Era una madrugada de invierno a mediados de los 80. Cuando los inviernos eran fríos en serio, y había escarcha en el pasto de la vereda. A las cuatro de la mañana, en esa parada de Villa Sarmiento, en el oeste del GBA, el frío calaba en los huesos. Ahí Claudia Perandones estaba esperando el colectivo con su papá. Le había hecho caso, como todos los días. Las camperas abrigadas, las que en esa época pre Uniqlo eran gordas por el relleno de guata, costaban mucha plata. Y los Perandones no la tenían. Entonces, papá Alejo les daba un consejo sabio a sus hijos: ponerse papel de diario entre el pulóver y la campera finita, para que el frío no pasara.
Vino el colectivo, Claudia se despidió de Alejo con un beso como cada mañana que él la acompañaba a la parada, todavía a oscuras, y se subió. Colectivo, tren, colectivo: tres horas después llegó a Ciudad Universitaria. Tenía tanto frío que se dejó la campera puesta y se olvidó de ir al baño, como hacía todos los días, para sacarse el papel de diario y tirarlo cuando nadie la viera. Se metió en la clase del CBC. Y en un momento, inconscientemente, porque ya el frío había cedido, se abrió el cierre. Sus compañeros vieron el papel. Claudia salió del aula y se fue a llorar al baño.Newsletters Clarín En nuestras palabras
Pasaron más de 30 años y Perandones construyó una carrera brillante. Su CV tiene 45 páginas, con el diploma de honor en la Facultad de Medicina de la UBA, su formación en Inglaterra y EE.UU. y el premio Houssay al investigador del 2011 como algunos destacados. Reconocida genetista, hoy es una de las científicas que lidera las investigaciones sobre el coronavirus en Argentina desde la Administración Nacional de Laboratorios e Institutos de Salud ANLIS Malbrán, donde es directora científico técnica. Pero también ahora, cuando la presión es tan extrema que puede hacer explotar la olla, Perandones llora.
“Lloré muchísimas veces en estos meses, porque la situación era compleja, la responsabilidad muy grande y no había espacio para equivocarme –contó en una reciente entrevista–. Pero siempre lloré en mi casa, jamás acá”.
Acá es el enorme e histórico edificio que ocupa el ANLIS Malbrán donde Barracas ya se convierte en Parque Patricios. Una zona con una realidad social compleja, que se traduce, por ejemplo, en la estadísticas que ponen a Barracas como uno de los barrios con la mayor tasa de contagios de coronavirus en la Ciudad, empujada por las villas. Perandones conoce bien los pasillos y los patios del Malbrán, que transitó la mitad de su vida como una de sus investigadoras. Y fue también su directora, durante el gobierno de Mauricio Macri. A principios de marzo, Alberto Fernández nombró a Pascual Fidelio como actual director, una designación que sorprendió ya en pleno curso de la pandemia. Pero ajena a cualquier polémica, Perandones siguió trabajando en la primera línea del instituto que es uno de los centros científicos más importantes del país, donde trabajan en investigación más de 600 investigadores, becarios y asistentes. El ANLIS Malbrán no sólo es referencia en los testeos de detección: también consiguió secuenciar el genoma del virus que circula en el país y sigue adelante con otros proyectos de diagnóstico y terapéuticos para lograr torcerle el brazo al Covid-19.
Perandones con Alberto Fernández y Ginés Gonzalez García, en una visita que ambos hicieron al Instituto Malbrán. (Presidencia de la Nación)
Perandones agradece al “capitoste de la ciencia” Elsa Baumeister, la jefa del Servicio de Virosis Respiratorias de ANLIS Malbrán. En diciembre, le dijo que más que el sarampión, más que el dengue, la tenía “extremadamente preocupada” el virus que se expandía del otro lado del mundo, en China. Había que implementar rápido los protocolos para el diagnóstico de Covid-19, y los científicos del Malbrán pusieron a punto el test de PCR que se validó mundialmente como gold standard para la detección de la enfermedad. Una de esas decisiones críticas que tuvo que tomar y que resultó la correcta.
Personas inspiradoras
La medicina no estaba escrita en el destino de Perandones. O sí. Se crió entre las cajas del almacén que sus padres tenían adelante de la casa familiar, en esa época en que el fiado era regla y ese local era un punto central para los vecinos.
