Al comienzo de la cuarentena, para Camila Mondego, de 45 años, las videollamadas fueron la coartada para ganarle al aislamiento . Hablaba con su jefe y sus compañeros de trabajo, con sus amigos, con su hermana que vive en Alemania. Se conectaba todas las noches con algún amigo. El contacto se volvió incluso más fluido que antes de la cuarentena.
«Cuando era chica y veía que los Superamigos usaban la videollamada en sus relojes y era guau , el futuro mismo. Claro que ellos no tenían de fondo la casa, los hijos, los platos, el perro o simplemente cero ganas de que los vieran en su espacio íntimo», dice. «Ahora, la verdad que me pone de muy mal humor que me llamen con video . No sé por qué. Pero lo siento como una invasión. Salvo que hayamos quedado, me parece desubicado. Incluso cuando mis amigas coordinan, me fastidia un poco conectarme», confiesa.
Desde que empezó la cuarentena por el nuevo coronavirus las videollamadas se convirtieron en su forma de conectarse con el trabajo, en su única oportunidad para ir al gimnasio y hasta en la posibilidad de monitorear que su madre, de 72 años, no salga de casa. Incluso para Santiago y Felisa, sus dos hijos adolescentes, las videollamadas son la manera de asistir a clases. Y a esta altura, Camila siente una fatiga de verse a sí misma en ese rectángulo de la pantalla.
No es la única. Hasta antes del coronavirus, las videollamadas de WhatsApp eran siempre un error . Alguien que sin querer había presionado un botón equivocado. Después llegaba el mensaje, «perdón, se disparó». Aunque estaba disponible la herramienta, casi nadie la usaba. Lo mismo que con Zoom. Solo lo conocían quienes la usaban en la vida corporativa o en cursos a distancia.
Mundos superpuestos
«Con la cuarentena, se rompieron las fronteras de los horarios y de los espacios comunes y privados . Hay una irrupción en la vida privada de todos. Trabajamos y vivimos en el mismo espacio. Compartimos con los hijos, somos maestros y acompañamos sus tareas, hacemos ejercicio. Se desdibujan las fronteras entre el descanso y el ocio. Parece que estamos todo el día trabajando, todo el día estudiando, todo el día ordenando la casa y limpiando. Y en realidad es que hacemos todo eso al mismo tiempo, en una superposición de actividades que nos hacen sentir estresados, por no llegar a terminar ninguna», explica Pablo López, director académico de Fundación Ineco, y director de la carrera de Psicología de la Universidad Favaloro.
«Y a la vez, al borrarse las fronteras que dividían el ámbito laboral del hogareño, la familia y el trabajo, el estudio y la diversión, todo convive en un limbo simultáneo . Y las videollamadas ponen en evidencia todo eso y pueden resultarnos agotadoras», agrega.
Una simple llamada por Zoom laboral puede resultar agotadora. No es lo mismo que la interacción cara a cara con compañeros y jefes. Al comienzo de la cuarentena, el estrés pasaba por el desconocimiento de la herramienta. Pero, con el correr de los días, se suma un cansancio adicional porque la comunicación mediada demanda una atención extra, ante una exposición inusual frente a otros.
¿Qué ven de nosotros, qué se ve de nuestra casa, de nuestro aspecto, de nuestra familia, de nuestra decoración? Hay incluso gente que optó por armar una suerte de set de filmación para solo mostrar un aspecto neutro de su mundo privado y reducir la sensación de intromisión. Otros optan por cerrar la cámara y también el micrófono a la hora de reuniones colectivas. Y esto se convirtió en un código aceptado en reuniones virtuales.
Control remoto Covid-19
«¿ Alguien más está harta de las videollamadas ?», puso en Facebook Marcela Estomba, que es editora de libros. Lo acompañó con un cartel que decía: «El agotamiento de las videollamadas». Y a continuación, un texto que detallaba: «Nuestras mentes están juntas cuando nuestros cuerpos sienten que no lo estamos. Esa disonancia hace que las personas tengan sentimientos encontrados, es agotadora». La cita correspondía a Gianpietro Pietriglieri, profesor de la escuela de negocios Insead, especializado en comportamiento de las organizaciones, que escribió un artículo titulado «Control remoto Covid-19».
El muro de Marcela se pobló de réplicas de personas que, como ella, decían sufrir una suerte de burn out cada vez que en su teléfono llegaba una solicitud de videollamada. » Mis hijas están cansadas y hay veces que ni siquiera quieren hablar con el papá», dice Marcela, que está separada.
