A Theodore le venía ganando la melancolía; andaba por la vida solo, inmerso en rutinas áridas, incapaz de escribir -escribir era lo suyo- salvo de manera puramente utilitaria. Pero un buen día conoció a Samantha, que no era ni delirio ni fantasma ni persona, sino un sofisticado sistema operativo.
Desde las entrañas de un mundo inapresable, el sistema le hablaba con voz femenina (nada menos que con el timbre de Scarlett Johansson). Samantha era divertida, inteligente, empática, sexi. Cómo no enamorarse.
La película se llamó Her, se estrenó en 2013 y cuenta precisamente eso: el enamoramiento, muy sincero y muy real, entre un hombre y un programa de inteligencia artificial. «Encima, es precuarentena y virtualización totalitaria de la vida», destaca el psicoanalista y doctor en Filosofía Luciano Lutereau, que piensa que este film de Spike Jonze anuncia la posibilidad de pensar en «un mundo en el que los sistemas operativos reemplacen a las personas como parejas».
Lutereau acaba de publicar El fin de la masculinidad. Cómo amar en el siglo XXI (Paidós) libro que, junto con Más crianza, menos terapia y Esos raros adolescentes nuevos, conforma una trilogía abocada a pensar los lazos de amor y parentesco en una época donde la incertidumbre parece ser la regla, y no solo en cuestiones políticas, tecnológicas o ambientales. «Los lazos afectivos ya no nos oprimen; están tan deshilachados que estamos más cerca de que se corten que de que nos ahorquen», describe el autor.El amor en el siglo XXI: amar en tiempos de series
Así resulta ser. Allá afuera las democracias tambalean, la crisis climática muestra los dientes, una disruptiva pandemia pone a prueba el precario equilibrio global. Y nosotros seguimos penando de amor. O, en todo caso, penando por algo a lo que todavía llamamos así, cuyos entresijos buscamos desentrañar en libros de análisis o autoayuda -no es casual la proliferación de este tipo de literatura-, en sesiones de terapias interminables, en un rápido sobrevuelo por Tinder, en el confortable refugio de tanta balada que le sigue cantando al amor romántico? aunque reine la sospecha de que el sueño terminó.
«Queremos pensar el siglo XXI con palabras del siglo XIX», apunta Daniel Mundo, ensayista, especialista en medios de comunicación y autor de Manifiesto pornológico (Qeja), otro libro que aborda esta temática. «Tratamos de comprender un momento inédito con las categorías de Freud -se explaya-. Pero el mundo ha cambiado».
Sus observaciones recuerdan a las de la antropóloga Paula Sibilia, que en 2008 publicó La intimidad como espectáculo, libro fundamental para atisbar al menos parte de la compleja trama que organiza este tiempo.
Adiós modernidad, adiós
En una presentación realizada el mes pasado durante el primer congreso virtual de la Federación Psicoanalítica de América Latina (Fepal), Sibilia señala: «En la era moderna, un motivo de sufrimiento crucial se encaró como la necesidad de ‘reprimir’ o ‘sublimar’ deseos individuales en nombre de entidades trascendentes: el bien común, el deber, la ley. Ese drama alcanzó su apogeo en el siglo XIX y buena parte del XX». La autora señala algunas de las palabras con las que se pensó ese momento. Genealogía de la moral, de Friedrich Nietzsche; El malestar en la cultura, de Sigmund Freud; La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber, Vigilar y castigar, de Michel Foucault: libros y autores que describieron una subjetividad que estaría quedando del otro lado de la historia. «Notamos que algunos aspectos de esos mecanismos ya no funcionan igual que antes; se han reconfigurado como fruto de las transformaciones históricas ocurridas en los últimos años», explica.
Es decir, lo que organiza la subjetividad contemporánea ya no es el temor a la ley o la restricción moral que gobernaban a las personas del siglo XX, sino cierto imperativo hedonista, el éxito como aspiración ideal y la hegemonía de internet con su oferta ilimitada de posibilidades, la vida en modo online, la hiperexcitación de miles de individualidades convertidas en puro ojo, cero cuerpo, continua interacción con las pantallas.
Sibilia observa que, con la irrupción del Covid-19, el imperio de la conectividad se profundizó. Y advierte que el ritmo imparable de multitareas y navegación digital no solo desemboca en agotamiento, sino también en saturación e insatisfacción.
¿Qué tiene que ver todo esto con el lazo amoroso? Mucho.
«Para morir de amor hay que tener tiempo», recuerda Lutereau que decía André Maurois. Pero difícil disponer de tiempo en el marco de la cultura que el filósofo Byung-Chul Han bautizó como la «sociedad del cansancio», atravesada por la mercantilización de los datos personales propia de lo que la socióloga norteamericana Shoshana Zuboff llamó «capitalismo de vigilancia». Un circuito de consumos, obligaciones y entretenimiento donde siempre hay algo urgente -o impostergable o excitante o hipnótico- convocándonos tras una iridiscente pantalla.
«El amor no genera plusvalía», escribieron manos anónimas en un grafiti de Rosario que la psicoanalista Alexandra Kohan cita en su flamante libro Y sin embargo, el amor (Paidós). Porque si hablar de amor es hablar de deseo, las cosas se complican cuando el imaginario está atravesado por el cálculo o la convicción de que las relaciones pueden ser más o menos «útiles».
