La plataforma de alquileres temporarios Airbnb viene leyendo bastante bien que el turista de hoy compite contra sí mismo en eso de vivir experiencias que le permitan cambiar la piel cuando está de viaje (pese a la advertencia del Indio Solari: lo mejor de nuestra piel es que no nos deja huir). Por eso, la empresa lanzó hace un tiempo la categoría Experiencias y ahora presenta una nueva etiqueta: Aventuras.
Se trata de un popurrí inmersivo para zambullirse en culturas, comunidades y ecosistemas de todo el planeta. Entre ese catálogo de vivencias semi-extremas, ofrece la posibilidad de pernoctar en una cueva escondida bajo una cascada en el Pacífico Central de Costa Rica, donde la tarántula más chica casi le compite en tamaño a un ovejero alemán.
Se puede ubicar a Costa Rica en el mapa con dos o tres definiciones sencillas. Es un paraíso natural que reúne el 5% de la biodiversidad mundial, un auténtico mosaico de reservas naturales protegidas en el que conviven 500.000 especies de flora y fauna (sólo para hacerse una idea, hay 100 tipos distintos de ranas). A grandísimos trazos se podría decir que el país está gobernado por un presidente que no llega a los 40, al que le gusta el heavy metal y que hace poco recibió a Roger Waters, de Pink Floyd, como visita de Estado; que el tico más famoso es Keylor Navas, arquero del Real Madrid; que el desempleo es alto -12% en 2018, el mayor de la década-, pero que «si la selección de fútbol está bien, Costa Rica está bien» (una frase hecha de los locales).
El ecoturismo es estrella indiscutida, el 25% del territorio nacional es reserva protegida. Y el Parque Nacional Manuel Antonio, en el Pacífico Central, es el más concurrido por el turismo, compuesto en su mayoría por norteamericanos.
A la caverna
Volvamos a la cueva. La inmersión comienza en el Aeropuerto Internacional de San José; desde allí, una avioneta lleva al grupo de periodistas a la ciudad de Quepos (la aventura original sólo incluye el transporte terrestre desde San José); es un planeo de veinte minutos sobre colchones de palmeras africanas en superficies montañosas, un bosque tropical húmedo que se derrama en desorden sobre la costa.
Para evitar líos estomacales durante el vuelo (la avioneta es en verdad pequeña), se recomienda saltear el desayuno tradicional de gallo pinto -arroz con frijoles- con salsa Lizano, cuya fórmula, dicen los ocultistas, es más secreta que la de la Coca Cola. También evitar el casado, comida tica por excelencia, también con arroz, frijoles, plátano maduro, ensalada, pollo, res o pescado, y un huevo en la cima para los más viciosos.
Ya en Quepos se llega en bus al poblado de Las Tumbas, donde arranca la caminata hacia la cueva. Dos horas y media de marcha, guiados por baqueanos de Pacific Journey, propiedad del norteamericano Jon Chapman, que en los 80 se enamoró de una tica y una década después compró y fecundó estas tierras con cuatro hijos. Es un paseo ascendente, con un grado de dificultad medio, en el que todo lo que se ve y se huele parece recién germinado para el disfrute de los sentidos.
El sendero, compuesto de unos 3000 escalones entre ida y vuelta, repta bajo los árboles Mayo bien amarillos y las flores del Tabacón, cuyo olor a profilaxis de hospital en decadencia contrasta con las del ylan ylan, que se usan para hacer tés y perfumes Chanel número cinco. Sobrevuelan caciques veraniegos, un pájaro de la zona, y en las copas del bosque se distingue algún que otro perezoso.
Incrustado en el medio del trayecto aparece un vivero que fueron alimentando los propios guías, donde crecen árboles de cacao y la milagrosa Noni, una planta medicinal con fragancia a roquefort que previene tumores de toda calaña. Y una sorprendente «fruta mágica» que convierte lo amargo en dulce. Se recomienda probarla con un limón para ver cómo transforma el jugo ácido en sabor multifruta.
La caminata continúa y, a lo lejos, se delinea el perfil de la cueva, una gran superficie dentro de una roca gigante, con una cascada como único y celestial cortinado.
Hay que olvidar todo el imaginario que uno tiene sobre las cavernas: no habrá un oso gigante hibernando ni tampoco un Tom Hanks psicótico hablando con una pelota de vóley. Es un espacio acondicionado, con colchones sobre sommiers de piedra, una cocina con barra y un espacio de duchas y toilettes. Hay inclusive un inodoro alejado, casi metido a propósito en la selva, para comulgar de verdad con la naturaleza o, en el peor de los casos, con alguna que otra serpiente oropel enroscada maliciosamente a un arbusto.
En general se llega a la cueva al mediodía y el almuerzo -picadillo de palmito, una especialidad local- precede la experiencia de la tarde: el rapel. Consiste en bajar por un cañadón atado con cuerdas y arneses, casi en la línea de la cascada, desde donde las vistas son magníficas. Hacer rapel, dirá una de las mujeres que participan de la aventura, es «un acto de fé: a la cuerda y a uno mismo».
El punto w
La caída del sol en este punto del Pacífico Central es lo que los genios del marketing llaman un wow moment, el punto de éxtasis del viaje. En este caso, contemplar el atardecer desde la cima de la cascada Diamante, frente al inmenso cañón boscoso. Los guías del tour, acostumbrados a estos puntos G inducidos al viajero, aprovechan la parada para ofrecer vino y fiambres.
El amanecer en la cueva es especial: sólo se escucha la caída del agua y un coro confuso e inquietante de alimañas que mejor no conocer en persona. Después del desayuno habrá tiempo para nadar en las pozas a lo largo del río Diamante, antes de emprender la bajada definitiva.
Un autobús lleva a los turistas hasta Playa Dominical, donde espera un almuerzo de mariscos en el restaurante La Parcela. Después de la comida, esas arenas color café, a lo largo de dos kilómetros, servirán de escenario para el gancho final: una clase de surf. Las olas de Dominical son famosas en toda Costa Rica.
Todavía habrá tiempo para visitar el Parque Nacional Manuel Antonio, el más popular de Costa Rica, la parte menos salvaje de la aventura: simplemente seguir a un guía naturalista por las pasarelas del parque, que acumula 100 especies distintas de mamíferos y 180 especies de aves; contemplar venaditos cola blanca, mapaches y monos capuchinos, que revuelven las mochilas de los turistas, y abstraerse en la densidad del bosque y las costas de arena limpia.
Fin de la aventura y regreso en avioneta al aeropuerto de San José. Dormir en una cueva debajo de una cascada queda oficialmente tachado en la lista de fantasías. Habrá que empezar a ahorrar para la vuelta al mundo en globo.
Datos útiles
Cómo llegar: por Avianca, vía Lima, a San José desde 18.441 pesos.
Costo de la aventura de Airbnb: 1920 dólares. Incluye tres experiencias -trekking hasta la cueva y rappel; surf y visita al Parque Nacional Manuel Antonio-, con tres noches de alojamiento, bebidas, alimentos y transporte terrestre desde San José de Costa Rica. Se aceptan familias y grupos. El 100% del pago se destina a una fundación sin fines de lucro llamada Rustic Pathways Foundation.
Fuente: José Totah, La Nación