«El festival de Cosquín se caracteriza por dar, cada año, una o varias figuras nuevas. Yo me voy a atrever, porque es un atrevimiento lo que voy a hacer ahora -dijo en 1965 el impredecible Jorge Cafrune sobre el escenario del Festival Nacional de Folklore de Cosquín–, y voy a recibir un tirón de orejas de la comisión, pero qué le vamos a hacer, siempre he sido así, galopeador contra el viento. Les voy a ofrecer el canto de una mujer purísima, que no ha tenido oportunidad de darlo y que, como les digo, aunque se arme bronca, les voy a dejar con ustedes a una tucumana: Mercedes Sosa»
El resto es historia conocida, la de quien es, hasta el día de hoy (y a poco más de una década de su muerte) la voz más importante de la Argentina. Y no es casual que haya ocurrido en Cosquín -autodenominada «Capital Nacional de Folklore»- porque muchas cosas ocurrieron allí, desde el primer festival, que se realizó en 1961, hasta el que comenzará el próximo sábado, para celebrar su edición número 60.
El talento (como el de Mercedes Sosa), el carisma (como el de Jorge Cafrune, Horacio Guarany, Soledad Pastorutti o el Chaqueño Palavecino) y muchos otros sustantivos que atraviesan la vida de cualquier persona. Miserias y noblezas, grandezas y bajezas, consensos y polémicas. Porque Cosquín es un folclore dentro del folclore que se reinventa a sí mismo. Triunfa, fracasa y más tarde vuelve a levantarse, como cualquier hombre, como cualquier mujer.
Nació de una estrategia de marketing. No hay que tener vergüenza de decirlo. Nació como la alternativa que esa localidad daba -para propios, «chuncanos» y turistas forasteros- ante la rotulación que había recibido como espacio de retiro serrano para enfermos de tuberculosis que buscaban mejores aires para curarse.
Qué el primer escenario fuera montado al pie de la ruta no era otra cosa que una manera de decir: pasen y vean, esto también es Cosquín. Y, quizá, su éxito de aquellos años se debió a múltiples razones, como el denominado boom del folclore, el buen ojo para elegir solistas y grupos para el escenario, y la centralidad cordobesa que hace posible llegar fácilmente al Valle de Punilla desde cualquier punto del país (a excepción de la Patagonia, desde donde las distancias siempre son mayores hacia el resto de la Argentina). Encuentros como el de Cosquín y el de Jesús María construyeron parte de una tradición festivalera que se sostienen hasta el día de hoy. Córdoba es una de las provincias con más cantidad de festivales.
Los sesenta, la gran fiesta
Juan Carlos Saravia, fallecido una semana atrás, fue el último artista de gran reconocimiento nacional que participó en la primera edición del festival, en 1961. Hace algunos años recordó aquella primera década con nostálgica alegría. «Antes, cuando un artista triunfaba lo sacaban en andas del escenario y se lo llevaban hasta el río, donde hacían un asado para todos y seguían la farra hasta la mañana. Me acuerdo una vez que hubo un grupo que se le adelantó a otro que se había consagrado y se comieron todo el chivito que estaban preparando. Eso era Cosquín. Si cobrabas, mejor. Lo lindo era ser parte de ese festival. Era otro espíritu».
Eran los años donde se construía la tradición a fuerza de grupos como Los Chalchaleros, Los Fronterizos y Los Tucu Tucu, o solistas como Atahualpa Yupanqui, Jorge Cafrune, Jaime Torres, Ariel Ramírez, Eduardo Falú y Horacio Guarany. También era el tiempo de la deconstrucción, con propuestas como la de Los Huanca Hua, encabezada por el inquieto Chango Farías Gómez, y de revelación, con la aparición de una figura irrepetible, Mercedes Sosa. O de otra figura irrepetible, por otros motivos: José Larralde.
