En una sala que funcionó como quirófano, en cajas enormes que parecen heladeras y otras más chicas que recuerdan a un frigobar, en contenedores plásticos como los que Marie Kondo usa para ordenar papeles, y en tanques de metal, similares a una garrafa pero rellenos con nitrógeno líquido, hay más de 7.000 muestras de 94 especies de animales.
Son pelo, sangre, cuero, pis, músculos, ovocitos y espermatozoides de yaguaretés, osos, ciervos, rinocerontes, tapires, jirafas, aguará guazú y la enumeración sigue, larga. Miles de muestras que conforman un reino animal en su versión más minúscula: células, embriones y tejidos. Y, al mismo tiempo, representan mucho más que una colección en miniatura. Son un seguro de vida. Un arca de Noé para reintroducir especies en peligro de extinción, criar ejemplares nuevos, sanar los actuales y mantener en la Argentina y el mundo la diversidad.
Tres especies rescatadas
Aguará guazú
Chrysocyon brachyurusSe lo encuentra en pastizales, pantanos, esteros o selvas de Corrientes, Santa Fe, Santiago del Estero, Córdoba, Chaco, Formosa y Misiones. Está en peligro de extensión, se estima que en el país solo quedan poco más de 600. Su población se ve afectada por la cacería, atropellamiento en rutas, mascotismo y fragmentación de su hábitat.
Mono Carayá
Alouatta carayaEn el país se distribuyen por selvas, bosques y sabanas húmedas de las provincias de Chaco, Corrientes, Formosa, Misiones y Santa Fe. Cumplen un rol vital en la regeneración de la selva. Por sus costumbres alimentarias y su manipulación del espacio, son un dispersor eficiente de las semillas de las plantas de las que se alimenta.
Yaguareté
Panthera oncaEs la especie más emblemática de la selva misionera. La conversión de su hábitat en zona de cultivo, la falta de presas disponibles para su alimentación y su caza indiscriminada lo pusieron al borde de la desaparición. Su distribución, que ocupaba más de la mitad del país, hoy está relegada a las selvas de Chaco y Misiones y las yungas de Salta.
«Por favor, garantizame el tema eléctrico», pide Adrián Sestelo a un operario, en uno de los caminos internos del Ecoparque, ahí donde sólo personal autorizado puede circular. “Me da pánico que el fin de semana haya algún problema”.
Adrián Sestelo es un científico que tiene su salud mental atada a un servicio eléctrico sin interrupciones. Por eso, dice pánico. No miedo, ni preocupación: “Pánico”. En el medio del camino, vestido con pantalón marrón, remera verde y zapatillas grises se asemeja más a un guía de safari, o a un pescador del Río Paraná, que a un biólogo experto en técnicas reproductivas. No es la apariencia, sino la obsesión de pedir “garantías eléctricas” lo que lo delata.
“Al banco de recursos genéticos lo alimenta una red eléctrica independiente. También hay un grupo electrógeno, que se activa ante un corte. Todo eso tiene que funcionar, sí o sí, no importa que estemos en obra”, explica a Clarín minutos después, mientras avanza hacia el salón que fue quirófano, donde se acumulan las muestras. Sestelo es el líder del arca. El Noé científico. Y se mueve con esa autoridad, abriendo y cerrando con llave las puertas que conducen al reservorio de material genético. Está desde el inicio, desde 1995, cuando se creó el banco. Hoy, con 45 años, lo lidera, en medio del proceso de reconvertir al ex zoo porteño y obras para agrandar su laboratorio de biotecnología reproductiva.
Sestelo, en el Laboratorio de Biotecnología Reproductiva para la Conservación de Fauna Silvestre del Ecoparque. Hoy el espacio está en obras para ampliarlo. Foto: Luciano Thieberger
La electricidad es fundamental. Gran parte de las muestras -material fisiológico y genético- están almacenadas a 80 grados bajo cero, en ultra-freezers que dependen de esa energía para enfriar. Aunque lo más importante se guarda en ocho tanques con nitrógeno líquido. Están uno junto al otro, ubicados casi en el centro del ex quirófano, justo donde había una mesa de operaciones que podía soportar el peso de un león o un orangután. Por las obras, esa mesa se mudó de lugar, el banco está por el momento en esa sede provisoria y ahí los animales sólo son un proyecto congelado.
