¿Pero hay acaso emociones que no sean pasajeras? La alegría, bien se lo sabe, no puede sino ser momentánea. Que retorne (si retorna) solo prueba que es fugaz. Y si Stendhal acierta y «el amor pertenece a todas las edades», solo puede ser porque no deja de cambiar.
No obstante y sin que haya entre ellos un radical antagonismo, amor y enamoramiento son cosas bien diferentes. Así me lo hizo saber, siendo yo casi un niño, una tía encantadora: «¡Me enamoro tanto y tantas veces! -me confesó-. Por eso no confío en lo que siento».
¿Sabía mi tía que era platónica? No lo creo. Y yo tampoco lo sabía por entonces. Pero no dudo, ahora, que lo era, ya que me dejaba entrever que no merecía crédito nada que no fuera duradero. Ahora bien, en cuestiones de amor, ¿qué cuenta, la duración o la intensidad?
¿Si la intensidad del enamoramiento no deja dudas sobre su naturaleza apasionada, qué decir del amor? ¿Que es anémico en términos de pasión? Creo yo que la diferencia radica en que el amor es una pasión bien administrada. Un aprendizaje. ¿Es eso posible? ¿O se trata de un oxímoron?
Es que el amor, si perdura, lo hace mediante una larga, compleja, incesante metamorfosis. Y en esto sí se distingue del enamoramiento. Porque el enamoramiento no tolera otro formato que aquel que le impone el desenfreno. Su temperatura indispensable no admite variaciones. Toda inconstancia compromete su integridad y lo sume en el tormento de la duda. Al igual que cualquier otra modalidad de la idealización, al enamoramiento le disgustan los matices. No soporta los desmayos. Menos aún las contradicciones. Sin ellos, en cambio, sin digerirlos, el amor, al no ser puesto a prueba, no puede subsistir. Alberto Girri, poeta mayor entre los nuestros, valoraba «el amor de término medio». La desmesura (y el enamoramiento lo era para él), si se prolonga, promueve espejismos y desemboca en la frustración. El desencanto, aseguraba, es su corolario inevitable.
Pero no por eso se trata -propone un estoicismo bien afianzado- de presumir con ingenua suficiencia que es posible impedir el brote de la exaltación. Se trata, sí, de aprender a moderarla una vez aparecida para no dejarse absorber por ella creyéndola inmune al conflicto y la costumbre. A Girri le hubieran encantado las conclusiones de mi tía.
Las pasiones y la razón
Pero si solo desde ellas se lo mira, el enamoramiento termina subvaluado y no tiene otro destino que la incomprensión. Mal entendido está si se presume que, por corresponder a la sensibilidad romántica, solo puede prosperar donde se estanca la lucidez.
Padre del racionalismo moderno, Descartes no le confiere mejor suerte en su Tratado de las pasiones. Invita a no privarse de los placeres pero también a resguardarse de su abuso. No es un asceta sino un gerenciador. O por lo menos, es indudable que aspira a serlo. Se rebela contra la creencia de que la razón está condenada a verse superada una y otra vez por las pulsiones. Esquilo, Sófocles y Eurípides, le parecieron ejemplares por aconsejar la mesura en perjuicio del desenfreno.
Ya no cuenta con buena prensa la convicción hegeliana: no todo lo real es, para nosotros, racional. Se ha pagado demasiado cara la subordinación al sueño de la inteligibilidad absoluta, al todo, a la totalidad, a las totalizaciones y, por último, a los totalitarismos.
En lo político, nadie expresó mejor ese horror y esa fatiga que Albert Camus: «Me gustaría pertenecer a un partido integrado por hombres que no estuviesen seguros de tener razón». No dicen lo mismo razonabilidad y racionalismo. Este y la intransigencia terminan por atraerse.
A menos que hagamos nuestra la condena de lo transitorio sobre lo pasajero e incompleto, sumándonos a las filas de los devotos de lo inamovible y petrificado, renegar del enamoramiento como si de un mal se tratara es hacerlo también de nuestra propensión a vernos sorprendidos, al asombro, es decir a la súbita conmoción que nos provoca lo inesperado, ya sea en sus formas ingratas o en las más bellas. Porque el asombro, esa perplejidad que nos asalta, nos deslumbra y nos enciende, también se manifiesta en ese temblor súbito llamado enamoramiento. Y si es verdad que nuestras vidas serían caóticas si solo obráramos en consonancia con nuestros arrebatos, no menos inhumanas serían si nos empeñáramos en erradicarlos de nuestra sensibilidad.
Salvo excepciones penosas, a los hijos se los ama toda la vida y a los padres, no pocas veces y por desgracia, con mayor comprensión cuando se los ha perdido que cuando se los tiene.