Los setenta y la política
El festival también fue reflejo de todos los vaivenes políticos, económicos y sociales de la Argentina. En tal sentido, la década del setenta tuvo en la plaza Próspero Molina y sus alrededores escenas que fueron difíciles de superar, aunque a la distancia adquieran un tono tragicómico. Como aquella anécdota de 1975, cuando todavía no había llegado el golpe militar pero la provincia ya estaba políticamente intervenida, por eso se decidió enviar a un militar (el Capitán Lacabanne) para controlar lo que se decía y cantaba sobre el escenario. Desde el festival se lo destacó con el premio Camin: «por su contribución, dedicación y esfuerzo en pos de la realización del festival».
Alcanzan un par de ejemplos para definir la época. Durante la dictadura militar un oficial custodiaba la consola de sonido para que se diera cumplimiento a la orden de bajar totalmente el volumen si un grupo o un solista interpretaban temas que estaba prohibidos. La noche del 24 de enero de 1978 fue épica. El regreso de Cafrune al festival y la valentía de hacerse eco de un pedido popular. Luego de cantar temas fuertes como «El orejano» y otros que no eran tan conflictivos, el público comenzó a pedirle «Zamba de mi esperanza». Accedió con una excusa: «Aunque no está en el repertorio autorizado, si mi pueblo me la pide, la voy a cantar».
El 31 de enero fue atropellado por un Rastrojero en la Ruta 9, a la altura de Benavidez. Aunque la versión oficial dice que su muerte fue por accidente, siempre hubo dudas sobre la posibilidad de que se tratara de un asesinato.
Los ochenta y los noventa: nuevos rumbos
La primavera democrática trajo nuevos aires y nuevos artistas. A una cantautora como Teresa Parodi, que además de aportar otro repertorio también proponía una canción testimonial. Además, sobre el escenario coscoíno Mercedes Sosa repetía el gesto que Cafrune había tenido con ella. La Negra, ya absolutamente famosa, invitaba a músicos a que pisaran por primera vez el escenario Yupanqui de su mano. León Gieco fue uno de ellos, en 1986.
También era la época de «batería sí, batería no». Y de otros instrumentos, como el saxo, que se iban colando en las formaciones de los grupos folclóricos. Hubo, en ese tiempo, una revolución estética, que también tuvo lugar para nuevas armonías y maneras de contar la música criolla, como lo hizo Peteco Carabajal o el gran Raúl Carnota, primero como el guitarrista que acompañó la consagración de Suna Rocha en el escenario mayor y, muchos años después, como una especie de gurú, en ese maravilloso «off» Cosquín establecido en las peñas.
Para finales de la década del ochenta todo deseo de renovación era sumamente cuestionado. En 1987 se le abrió la puerta a la música cuartetera. Primero con el Cuarteto Leo; al año siguiente con Carlos «La Mona» Jiménez, aunque su actuación le valió treinta años de exilio coscoíno. La Mona cantó el 27 de enero de 1988 apenas cuatro temas. Comenzaron los disturbios en la Plaza Próspero Molina y no pudo continuar con su show. (Su regreso, con gloria, fue recién en enero de 2008).
Otra de las decisiones bastante cuestionadas fue el perfil latinoamericanista, con músicos extranjeros, que se le quiso dar a ediciones como la de 1994, o la convocatoria de músicos del rock. Así como Mercedes Sosa le abrió las puertas del festival a Gieco en los ochenta, repitió la escena con Charly García, en 1997, para cerrar una etapa en un clima realmente finisecular. Aquel año, luego de la polémica desatada por su invitación a Charly, Mercedes aseguró: «Estoy cansada de las polémicas, y de esta relación amor-odio con Cosquín. Es verdad que la gente me quiere mucho, pero cada vez que venía tenía que estar rindiendo examen y ya estoy un poco cansada de eso», confesó.
Los noventa mostraron el auge de las peñas, desde las tradicionales hasta las frecuentadas por los más jóvenes. El cordobés Ica Novo y, especialmente, El Dúo Coplanacu son los principales referentes de esa movida que hizo del folclore algo vital y transgeneracional. Para esos años Cosquín era mucho más que su plaza. Era todo lo que sucedía alrededor, que se fue aggiornando con el paso del tiempo (La feria de artesanos, los espectáculos callejeros, la música en los balnearios).