En su libro, Kohan reitera una sugestiva apelación: «Dejar que el deseo respire». Algo que no parece ocurrir siempre. Ni siquiera en las plataformas destinadas al encuentro amoroso o sexual. «No estoy en contra de las redes sociales; pienso que son lo que uno hace de ellas -explica Kohan-. El punto es que algunas aplicaciones de citas subrayan la idea del otro desechable. Se arma una colección de perfiles, y si una persona no funciona hay otra y otra y otra. Hay una tendencia a ver si el otro suma, si el otro aporta; y uno dice listo, next, el que sigue: es una mercantilización de las relaciones».
Kohan también alerta sobre el contradictorio impacto de ciertos imperativos. Desde la categoría de «tóxico», utilizada hasta el hartazgo en materia amorosa o la medicalización como respuesta rápida para todo, hasta los discursos ligados a la autorrealización, en especial la «obligación de ser feliz». Aclara: «Estos discursos generan más desvitalización que otra cosa. Algo respira cuando uno no está agobiado por mandatos que a veces son muy sutiles. Siempre hubo mandatos; antes venían de la Iglesia, la familia, las instituciones que nos disciplinaban y nos moralizaban. Pero ahora provienen de los propios pares o de los movimientos emancipatorios».
Aquí aparece una cuestión ríspida. Porque si algo tiene a favor este paradójico siglo es que los avances en la igualdad de género y el reconocimiento a las disidencias inauguraron enormes oportunidades para muchas personas. La contracara aparece en fenómenos como la «cultura de la cancelación», que impulsa la censura colectiva a quien se haya pronunciado de manera ofensiva o misógina. A criterio de Kohan, esta práctica instaura gestos cercanos a la segregación, a la voluntad de que el «cancelado» simplemente desaparezca. Que sea borrado, expulsado del mundo. Un impulso que no deja de ser violento. «Cuando la violencia viene de discursos reaccionarios o de odio, uno no espera otra cosa. Pero cuando viene de un lugar familiar, de discursos emancipadores, ahí se torna siniestra», reflexiona.
Diversidades
Lo cierto es que el panorama no es unívoco. Según donde se ponga el foco, se podrá ver excesiva distancia en lugar de proximidad; exceso de chats y seducción virtual en lugar de cuerpos que se encuentran. Pero también se descubrirán zonas de novedad, atisbos de vidas que pueden apostar a caminos impensables no tantas generaciones atrás (o al menos pagar un costo menor por no marcar la misma tarjeta que la mayoría).
El mes pasado, durante el Filba virtual, la escritora y periodista Tamara Tenenbaum dialogó con la escritora norteamericana Vivian Gornick. «Estar solo es emocionante y doloroso», afirmó Gornick, que en muchos de sus libros explica por qué optó, con libertad y plena conciencia, por la soltería como elección vital. No solo ella: en Nueva York, asegura, el 50% de la población vive solo. Una cifra similar a la que se registra en Suecia.
Por su parte, Rita Segato se reconoce, a los 69 años, cómoda en la tercera edad, «etapa de completa libertad, donde las relaciones amorosas se sustentan por sí mismas -describe-. También las rupturas son pacíficas y tienen que ver con la independencia cuando se tiene autonomía y soberanía económica». A fin de este mes editorial Prometeo publicará Una antropología del amor, libro de Josefina Pimenta Lobato que analiza la conyugalidad y el amor en India, el islam y Occidente. Será el primer libro de una colección dirigida por Segato, quien defiende la necesidad de recordar que la cultura occidental puede ser omnipresente, pero no es la única. «La relación entre amor y conyugalidad es distinta en diferentes civilizaciones. El mundo no es uno solo», comenta.
En todo caso, lo que hoy por hoy le toca a Occidente es un tembladeral que, según algunas miradas, estaría transformando más la idea de familia que la de pareja. «Creo que la familia es mucho más plástica que la pareja -asegura Mundo-. Por ejemplo, yo tengo varias familias, hijos con diferentes madres, suegras; podría pasar Navidad con mis hijas, con el hijo de mi nueva pareja, mis hijas pueden seguir viendo a la madre de la otra. Las familias aceptaron más la diversidad y los cambios de los tiempos que la pareja, que sigue hincada en la misma estructura. Algunos tratan de inventar nuevos mitos como el poliamor, que es una especie de placebo para volver más tolerable esto que todos sabemos que está en crisis».
Justamente, Malena Rey dedicó a los parentescos la última entrega de «El hilo conductor», el newsletter que escribe para Cenital. Tras una interesante deriva entre formas culturales que aluden a las múltiples formas de la familia contemporánea, Rey se detiene en la figura de la bióloga y teórica estadounidense Donna Haraway. Involucrada en la discusión feminista y ambiental, autora del ensayo Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chtuluceno, Haraway aboga por acciones que ayuden a vivir «en un planeta herido». Entre ellas se cuenta el llamado a construir nuevos vínculos, tanto al interior de la comunidad humana como entre los seres humanos y las otras especies. «¡Generen parientes, no bebés!», es su último lema, destinado a impulsar redes de afecto y cuidado que vayan más allá -mucho más allá- del lazo sanguíneo.
Pero mientras tanto, ¿qué hacer con el amor, ese extraño impulso quizás caduco, sin duda en crisis, que sigue presente? Con ironía, Lutereau escribe: «En el siglo XXI el amor es un problema. ¿Por qué no abolirlo?» Quizás porque todavía hay quien, como señala Kohan, prefiere no desistir «de esas innecesarias debilidades, del amor y del deseo, del riesgo sentimental de que alguien nos importe y de que podamos importarle a alguien».
Fuente: Diana Fernández Irusta, La Nación