Si el enamoramiento aporta hechizo súbito y radical conmoción, si con él una presencia inesperada gana el fulgor mágico de una revelación, el amor, expresión no menos honda y más perdurable de ese loco fervor de los inicios, de ningún modo está llamado a desembocar con los años en su extinción. Quien se siente en comunión con otro sin que eso implique estar envuelto en la llamarada voraz de un primer encuentro, sabe (porque lo vive), hasta qué punto la presencia de ese otro lo sustenta y lo constituye.
Hubo, hay y habrá, seguramente, amores y enamoramientos memorables, aun para quienes no los protagonizaron y solo supieron de ellos por lecturas, de oídas o mediante un relato directo del que fueron testigos. El de Paolo y Francesca, en Dante, está entre ellos. El de Eloísa y Abelardo, claro está. Y, por qué no, el de Lady Chatterley y su fogoso jardinero.
Una historia real
En mi caso, y entre aquellos amores o enamoramientos que me fueron contados por quien los vivió, el descollante ha sido el que, en 1981, me narró una mujer mayor.
Ella se había acercado a mí para intentar resolver, según me dijo, un obstáculo que le impedía seguir escribiendo su novela. Greta Emberg se llamará ella aquí y era alemana. El obstáculo, precisó, era un episodio que se le resistía porque la paralizaba de dolor.
A los 16 años y a cargo de sus dos hermanos menores, debió abandonar Alemania. Era judía y el nazismo estaba en auge. Sus padres, que proyectaban seguirlos, no lo hicieron a tiempo. Solo alcanzaron a enviarlos al norte de Francia donde un amigo, módico tambero, los acogió sin reservas en su campo.
La invasión de Francia por parte de los nazis multiplicó la desesperación de Greta, desolada al cabo de un año sin noticas de sus padres. Las cartas fueron menguando, hasta dejar de llegar. La comunicación telefónica, ardua de por sí, cesó.
Pese a todo y bajo el ala protectora de Jean-Pierre, el amigo francés de sus padres, Greta y sus hermanos lograron reordenar en algo sus vidas. Los niños frecuentaron una escuela rural y ella, a cambio de lo recibido, colaboraba en el tambo de su protector. Los martes por la mañana transportaba hasta el pueblo cercano dos grandes tarros de leche recién ordeñada que cargaba en un percherón, viejo y renegrido.
Nada agravó más esa tensa rutina que lo sucedido aquel martes de octubre de 1940 en que una patrulla de soldados alemanes la interceptó en su camino.
Cinco hombres con ametralladoras la obligaron a desmontar. Le preguntaron en alemán adónde iba. Ella, en francés y con gestos, les dio a entender que nos los comprendía.
Uno de los hombres ató el caballo a un árbol y echó una ojeada a los tarros. Otro, voluminoso y alto, se volvió hacia los restantes y algo les dijo que los hizo sonreír. Greta no alcanzó a oírlo pero retrocedió cruzando sus brazos. El que había hablado con sus compañeros, se encaminó hacia ella. La tomó con fuerza de un brazo y la arrojó sobre la maleza. Echándose sobre ella, le arrancó el abrigo y la blusa de un zarpazo. Con la mano izquierda le tapó la boca. Con la derecha, empezó a manosearla.
Los cuatro restantes lo celebraban a carcajadas. De pronto, a espaldas de todos ellos, apareció otro soldado alemán. Era un oficial. Les apuntaba con su pistola y les ordenó que terminaran con aquello. El que estaba sobre Greta se dejó rodar hacia un costado y después se incorporó. Greta, estremecida, seguía en el suelo. El oficial obligó a sus soldados a alzar las manos y volverse hacia él. Con sus ropas revueltas y el rostro desencajado, se le sumó el hombre que había intentado violarla. A ella y en francés, el oficial le ordenó que se cubriera. A sus hombres los fulminó con la mirada. Paseando el caño de su arma ante la cara de cada uno, les gritó:
-¡Somos soldados, no bestias!
Greta no dejaba de temblar. Dos botones de su blusa habían saltado. Se acomodó la ropa como pudo. El oficial ordenó a sus hombres que regresaran al pueblo y lo aguardaran en su oficina. Comprendió que Greta no estaba en condiciones de proseguir su camino y se ofreció a acompañarla de regreso. Ella solo pudo llorar durante todo el trayecto. Él, a su lado, llevaba el caballo de las bridas.
El oficial la dejó en el tambo ante un Jean-Pierre consternado y temeroso. Nada le explicó.