“Los tanques tienen una temperatura de 196 grados bajo cero”, describe Sestelo, mientras retira el tapón de uno de los termos y el ambiente se llena de humo blanco. “Acá hay células, tejido, espermatozoides, ovocitos, embriones, tejido testicular, tejido ovárico. Material vivo”, dice y despliega un canasto lleno de varillas con cajitas numeradas. “La técnica para incorporar estas muestras se llamacriopreservación”.
El corazón del banco está en los termos rellenos de nitrógeno líquido, a 196 grados bajo cero. Foto: Luciano Thieberger
Hablar de vidas animales en tubos de laboratorio, a la espera de tecnologías para sacarlas de un limbo helado, suena a ciencia ficción o a fantasía de Walt Disney, quien en realidad fue cremado. También, recuerda a Jurassic Park, aunque Adrián Sestelo no quiere traer de vuelta dinosaurios. Su interés está en la conservación de fauna silvestre y lo traduce así: “Lo que está acá -señala a los termos, los freezers, las cajas Marie Kondo- es un recurso accesible para cualquier persona del planeta. Si se mantiene en buenas condiciones, está disponible de acá a la eternidad. En el ambiente natural, todo el tiempo estamos perdiendo diversidad: el banco es una reserva y un legado”.
El criterio central es trabajar con especies que estén en peligro de extinción, en especial las autóctonas -aguará guazú, mono carayá, ciervo de los pantanos, tapir, yaguareté, entre otras-. A su vez, al tratarse hasta hace muy pocos años de un banco dentro de un zoológico y, por lo tanto, con acceso a especies exóticas, hay también material genético de animales cuyo hábitat está por fuera del país.
“Los bancos genéticos se piensan y manejan en red. Mantener en nuestro banco una muestra de rinoceronte blanco es útil porque puede servir para otro instituto que esté trabajando en otra parte del mundo para reproducirlo. De la misma manera, unas muestras de lince ibérico que tomamos en España y almacenamos en el banco sirven para preservar al yaguareté en la Argentina”.
A Sestelo lo obsesiona conservar material genético de especies amenazadas. Foto: Constanza Niscovolos
Durante los primeros años del laboratorio, todo fue mirar a la ganadería, el ámbito más desarrollado en los ‘90 en reproducción animal. “Una muestra de semen de carnero productivo tiene que tener ciertas características: muchísima concentración, un volumen grande, muchos espermatozoides y con mucha movilidad”, dice Sestelo y sigue: “Pero al pasar esas reglas a la fauna silvestre, empezamos a ver que por ejemplo un venado de las pampas no daba una muestra igual a la que teníamos categorizada como congelable y, 25 años atrás, si no tenías esas condiciones, la congelación no era efectiva y se descartaba”.
En el laboratorio, encorvado sobre microscopios, entendió que la valoración no podía ser la misma que con ganado o caballos, el otro sector con recorrido en tecnología reproductiva. Así, empezó a descartar menos y a preservar más, afinando en el medio la congelación y descongelación de las muestras. En pocos años, pasó por todas las técnicas: fertilización in vitro, reproducción asistida, maduración de embriones y hasta clonación.
“La clonación no fue para generar un individuo en pie, sino para probar que podemos hacerlo. Las células que están acá lo permitieron, incluso las que tenían más de 10 años de congelación».
Sestelo es un defensor de los zoológicos. Cree que encerrar animales per se no tiene fundamento y que el concepto moderno de estas instituciones es otro: “Son reservorios de poblaciones sanas -en todo sentido, también genéticamente hablando- para tratar de paliar la crisis que se vive en el medio ambiente”. Está seguro de que en las ciudades la problemática ambiental no se ve y que por eso no hay tanta consciencia. Dice que los informes a nivel global están mostrando una pérdida del 70% en la diversidad de especies. Repite que es el último aviso, que algo hay que hacer.
Quizás sienta que el diluvio está ocurriendo -no como lluvia, sino en desmonte, contaminación de las aguas y calentamiento global-, y por eso se dedica a juntar y preservar material genético, a la espera de que la tecnología y la ciencia puedan, algún día, resolver el daño que el mismo hombre genera.
Fuente: Clarín