-Hablamos un día después de la Super Bowl, el acontecimiento que ven más telespectadores en Estados Unidos. Un anuncio de treinta segundos cuesta cuatro millones de dólares. Una gran bonanza para las empresas de medios de comunicación; en este caso, la Fox.
Apenas veo la televisión, pero sí decidí observar unos diez minutos del espectáculo anterior al partido, donde transmiten millones de anuncios. Son interesantes. Ilustran a la perfección algo que ya mencionaron John Bellamy Foster y Robert McChesney: que a medida que la economía se desplaza hacia el oligopolio, hacia una mayor concentración, se invierte más esfuerzo en evitar una guerra de precios, porque reduce los beneficios. De modo que lo que hacen es compensarlo con una fraudulenta diferenciación de productos: todos producen lo mismo, pero lo venden como si fuesen productos distintos. Estos anuncios televisivos son un ejercicio de ilusionismo de masas: dedican un ingente esfuerzo a que la gente elija un producto que no quiere en lugar de otro, idéntico, que tampoco quiere. Lo que es una sugerente reflexión del funcionamiento de la sociedad.
-En el documental Manufacturing Consent [Fabricando el consenso] hay una escena en la que usted recuerda asistir a un encuentro deportivo y observar la reacción de sus compañeros de clase y del público.
Animar al equipo local es un fenómeno curioso. Resulta fácil dejarse llevar y puede ser algo muy inocente. Lo que asusta un poco, sin embargo, es cuánto se consagra la gente a la victoria de sus gladiadores, unas personas con las que no tiene nada que ver. Cuando yo era niño, por ejemplo, los New York Yankees tenían los mismos jugadores todos los años, por lo que había una sensación de identificación algo fraudulenta, aunque no del todo ridícula, con Joe DiMaggio, Lou Gehrig u otros. Pero ahora un deportista juega con un equipo este año y con otro al siguiente. Y tienes que seguir animando a tu equipo con enorme entusiasmo. Si pierden, te hundes; si ganan, estás eufórico. Si bien puede considerarse un placer inocente –eso no es imposible–, también resulta muy peligroso, pues fomenta la lealtad ciega.
-En una ocasión me habló de una interesante experiencia que le ocurrió en cuarto de primaria. Fue con una profesora a ver un partido de los New York Yankees contra los Philadelphia Athletics.
La señorita Clark. Todos los niños de cuarto estábamos enamorados de ella. Nos llevó a mi mejor amigo y a mí a un partido de béisbol, lo cual fue un placer inaudito. Si quieres aburrirte, te lo contaré al detalle. Nos sentamos en la zona más barata, en las gradas justo detrás de Joe DiMaggio. Aunque queríamos que los Yankees perdiesen porque éramos de Filadelfia, ellos tenían todos esos héroes: Lou Gehrig, Bill Dickey, Red Ruffing. Nuestro equipo no alcanzaba tal nivel, aunque contábamos con un par de semihéroes. Fue una experiencia extática, aunque unos meses después ella nos traicionó; se casó con el profesor de Arte, el señor Fink. Nunca lo superé.
-El desenlace del partido también fue notable.
Íbamos por delante 7 a 3 hasta la séptima entrada, cuando los Yankees anotaron siete carreras y ganaron 10 a 7. Los niños de mi edad que vivían en Filadelfia tenían una especie de complejo de inferioridad porque los equipos de Filadelfia perdían en cualquier deporte, pero para empeorar las cosas todos mis primos eran de Nueva York, que siempre iba por delante en todas
las competiciones deportivas. De manera que tuvimos que sobrevivir a esta interacción con nuestros primos, cuyos equipos lo ganaban todo mientras que los nuestros perdían siempre.
-En tercero de primaria tuvo un incidente por haber copiado algo de
la Enciclopedia Británica. ¿Recuerda los detalles?