Durante dos semanas no quiso volver al pueblo. Jean-Pierre se las arregló como pudo. Había que vender la leche. A mediados de la tercera semana reapareció el oficial alemán. Lo vieron llegar en el acoplado de una moto conducida por un cabo. Se presentó ante Jean-Pierre y le dijo que entendía que ella debía reanudar su tarea y que él se ofrecía a acompañarla. A Greta solo su uniforme la intimidaba. Por lo demás, era un hombre joven y de modales sobrios. Su francés era impecable, su sonrisa cálida. Greta accedió.
Caminaron juntos hasta la entrada del pueblo. Esta vez, el caballo marchaba tras ellos, cargando los tarros de leche. El oficial iba a su lado, con las riendas en su mano enguantada. La moto cerraba la marcha, a distancia, dejando oír, apagado, el sonido de su motor a explosión. No intercambiaron una sola palabra.
Greta no quiso detallarme los encuentros posteriores entre ella y el oficial. Se veían los martes, semanalmente. Él venía por ella siempre en la moto que conducía el mismo cabo. Y la aguardaba hasta que hubiese distribuido la leche. Se enamoraron. Cuando Greta me lo dijo, clavó sus ojos en los míos con una intensidad hasta allí ausente. Había tocado el punto ciego de su relato.
Fueron cinco meses. Todos los martes, durante cinco meses. Caminaban, aun en invierno, lado a lado. A veces bajo la nieve tenue. Mientras me lo contaba, Greta no estaba evocando lo que me decía. Lo estaba viviendo una vez más. Estaba allí. No había dejado de estar allí. Caminando junto a él.
Hubo un momento en que calló. Un largo minuto. De su cartera extrajo un cuaderno. Me lo extendió. Eran las páginas que había podido escribir. Todas en francés. Tropecé, ojeándolas, con una foto en blanco y negro. Pequeña y de bordes dentados. Allí se los veía, sentados a orillas de un arroyo. Él la abrazaba. Sonreían.
-Es Frederick -me dijo casi en un susurro.
Yo asentí. Frederick vestía su uniforme de oficial nazi. Un tenue resplandor perduraba en su bota izquierda.
A los cinco meses, mientras regresaban del pueblo, él, tenso y sombrío, se lo dijo: debía irse de Francia. Iban a deportar a todos los judíos hacia los campos de concentración. Greta no me detalló la despedida. Dejó pasar otro minuto sin hablar. Luego, con voz ahogada, me dijo:
-No sé cómo escribir todo esto sin que me parta el corazón.
Yo la miré.
-Se le partirá si no lo escribe -le dije.
Fidelidades
Hay fidelidades desamoradas que solo son hijas del miedo o la resignación. Y hay infidelidades que expresan ante todo el hallazgo de un amor nuevo, redentor, y no un juego de seducción ocasional. Samuel Johnson, formidable ensayista inglés del siglo XVIII asoció estos amores que redimen a los atributos de un segundo matrimonio: «El segundo matrimonio, sentenció, es el triunfo de la esperanza sobre la experiencia».
«Mitad del alma mía», llamó Horacio a Virgilio. ¿Y qué sino amor fraternal es lo que con eso le expresó a quien tanto admiraba, ofertando de paso a la amistad una de sus más bellas caracterizaciones?
¡Qué penoso es reencontrarse con un amor juvenil al cabo de muchos años sin trato ni contacto! Eso que en nuestra memoria perduraba intacto, ese rostro que fue pura lozanía, ese cuerpo que tanto nos atrajo, esa figura encantada, irrumpe de pronto en ruinas en un encuentro casual, impensado y finalmente atroz que desbarata una eternidad: la del recuerdo idealizado que parecía llamado a perdurar invicto en nuestra emoción.
Los amantes o los enamorados de ayer que guardan un recuerdo inmejorable de su relación deberían elevar una plegaria periódica para que el acaso no quebrante esa plenitud con un encuentro tardío y destructor.
Una voz, unas manos, unos ojos que saben acogernos, una melodía, pueden enamorarnos, promover en nosotros el saludable desorden de una emoción inusual. Y también aproximarnos a algo más presentido que discernido, más adivinado que vivido. Fue lo que aquella vez le ocurrió a Julia, la menor de mis hijas, a sus siete años. Yo la llevaba a su liceo una mañana de invierno en nuestro coche de entonces. Escuchábamos cantar a Luis Miguel. Era realmente arrebatador. Por el espejo retrovisor, de pronto, la vi llorar.
-¿Qué pasa, tesoro? -le pregunté.
-Estoy enamorada -dijo entre sollozos-, pero no sé de quién.
Fuente: Santiago Kovadloff, La Nación