Porteña de pura cepa (nace en Yatay y avenida Corrientes, Villa Crespo), Verónica Becher se muda unas diecisiete veces, pero el barrio que siente como propio es el de Belgrano. De chica, la marca con fuerza el trabajo de su madre y sus abuelos que, después de haber tenido una peluquería exitosa en Pueyrredón y Las Heras, cambian de rubro y abren una perfumería. Durante la primaria, pasa allí muchas tardes, y además de colaborar en la atención de las clientas, experimenta con el maquillaje. Más tarde también se dejará cautivar por los zapatos de taco alto y el rímel.
Sin embargo, curiosamente, en el paisaje de su infancia la paleta de sombras para ojos y el rojo profundo de los labiales se alternan con la tabla de logaritmos. «Mi padre siempre habló de la ciencia y de la matemática con admiración -recuerda-. Me llevaba a dormir y me ‘relataba’ la tabla de logaritmos; en lugar de contarme un cuento, me iba «relatando» un número con sus respectivos decimales. También jugaba a hacer cuentas con las chapas de los autos. Mi niñez transcurrió divirtiéndome en descubrir si eran múltiplos de tres, de cinco, de diecisiete… Siempre la cosa lúdica, las secuencias: ‘Bueno, ya pasaron siete autos terminados en siete, ¿cuál pasará ahora?’. Y lo mismo con los colores de los autos. De algún modo, eso me marcó, aunque en la matemática, contrariamente a lo que suele pensarse, el número en sí deja de tener importancia. Mi papá también me hablaba de alguien que después encontré que era maravilloso, Fray Luca Pacioli, que inventó el lenguaje de la contabilidad. Fue una invención poderosa, porque permitió el comercio entre personas que tenían distintos idiomas, la tabla del debe y del haber. Después me enteré de que, además, tenía un gran conocimiento sobre teoría de números. Estudió a fondo el número de oro (también conocido como ‘proporción áurea’). Y para resolver un problema utilizó aproximaciones logarítmicas un siglo antes de que John Napier definiera los logaritmos».
En pleno proceso militar, cursa la primaria en el Colegio N°1 del Distrito Escolar 10, de Belgrano. En su familia, el estudio, el conocimiento y la curiosidad son muy valorados. Se da por descontado que irá a un colegio exigente, como el Nacional Buenos Aires, dependiente de la Universidad, y que después hará una licenciatura y un doctorado.
Cuando llega el momento de avanzar a la siguiente etapa, de acuerdo con los deseos familiares, se prepara para ingresar en el colegio de la UBA. Aunque íntimamente tiene miedo, da los exámenes y le va bien. pero ocurre algo inaudito: se convence de que hubo un error, de que los profesores se equivocaron al corregir sus pruebas.
«No podía creer que hubiera sacado tan buenas notas, porque sabía que me había equivocado en algo y no podía ser que hubiera obtenido ese número tan alto», recuerda. Entonces, en una decisión que guarda como un secreto durante gran parte de su vida y a pesar de los llamados repetidos desde la dirección del colegio, decide no ir. «No se lo conté a nadie hasta que fui bastante adulta y tuve hijos -confiesa-; no podían creerlo. Tenía mucha vergüenza de reconocer que no me creía inteligente o que tenía miedo de ese desafío, y de que temía no poder enfrentar las exigencias. No me tenía confianza».
La mirada, los gestos insinuados, las palabras no dichas, los juguetes asignados de antemano por toda una sociedad que comparte los mismos códigos la llevan a pensar que probablemente ella no está dotada, como los varones, para el pensamiento abstracto. «Me acuerdo de que mi mamá, que por otra parte es una persona muy inteligente, me decía: ‘Papá siempre tiene razón, vamos a hacer lo que él diga’. En esa frase, a las mujeres ya no nos era dada la posibilidad de tener ideas inteligentes», comenta.