«Esto nos pasa a todos. Estoy harta», resume Mariana T., que es consultora, tiene 38 años, una hija de tres años y un marido que también está trabajando todo el día por videollamada. Hace dos días, durante una llamada por Zoom del trabajo, Mariana no aguantó y puso la reunión en «modo radio». Apagó la cámara y cerró el micrófono. Y mientras duraba la conversación se sentó en el suelo a dibujar con su hija. «Dejé la computadora en una repisa y lo escuchaba como de fondo. Porque tampoco me gusta que mi hija me vea todo el día con los auriculares. No está bueno», dice.
» En el trabajo, piden videollamadas todo el tiempo y no tengo posibilidad de ponerme dos horas sentada en el Zoom, con mi hijita dando vueltas por la casa. La verdad es que no da tiempo para todo. Otras veces, lo pongo en mudo y me pongo a hacer otras cosas, hago las camas, cocino, juego con mi hija . Hay días en que estamos mi pareja y yo, los dos, con un Zoom cada uno por su lado. Si te alejás un poco, es demencial. Y pienso, ¿qué necesidad tenemos de vernos todo el tiempo? ¿Por qué no podemos hablar otra vez por teléfono?», dice.
Los chats de amigas que coordinan para verse también pueden resultar agotadores. «Hay que coincidir en un horario y eso ya es complicado. Hablamos todas juntas, el sonido llega tarde y entonces pone más en evidencia la ausencia, la distancia y lo extraordinario de la situación que estamos viviendo. Eso más que acercarnos», agrega.
La ombudsman de Zoom
Damaris Derotier, de 49 años, se declara como la ombudsman de las videollamadas y no puede entender por qué hay gente a la que le parecen agotadoras. «Si estás cansada no te llamo más», dice en broma cuando se la consulta. Tiene tres hijos, dos que son adolescentes y una que tiene 9 años.
«Antes de todo esto, yo era antitecnología. Los incentivaba a dejar los dispositivos y conectarse con la vida real. Ahora, soy la primera en organizarle encuentros por Zoom con sus amigos a la más chica y animarlos a estar en contacto a los más grandes. Hoy es la única forma de no perder relación con el afuera y es indispensable. Nosotros, con mi marido, casi todas las noches nos conectamos con otras parejas para charlar o incluso cenar», dice.
«En comparación a una charla cara a cara, una videollamada demanda una mayor atención en las expresiones faciales, el tono de voz y el lenguaje corporal. Todo esto exige un gasto extra de energía, ya que hay una situación antinatural: nuestras mentes están conectadas pero nuestros cuerpos están distanciados, y por eso nos sentimos exhaustos después de una conversación virtual», escribió Petriglieri en su artículo.
Laia Farre, es directora de Sur Comunicación y madre de Francisca, de 6 años e Imanol, de 3. «Si se usa bien y responsablemente es útil, y más en el marco de esta pandemia. Lo que sí hago tanto en lo laboral como en lo personal es tratar de ordenarlo y supeditarlo a cierta duración y no abusar de la red. Cuando es necesario lo conecto con video y otras veces no. En la consultora la usamos para reunión de equipo una vez por semana y con los clientes cuando lo amerita. A veces es necesaria porque la comunicación gestual ayuda y otras veces no», dice.
Con la familia, amigos y el colegio, se genera una situación más compleja, dice Laia. Las videollamadas ya eran habituales con su hermana Georgina que vive en Barcelona y su sobrino Jordi. Pero ahora que se sumaron otras comunicaciones los chicos están más reacios. «Ellos son los que más se cansan. Con mi familia, tratamos de hacer una llamada semanal o cuando son los cumpleaños. Aunque hay situaciones que se dan videollamadas más espontáneas y a eso le sumamos los meetings del colegio que también son bastantes, entonces la agenda comienza a saturarse y los chicos más. La clave está en poder organizarse y conectarse cuando es necesario y el resto dejarlo para compartir otros espacios menos virtuales con ellos», dice.
«Lo que ocurre con las videollamadas no escapa a lo que nos pasa con otras actividades que uno viene haciendo en la cuarentena. Al comienzo, son motivadores, como por ejemplo salir al balcón y comunicarse con los vecinos. Pero después, eso se vuelve algo monótono y carente de motivación. Con las videollamadas está ocurriendo un poco eso. Uno tiene varias veces al día varias llamadas. Al principio tenía un factor de novedad, suplía la falta de contacto, pero con el tiempo se volvió abrumador. Uno se vio obligado a tener que conectarse. Cuando se vuelve rutinario y excesivo, se vive como una invasión», agrega el director académico de Fundación Ineco.
Fuente: Evangelina Himitian, La Nación