¿Por qué me haces esto? Sí, ése sí que fue uno de mis verdaderos delitos. Teníamos que escribir un texto sobre astronomía y, a saber por qué, copié un fragmento de la Enciclopedia Británica y lo entregué. En el momento no lo pensé demasiado, pero luego me sentí fatal. Nunca me regañaron. El profesor tenía que saber que yo no podía haber escrito aquello, pero nunca lo mencionó. Llevo toda la vida intentando quitarle hierro al asunto. Es casi tan malo como la derrota de los Athletics contra los Yankees o la traición de la señorita Clark.
–Y de ahí pasaremos a su primer acto de rebeldía, cuando se negó
a comer gachas de avena. ¿Qué edad tenía y cuáles fueron las
circunstancias?
Puedo ubicarlo en el tiempo porque recuerdo dónde estaba. Tenía un año y medio. Casi todos mis parientes eran de clase obrera, desempleados; mis padres eran maestros, lo que implicaba que ingresaban dos sueldos y que la familia tendía a congregarse en nuestra casa, sobre todo en verano. Una de mis tías se empeñó en darme gachas de avena. Me había sentado en la cocina y me metía la papilla en la boca, que yo me negaba a comer. Así que me la guardé en un carrillo y no me la tragué. No sé cuánto duró, pero recuerdo con nitidez mi esfuerzo para no tragar las gachas.
-Y desde entonces no ha parado.
Ahí sigo.
-El anarquismo le atrajo desde una edad muy temprana. ¿Qué fue
lo que le interesó tan especialmente?
El anarquismo me parece indiscutible. ¿Por qué deben existir estructuras de autoridad? Toda estructura de autoridad, jerarquía o dominio tiene la obligación de probarse; tiene que demostrar que es legítima. Quizá pueda; de lo contrario, debe desmantelarse. Es de una obviedad irrefutable. Y éste es el tema esencial del anarquismo: identificar estructuras de poder y dominio, desde una familia patriarcal hasta un sistema imperial y todo lo que haya entre medio, y exigir que se justifiquen. Si no pueden, que es lo habitual, hay que desmantelarlos a favor de un sistema más libre, cooperativo y participativo. Me parece intuitivamente evidente.
-¿Descubrió el anarquismo mientras curioseaba en librerías de
Nueva York?
A partir de los once o doce años, mis padres me dejaron ir solo a Nueva York. Viajaba en tren y me alojaba con familiares. Iba los fines de semana o cuando no tenía clase. En aquella época, muy distinta de ahora, Union Square era algo sórdida y contaba con varios locales anarquistas. Freie Arbeiter Stimme, el periódico yidis anarquista, tenía su sede allí. Y yo merodeaba por los alrededores. Distribuían panfletos; la gente te hablaba. Y justo debajo de Union Square, en una Cuarta Avenida que también era bastante sórdida, había pequeños comercios entre los que se incluían librerías de segunda mano gestionadas por emigrantes. Algunos de ellos eran refugiados de la guerra civil española, anarquistas que habían huido tras la represión de la revolución en 1936. A mí me parecían ancianos centenarios; probablemente tendrían treinta años. Habían vivido experiencias interesantes y tenían ganas de hablar. Vendían panfletos y otros escritos. Aunque no me sobraba el dinero, su material era barato y llegué a acumular una buena cantidad. Concluía la década de 1930 y empezaba la de 1940, un período muy activo para el periodismo radical y las conversaciones radicales. La biblioteca pública del centro de Filadelfia contaba con una excelente selección de publicaciones de este tipo. A veces iba los sábados por la tarde y curioseaba entre las recopilaciones.
-Uno de los pensadores anarquistas que más le influyeron fue Rudolf Rocker. Nació en 1873 en Alemania y murió en el estado de Nueva York en 1958. ¿Lo conoció personalmente?
No. Cuando era niño, en esa época de las librerías de segunda mano, sí que encontré algunos panfletos escritos por Rocker. Pero no leí su Anarcosindicalismo hasta años después, probablemente a finales de los años cuarenta o quizá ya sería inicios de los cincuenta. Rocker lo escribió en 1938, pero no creo que pudiera conseguirse hasta al menos unos diez años después. Me pareció un libro muy perspicaz.
-Rocker escribió: «Los derechos políticos no se originan en los parlamentos, sino que se imponen a los parlamentos desde el exterior».
