El 18 de julio de 1994 a la mañana fuimos con una amiga al Departamento de Policía para renovar la cédula de identidad, aprovechando el primer día de las vacaciones de invierno del último año de la secundaria. Nos faltó algún papel o sello o firma y no pudimos hacer el trámite. Caminamos en dirección al barrio de Once. Doblamos hacia Rivadavia y ya en la avenida entramos a probarnos unos zapatos. Mientras se acercaba con las cajas desde el fondo del local, el vendedor nos preguntó:
-¿Escucharon lo de la bomba?
-¿Qué bomba? repreguntó alguna de las dos.
En pleno trabajo. Nicolás Maslo estuvo entre quienes organizaron el rescate. / Cortesía Nicolás Maslo
La del edificio israelita, acá en Pasteur– dijo el vendedor.- Explotó todo.
Salimos eyectadas del local y caminamos en dirección a Pasteur, a pocas cuadras de ahí. Mi amiga se había puesto los auriculares del walkman y escuchaba la radio. Caminaba rápido, delante de mí y sin mirarme, esquivando mis preguntas y gritos desesperados.
-¿Dicen los muertos? ¡Decime si dicen los muertos!
Dalia Ber. Periodista y una de las participantes en el rescate de los libros de la AMIA.
Doblamos por Pasteur y vimos llegar las ambulancias y patrulleros con policías que comenzaban a vallar la zona. Por la vereda de enfrente venía caminando un chico conocido en estado de shock. Cruzamos para que nos dijera algo y no podía, le pedí a los gritos que me contara qué había visto.
-¿Conocés a alguien?- logró articular.
–Mi papá- le dije. Y me abrazó, como se abraza al familiar de un muerto.
Mi papá trabajaba en la AMIA –en Educación y Cultura- y sobrevivió al atentado de casualidad. Pasaron dos horas sin que yo supiera que no había estado ahí en el momento de la explosión; en ese lapso me tocó ver, en cambio, cómo es vivir siendo una víctima del terrorismo. Fueron días de incertidumbre, angustia y espanto. Iba con mi amiga al edificio de Ayacucho –sede provisoria de la mutual- donde nos amontonábamos con gente de todas las edades, algunos conocidos de distintas etapas de la vida, ante unas pizarras improvisadas en las que alguien anotaba las listas de personas de las que todavía no se sabía nada. Después, algunos de esos nombres pasarían a integrar la columna de los sobrevivientes. Otros, a convertirse en parte de los ochenta y cinco muertos que dejó la bomba. “Como los nazis”, era una frase que tenía en esos días todo el tiempo en la cabeza.
Un paso más adelante. La restauración de la biblioteca.
La marea de horas que transcurrían solo para dar malas noticias -algunas más cercanas y demoledoras, casi todas humanamente insoportables- nos depositó junto a un grupo de amigos en algún sector de lo que quedaba del edificio de Pasteur, al que se accedía por un boquete en una pared que daba a la calle Uriburu.
Guiados por la profesora de idish Ester Szwarc, poníamos manos a la obra para rescatar y dejar listos para restaurar los libros y objetos que habían pertenecido al archivo y museo del IWO (Instituto Judío de Investigaciones) ubicados en el tercer y parte del cuarto piso del edificio de la AMIA. Con guantes de látex y sumo cuidado debíamos colgarlos de una soga como si fuesen prendas de ropa y limpiarlos página por página con pinceles especiales para extraer la polución, producto del estallido, y los restos de polvo acumulados a través de los años. El protocolo habitual en esta clase de procedimientos indica que se debe terminar de secar cada hoja con una pistola de aire común: en aquellos días urgentes, recuerdo, usábamos secadores de pelo.
La biblioteca. / También había cuadros y un piano. / Cortesía Nicolás Maslo
Todo eso se hacía a metros de donde aún se trabajaba en la remoción de los escombros. A pocos pasos se amontonaban los restos de lo que había sido el edificio: mampostería, muebles y objetos destrozados. Pero también restos humanos.
En lo personal, en semejante contexto, me costaba encontrar motivos para pensar que algo bueno podía resultar de esa modesta actividad de salvataje, detallista y minuciosa. Por suerte no creyeron lo mismo el director del IWO, Abraham Lichtenbaum, Ester y su alumno Nicolás Maslo, un adolescente de 18 años que lideró junto a ellos la titánica epopeya de rescate en la que 800 jóvenes voluntarios primero y un equipo de expertos profesionales después lograron salvar el principal acervo cultural de la comunidad judía en Argentina. Que a su vez, en parte, había logrado sobrevivir al saqueo nazi durante la Segunda Guerra Mundial, gracias a unos valientes ciudadanos europeos, judíos y no judíos, que decidieron ocultar el material y transmitirlo como legado a las generaciones siguientes.
Fuente: Clarín