Cuando le preguntan por su secreto, Maria Branyas (San Francisco, 117 años) niega con la cabeza: “Yo no he hecho nada para cumplir años. No tengo ningún mérito”.
Parece imposible no preguntarse qué hay detrás de la que está considerada la persona más anciana del mundo. Cómo debe ser una vida tan larga. Branyas vive en una residencia de Olot (Girona) y festejó el pasado lunes su aniversario. Otro. Sopló las velas de un pastel en una celebración sencilla, partida en grupos para no abrumarla. “Dividimos las visitas familiares porque ya le agobia estar con mucha gente”, explica Rosa Moret, su hija pequeña, de 80 años, en una llamada telefónica con EL PAÍS.
Hace meses que Branyas ha dado “un bajón”. No le duele nada, dice su hija, pero “se va apagando”. Es consciente de lo que le rodea. Reconoce a su entorno. Aunque sufre limitaciones auditivas y de movilidad, tiene la cabeza bien y su día a día es tranquilo, ajeno al eco mediático que genera fuera del hogar de ancianos.
Su realidad cambió en enero de 2023. Tras el fallecimiento de la francesa Lucile Randon, de 118 años, se convirtió a los 115 en la mujer viva más longeva de la Tierra. La prensa se desplazó a la residencia para conocerla; recibió la visita del president de la Generalitat, Pere Aragonès; la familia respondió decenas de llamadas; la ciudad de San Francisco le hizo un homenaje; su perfil de Twitter (lo lleva su yerno, de más de 80 años) se viralizó; el cineasta Sam Green la entrevistó para un documental y su rostro apareció en todos los noticieros. Demasiado. La familia cerró hace un tiempo las puertas a las visitas: “Ya no está para esto”.
Un día, en la primavera de 2023, Manel Esteller, experto en la lucha contra el cáncer, llamó a la residencia. Pidió hablar con la directora porque buscaba a la familia de la usuaria supercentenaria (personas que pasan de los 110 años) que salía en las noticias. Quería estudiar cómo eran las células de una persona de una edad tan inusual. “No tenemos nunca al alcance las células de una persona de 117 años. Son excepcionales”, justifica Esteller. En España hay casi 20.000 personas de más de 100 años, de los cuales 758 son mayores de 105. La muestra de los que superan los 110 se reduce tanto que el Instituto Nacional de Estadística no tiene autorización legal para concretar la cifra exacta por una cuestión de “protección de datos” y de “secreto estadístico”. Según el portal especializado Longeviquest, actualmente hay al menos tres supercentenarias vivas en España, una de ellas Branyas; aunque el registro solo incorpora aquellos nombres que han introducido sus datos voluntariamente.
“¿Qué esperas de la vida?”, le planteó Esteller a la anciana. “La muerte”, respondió. Branyas no ha sufrido cáncer, neurodegeneración ni patologías cardiovasculares. Sabe que vive una realidad cada día más insólita. Y la muerte no es un tabú. “Estoy viviendo más años de la cuenta. La muerte es una visita esperada. Hace tiempo que estoy preparada y pienso que pronto me vendrá a buscar. Quiero toda la serenidad para soportar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Y no convertirme nunca en una persona amargada, pase lo que pase”, compartió en su perfil público de Twitter.
Esteller le tomó muestras de sangre, boca y orina. “Estudiamos el genoma, los microbios, las proteínas y su metabolismo para encontrar alguna pista que explique una supervivencia tan elevada; qué mutación genética tiene”, concreta el investigador. Aún sin resultados definitivos, el científico ya tiene algunos datos: las células de Branyas son unos 10 años más jóvenes que su edad cronológica. ¿Cómo es posible? “Porque ha tenido las mejores cartas y las ha jugado muy bien durante 117 años”, responde. El investigador compara la genética con las cartas. Pueden ser buenas o malas, pero deben jugarse bien para tener una vida larga. “Si tienes una buena mano, pero no sabes jugar al póker, pierdes. En su caso parece haber tenido unos genes privilegiados y ha tenido buenos hábitos”. El desgaste de 117 años, sin embargo, se observa a través del microscopio. “Sus células tienen las puntas de los cromosomas gastados: son como una capucha protectora que ya no tiene; y apenas le quedan células madre y del sistema inmune”, resume el científico.