Desde abajo, en realidad. Creo que es una frase muy acertada. Los sistemas de poder no regalan nada voluntariamente. Es posible encontrar en la historia a algún dictador benevolente o a un propietario de esclavos que decide liberar los suyos, pero se trata básicamente de errores estadísticos. Los sistemas de poder siempre intentarán consolidar, mantener y expandir su poder. Y eso también es aplicable a los parlamentos. Es el activismo popular el que fuerza los cambios.
-En «Notas sobre el anarquismo», que escribió a inicios de los años setenta, afirma, citando a Rocker: «Liberar al hombre de la maldición de la explotación económica y del esclavismo político y social sigue siendo el problema de nuestra época».
Y continúa así en la actualidad. Podemos añadir una observación de Karl Marx que es típica de la tradición anarquista: que la superación de los problemas animales de la supervivencia, la explotación o la opresión nos liberará para que podamos afrontar los problemas humanos.
-En otro ensayo, «Lenguaje y libertad» escribió que el capitalismo «no es un sistema adecuado […], es incapaz de satisfacer las necesidades humanas».¿Qué tiene el capitalismo para seguir adelante? ¿Qué lo sustenta?
Lo sustentan dos tendencias. La primera es que los muy poderosos procuran asegurar y a maximizar su poder. La otra es la pasividad, la desesperanza o la atomización de los que están abajo –aquellos de los que escribió Rocker–, de los que podrían forzar el cambio. Escribí ese ensayo en 1970, a principios de la importante reacción contra el carácter liberador de la década de 1960. Esa gran reacción, en la que seguimos inmersos, fue el inicio del ataque neoliberal a la población mundial. En esa época había cosas que yo no sabía, cosas que ahora todos deben saber: que nos enfrentamos a una gravísima crisis ambiental. Los artículos de las publicaciones científicas presentan hallazgos cada vez más preocupantes sobre la amenaza a la que nos enfrentamos y sobre su inminencia. No estamos hablando de algo a cientos de años vista; posiblemente sea cuestión de décadas. Y, sin embargo, el capitalismo depredador nos dice que maximicemos la amenaza, que extraigamos hasta la última gota de combustible fósil de la tierra. La excusa son los puestos de trabajo. Pero en el discurso político moderno, el término «puestos de trabajo» reemplaza la innombrable y obscena palabra de «b-e-n-e-f-i-c-i-o-s». Como no se puede mencionar, se sustituye por «puestos de trabajo» o «creación de empleo».
Hay que asegurarse de que conseguimos trabajo. Porque a los sistemas de poder les importa muchísimo la clase trabajadora, ¿verdad? Ésa es la razón de que nos arrojemos precipicio abajo como los lemmings. Los principales sectores del sistema corporativo –la Cámara de Comercio, las empresas energéticas, etcétera– anuncian abiertamente que hacen ingentes esfuerzos propagandísticos para intentar convencer a la gente de que no existe el cambio climático o que, si existe, no es antrópico. No se debe a la acción humana, sino a las manchas solares o algo así. Estos esfuerzos por conducir a la gente a la más absoluta irracionalidad y autodestrucción son enormes y crecientes. Algunos son casi surrealistas.
Un ejemplo es el Consejo Estadounidense de Intercambio Legislativo (ALEC), un grupo respaldado por las corporaciones que redacta la legislación estatal. Consideran que es más sencillo coaccionar a los estados que al Gobierno federal, por lo que intentan imponer una legislación estatal extremadamente reaccionaria «en favor del empleo», es decir, de esa palabra innombrable. Uno de sus programas consiste en «enseñar pensamiento crítico en las escuelas de primaria». ¿Quién puede oponerse a algo así? Y bien, ¿cómo se lleva el pensamiento crítico a las escuelas? Si en una clase de sexto se habla del cambio climático, dicen, también hay que introducir en el temario la teoría contraria al cambio climático, para que los alumnos aprendan a pensar críticamente y a evaluar la opinión del 99%, por un lado, contra la media docena de escépticos y las grandes corporaciones, por el otro. Eso les enseñará «pensamiento crítico».
Fuente: Infobae