Los años de secundaria en el Liceo N° 9 Santiago Derqui son caóticos y dolorosos. «Rateadas», llegadas tarde porque se queda dormida hasta las diez de la mañana, faltas en continuado. No le gusta la escuela y prefiere observar una agenda propia. Simple: solo está dispuesta a estudiar lo que le interesa y no acepta imposiciones. Se lleva Física porque jamás hace un ejercicio. Y casi la aplazan hasta en Actividades prácticas. Pero es al mismo tiempo rebelde y tímida, sufriente. Piensa que nunca va a poder, que nada llegará a interesarle. Fuera de eso, están los varones. Ellos son los que en ese momento acaparan su interés.
En matemática, nunca puede seguir las demostraciones de la profesora, todo lo hace por su cuenta. Sin embargo, hay vestigios de situaciones muy tempranas que anticipan su futuro. «Ciertas ideas me aparecieron tempranamente -reflexiona-. Me acuerdo de una de las primeras preguntas que hice en preescolar. Está la maestra que nos habla del alfabeto y nos dice que las vocales son cinco: A, E, I, O, U. Entonces, yo le pregunto por qué, cómo sabemos que no hay una más, qué pasa si agregamos una. Y mi trabajo actual está relacionado precisamente con este problema de qué pasa si agregamos un nuevo símbolo a una secuencia aleatoria y tenemos que generar nuevas secuencias aleatorias usando un símbolo más. Ahora planteo: ‘¡Tomá!, te doy una sexta letra y decime cómo se piensa todo, si tenés que reutilizar lo que ya tenías y armarte todas estas secuencias que tenías antes, pero con un símbolo más’. En la primaria, y no en la secundaria, me planteé preguntas que me iban a guiar más tarde en mi trabajo de investigación. En la secundaria la pasé bastante mal. Por suerte, hay una sola adolescencia, porque otra no podría haber atravesado».
Viniendo de una familia de contadores que poseían un estudio muy exitoso, su primera elección a la hora de ir a la universidad es Ciencias Económicas. Da las materias de Matemática como alumna libre y le va muy bien. Pero en Contabilidad, la profesora le pone un 5 y le advierte: «Mire, Becher. Usted, con ese apellido, va a tener que volver a ver la materia. Está aprobada, pero no puede tener un 5 en Contabilidad».
Está contenta de haber aprobado, pero un poco conmocionada por el comentario de la docente. Entonces, decide tomarse el colectivo e ir a Exactas, que queda en la Ciudad Universitaria. Allí, aunque no conoce a los profesores, se pasa todo el día entrando y saliendo de distintas clases. Es 1985 y los terrenos se extienden hasta el río. Se siente deslumbrada: encuentra un lugar que le ofrece el alimento intelectual que ansía y un grupo de personas con el que siente afinidad.
«Fue por fin encontrar a pares que se sentían igual de «tontos» que yo -murmura-. Finalmente, esa ‘tontera’ que yo sentía adquiría sentido. Porque… frente a un problema difícil, uno en efecto se siente ‘tonto’. No puede resolverlo y tiene que enfrentarse permanentemente con su ‘tontera’. A veces es la misma que lo ayuda a uno a salir adelante, porque no toma nada por dado, no clausura alternativas y se permite pensar en otras posibilidades. A veces, cuando uno es muy ‘inteligente’ o muy ‘vivo’, lo que hace es descartar caminos antes de explorarlos. Llegar a Exactas fue encontrarme con gente brillante, reflexiva, sufriente por distintas cosas y también que se siente tonta». Y agrega, con un destello en los ojos, como si hubiera descubierto un secreto celosamente guardado: «La matemática es un lugar especial para los tontos».
Ellas y el saber
En su nuevo libro, Rebelión en el laboratorio. Vidas de mujeres científicas (Planeta), Nora Bär reconstruye las experiencias vitales y profesionales de diez científicas argentinas: la neuróloga Silvia Kochen, la arqueóloga y antropóloga Constanza Ceruti, la bióloga Fernanda Ceriani, la astrónoma Gloria Dubner, la física Karen Hallberg, la matemática Alicia Dickenstein, la climatóloga Carolina Vera, la viróloga Andra Gamarnik, la química Ana Franchi y la especialista en Ciencias de la Computación Verónica Becher.
Fuente: Nora Bär, La Nación