El fin del milenio también llevó a los escenarios de Cosquín el denominado «folclore joven», con artistas como Soledad, Los Nocheros, Luciano Pereyra y Abel Pintos. Las compañías discográficas volvieron a asomarse al folclore y a fichar a artistas como un nuevo modelo de negocios rentable. No sucedía lo mismo con el festival, que había dejado de ser rentable y por eso se convocó al sector privado. En 1998 se realizó el primer festival concesionado a productores privados (Héctor Cavallero y Gabriel Burztyn) y luego a Palito Ortega y Julio Márbiz, uno de los hombres que más influencia ha tenido sobre aquel escenario (y el que popularizó el grito «Aquí Cosquín, capital nacional del folclore»).
El nuevo siglo
Quizás el cambio de década, de siglo y de milenio haya significado para el festival de Cosquín un cambio de paradigma, ya que los primeros años del siglo XXI se caracterizaron por la necesidad de -agotada la etapa privatizada y con el retorno de la producción municipal- llenar la plaza para lograr que el festival se convierta en una actividad autosustentable. Y más allá del perfil artístico, fue necesario asegurar la presencia de los más convocantes: Los Nocheros y luego Jorge Rojas como solista, El chaqueño Palavecino, Soledad y más tarde el ascendente Abel Pintos, que había llegado siendo un chiquilín, de la mano de Gieco y tomado vuelo rápidamente (al día de hoy se desconoce su «altitud crucero»).
Por momentos, la necesidad de encontrar financiamiento por fuera del escaso aporte que hacía la venta de entradas acompañó la decadencia de la grilla en cuestiones cualitativas y cuantitativas. Que el escenario principal estuviera activo hasta las 7 de la mañana no era a causa del «duende» que se hacía presente en trasnochadas memorables, sino en la necesidad de darle espacio a cerca de cuarenta grupos y solistas por noche. A la ecuación artistas consagrados, más músicos de distintos perfiles estéticos, más ballet, más espectáculos provinciales, más ganadores del festival pre Cosquín para nuevos talentos había que sumarle «compromisos políticos». Es decir, músicos que aparecían a último momento y no mucha gente sabía el por qué.
Las crisis artística y el renacimiento
Cosquín festejó con un alto perfil y buen presupuesto su 50° aniversario. Consultado por LA NACION, al año siguiente Peteco Carabajal (un habitué de este festival desde que llegó en 1980, como parte de Los Carabajal) decía sobre el futuro que se podía vislumbrar: «Pensar en Cosquín y en el folclore que se vienen conduce a las mismas respuestas. Porque el festival expone cada año el panorama argentino. Y me parece que estos últimos tiempos ha habido una apertura fuerte a un trabajo marcado por la tendencia a lo que tiene que ver con el éxito rápido. En general, los festivales van en esa dirección. La mayoría lleva las propuestas de ese tipo y deja de lado cosas que también tienen valor pero no son conocidas ni convocantes. Cosquín no escapa a eso: durante los últimos años ha prevalecido el éxito. Pero si hay algo que le rescato de positivo es que, a pesar de todo, en el escenario tienen su lugar las buenas propuestas. Mantiene su calidad».
Febrero de 2014. Terminada una edición sobredimencionada («Caosquín», como lo definieron algunos), el hecho de que Juan Falú y Liliana Herrero no pudieran terminar un espectáculo de homenaje al gran Eduardo Falú (por falta de tiempo o porque se extendieron en críticas al festival, ahí mismo, sobre el escenario) fue uno de los detonantes que desembocaron en un gran replanteo de todo lo que sucedía en esa plaza. Para 2016 cambió la gestión municipal, por lo tanto, la organización de festival. Desde entonces, las nueve lunas coscoínas tomaron un rumbo más razonable y menos exitista. La programación de este año es la mejor muestra.
Fuente: Mauro Apicella – La Nación