él levantaba resistencias intensas, no obstante su aceptación en un número cada vez más amplio de discípulos y en el manifiesto interés de intelectuales, escritores y artistas. Aún faltaban trece años para que Freud muriera.
En un año en que se recuerda el 80° aniversario de esa muerte, sucedida el 23 de septiembre de 1939, en Londres, me vienen a la memoria dos recuerdos: un encuentro con el Dr. Ángel Garma, psicoanalista español que vivió y murió en la Argentina, uno de los grandes pioneros que tuvo el psicoanálisis en nuestro país y en América Latina, y una visita a la casa de Freud en Viena.
Garma tenía en su poder una pieza única: una esquela manuscrita que Freud le había enviado, resguardada bajo un cristal y que tuvo la gentileza de mostrarnos. Años después se encontraron entre sus papeles varias cartas manuscritas de Freud, que no le estaban dirigidas (seguramente alguien se las había legado) y que se exhibieron al público. Mi visita a la casa de Freud, en Bergasse 19, en Viena, fue en 1999, cuando Garma ya había muerto.
Sigmund Freud y su numerosa familia vivieron allí durante 47 años. Construida en 1891 por el arquitecto Alfred Sterling, en los años 1870 la vivienda fue convertida en un museo. En realidad, la familia ocupó un par de apartamentos. Freud atendía la consulta en uno de ellos, y años después, Anna, su hija menor (también psicoanalista, que murió en Londres en 1982), ocupó otro. En la casa de Bergasse 19 pueden verse desde objetos personales -su bastón, sombreros y bufanda- hasta fotos, manuscritos, su inmensa biblioteca, documentos, primeras ediciones de sus libros, muebles, estatuillas, y objetos arqueológicos de diversas culturas. Los cuartos no eran muchos; recuerdo la sala de espera y el lugar donde atendía a sus pacientes, aunque el famoso diván de sesiones no estaba por entonces allí, ya que había quedado en Londres.
Al comienzo de su juventud, Freud no pareció tener una idea clara acerca de cuál iba a ser el objeto de su vida. Como Karl Marx (que había nacido el 5 de mayo de 1818, mientras que Freud nació el 6 de mayo de 1856), comenzó interesándose por los estudios jurídicos y la filosofía; poco después de su primer viaje a Inglaterra, de adolescente, adonde había ido a visitar a sus dos hermanastros -hijos de un matrimonio anterior de su padre-, escribe: «Desconfío más que nunca de la filosofía.». Simultáneamente, Freud estudia fisiología, anatomía y zoología. En el Instituto de Fisiología de Viena, conoce a Josef Breuer, que -tal como cuenta Ronald W. Clark en Freud, el hombre y su causa– lo ayuda a «dar a luz al psicoanálisis». Con él escribe Estudios sobre la histeria.
En 1896 Freud tiene 40 años de edad. Hace quince que se ha recibido de médico. Está casado con Martha Bernays y es padre de una numerosa familia: tres varones y tres mujeres, su orgullo y riqueza. Minna, la hermana de su mujer, vive con ellos en ese departamento de Bergasse 19. «Me mantengo contento y puedo tener trato con mis ocho víctimas y atormentadores», comenta Freud risueñamente. Poco después comienza su autoanálisis y decide escribir La interpretación de los sueños, que aparece con el nuevo siglo. El término psicoanálisis ya está en uso. «Si no comprendiera cuán a pecho se toma mi marido el tratamiento, pensaría que el psicoanálisis es una forma de pornografía», confiesa Martha. Muchos años después, Jorge Luis Borges diría traviesamente: «El psicoanálisis es el lado obsceno de la ciencia ficción».
Sin embargo, este hombre de innegable atractivo, acusado de obsesión sexual, es de una ascética vida privada. Anna de Noailles, célebre en los círculos mundanos e intelectuales de París, se escandaliza cuando conoce a Freud: «¡Es un hombre espantoso! ¡Estoy segura de que nunca le ha sido infiel a su mujer!». Tiempo después, André Breton, maestro del surrealismo, fue a saludar a quien su círculo consideraba maestro espiritual. Se encontró con un hombre incoloro, convencional como la fachada gris de su casa en Viena, que podría pasar por un típico burgués victoriano. Su marcada anglofilia influirá seguramente cuando decide refugiarse en Londres. Su mismo lema Arbeiten und lieben (Trabajar y amar) suena como el epitafio de una sociedad burguesa, ordenada y segura de sí misma.
El mundo cambia velozmente. Europa se recupera de una guerra atroz que ha modificado su estructura política y se prepara lentamente para otra. Entre la Gran Guerra finalizada en 1918 y la que comenzará en 1939, Freud publica Más allá del principio del placer, donde redescubre el mito de Eros y Tánatos -el Amor y la Muerte- en lucha continua e incierta. Tres años después, en 1923, se le diagnostica un cáncer de paladar y es sometido a la primera de treinta y tres intervenciones.
Diez años más tarde, la sombra ominosa de Hitler comienza a extenderse por Europa. Freud ya es una figura de renombre internacional. En mayo de 1933, sus libros, juntos con los de Albert Einstein, Stefan Zweig y otros autores judíos, son quemados públicamente como ejemplo supremo de cultura «no alemana». En 1938 Austria es invadida por los nazis y anexada al Tercer Reich. La casa de Freud, en Viena, en la que conviven familias cristianas y judías, es allanada. Solo queda partir. El presidente Roosevelt interviene, y luego de demoras y preocupaciones, Freud y su familia logran refugiarse en Londres. Antes deberá firmar una nota presentada por la Gestapo en la que ratifica que ha sido tratado con corrección. Freud añade unas palabras de su puño y letra: «Recomiendo cordialmente la Gestapo a cualquiera». Solo la estupidez y el fanatismo que ciegan a los victimarios les hace pasar por alto la mordaz ironía.
El final está cerca. A Freud le duele no haber podido sacar de Austria a sus cuatro hermanas, que morirán unos años después deportadas por los nazis a un campo de concentración. Pero él nunca se enteraría. El cáncer contra el que ha luchado durante 16 años es ya inoperable. Muere en la madrugada del 23 de septiembre de 1939, a los 83 años. Poco antes, anota: «Mi mundo es nuevamente el de antes; una pequeña isla flotante de dolor en medio de un mar de indiferencia».
Fuente: Miguel Vendramin, La Nación