Un repaso al árbol genealógico familiar de Branyas revela que la cantidad de octogenarias y nonagenarios es superior a la media. “Si hablas con la hija, te darás cuenta de que no parece que tenga 80 años. Ocurre un poco lo mismo”. Lleva razón. La voz de Rosa al otro lado del teléfono suena firme y convencida. Responde con rapidez y concreción. Y a veces se le escapa un pellizco: “Los periodistas preguntáis siempre lo mismo”. Y sonríe cómplice.
Esperanza de vida
Rosa rememora una vida familiar, corriente, con su madre casi siempre en casa. “Mi madre era mujer de casa. Tenía una vida tranquila, sin estrés laboral. Dice que, desde su perspectiva, ahora es muy complicado vivir. Pero quizás es el tópico de todas las generaciones, que ven la evolución como un cambio lejano”, dice. Branyas compraba, tejía, mantenía la casa, cocinaba. No había urgencias ni prisas. “Ahora los jóvenes no llegan a todo y tienen que comer lo que pueden, fast food y comida preparada. Nosotros no. Al cocinar en casa siempre había verdura por la noche o tortilla de patatas. Lo que fuera, pero dieta mediterránea. Seguro ha ayudado”.
Branyas superó hace casi cuatro años la covid y los confinamientos. “La gente se queja por tener que quedarse en casa, pero tienen electricidad, teléfono, televisión, comida, agua caliente y un techo seguro. Nada de esto pasaba antes. La humanidad sobrevivió y nunca perdí la alegría de vivir”, compartió durante la pandemia. No era la primera adversidad que encaró en su vida. Su padre murió en alta mar cuando ella tenía ocho años y regresaban de los Estados Unidos a Barcelona; y ya establecida en la provincia de Girona, superó la epidemia de gripe española, las dos guerras mundiales, la Guerra Civil y el franquismo. Lo que no la mató la hizo más fuerte. “Se sabe que las personas que han sobrevivido a periodos de hambruna tienen cierta ventaja como supervivientes”, incide Esteller.
España es el quinto país del mundo con la esperanza de vida más alta (83 años) por detrás de Japón, Suiza, Corea y Singapur. Pero solo el país nipón contiene una de las cinco zonas azules del planeta, aquellos territorios con un alto índice de centenarios: Nuoro (Italia), Okinawa (Japón), Loma Linda (Estados Unidos), Nicoya (Costa Rica) e Icaria (Grecia). “Estas zonas destacan por tener una buena genética que se mantiene por la endogamia propia del ámbito rural”, apunta Esteller, “y por contar con climas benignos y dietas frugales”. En España, Celanova (Galicia) y su longevidad también son motivo de estudio. En la lista de los 40 primeros supercentenarios del Gerontology Research Group, el proveedor de datos validados de longevidad al Libro Guinness, solo aparece un hombre. “Es probable que sea un mecanismo evolutivo y que las mujeres sean más necesarias que los hombres porque el embarazo dura nueve meses”, razona Esteller.
La mirada reflexiva y agradecida de Branyas parece encajar a la perfección con el perfil psicológico de los supercentenarios. Lola Merino, profesora de psicología en la Universidad Complutense de Madrid e investigadora de los factores de la longevidad, concluyó tras entrevistarse con decenas de personas de 100 o más años que estas “saben disfrutar de los detalles y viven emociones positivas”. Merino defiende que los factores psicológicos también influyen como la genética, la alimentación o la actividad física. “La longevidad es multifactorial”. Y añade que el afecto y el cariño acentúan estas emociones. “Los centenarios tienen lazos cálidos con otras personas. Se sienten queridos y dan cariño. Esto es muy importante”.
“Que el día en que me toque desaparecer definitivamente un puñado de personas piense que valió la pena que yo estuviera un rato por aquí. Solo quiero eso”, escribe Maria Branyas, la mujer que nunca pidió ser la persona más mayor del mundo.
Bernat Coll (El País)
Fuente: La Nacion