Dos de esos vecinos eran el matrimonio de Ana y Carlos. Carlos era Carlos Apezteguía, uno de los médicos del hospital Posadas detenidos por la dictadura a fines de marzo del 76. Claudia era una nena, pero eso la impactó. Apezteguía fue una de las personas que la marcó: por su idoneidad profesional, pero especialmente por su integridad personal. Quizás en él pensaba cuando a los 17 años caminaba por el colegio Manuel Dorrego de Morón e imaginaba el futuro que se esperaba entonces para una chica de barrio como ella: ser maestra jardinera, trabajar pocas horas, cerca de casa. Pero sentía que el guardapolvos que quería vestir era otro.
Claudia Perandones, directora científico-técnica del Instituto Malbrán, en una conferencia.
Ser médica apareció como una vocación clara e imposible de torcer. Aunque todo estaba en su contra. Su hermano mayor, periodista y escritor, recuerda el esfuerzo familiar para acompañarla, y su enorme esfuerzo personal. No sólo era el viaje eterno ida y vuelta a Ciudad Universitaria primero y a Barrio Norte después, sino el elevado costo económico del material de estudio. Los compañeros de Claudia eran todos hijos y nietos de eminentes doctores: ella era, a mucha honra, la hija del almacenero de Villa Sarmiento. Mientras sus compañeros tenían todos los libros, los microscopios y el instrumental que podían necesitar, Perandones estudiaba con apuntes, almorzaba alfajor Guaymallén al mediodía y rechazaba salir con los otros estudiantes porque consideraba que no tenía ropa para ponerse. Así y todo, hizo la carrera en sólo cinco años y se graduó con honores. Ese día, en el Aula Magna de la facultad, Carlos —su viejo vecino, su modelo a seguir— fue especialmente para entregarle el título de médica.
Mientras cursaba, consiguió trabajo en un conocido laboratorio de genética. Ahí se ocupaba de lavar el material, pero cuando se terminaba su tarea, algunos de los profesionales le dejaban ver los preparados a esa chica curiosa, ávida todo el tiempo por aprender. Siempre le había interesado desentrañar los mecanismos de la transmisión de la herencia biológica. Lo que veía en esos microscopios la convenció, y se propuso obtener una de las únicas dos vacantes que había en el país para la residencia en el Centro Nacional de Genética Médica. Era una misión casi imposible, pero otra vez a base de horas de estudio, pasó el examen y entró. En 1999 obtuvo el título de especialista en Genética Médica, al que le siguió una maestría en Biología Molecular e Ingeniería Genética en el Instituto Favaloro, el doctorado en el Instituto Leloir (ambos aprobados con sobresaliente) y un postdoctorado en el Wellcome Trust Genome Campus en Cambridge, Inglaterra.
Perandones se graduó en la UBA y continuó su formación en genética en el Instituto Favaloro, en el Leloir y en centros de Estados Unidos e Inglaterra.
Pero para ella, uno de los hitos de su educación estuvo en el training en el Laboratorio Jackson para Genética de Mamíferos en Maine, Estados Unidos. Sin los recursos para financiar esa formación, le escribió una carta a Robert Gorlin (algo así como la genética hecha ser humano) y le mandó uno de sus potenciales papers. Le dieron una beca. Viajó a Maine. Gorlin le dijo que tenía algo especial y que podía llegar, pero que debía capacitarse bien. Y le regaló sus libros originales, los que ella leía en fotocopias y que hoy conserva como un tesoro en su biblioteca.
Gorlin fue, como Carlos, una de las personas que la inspiró. Otra, la cuñada de Carlos. Cuando Claudia ya estaba trabajando en genética, su ex vecino le pidió si podía ayudar a la hermana de su esposa, una bioquímica que vivía en Denver, Estados Unidos, y quería volver a la Argentina. Claudia le dijo que sí y empezó a escribirse con María Mühlmann, investigadora del CONICET y la CNEA, pionera de técnicas que se siguen utilizando en la investigación científica en Argentina. Forjaron una amistad que se transformó en hermandad. Tan profundo fue el vínculo que la muerte de Mühlmann por un cáncer de útero resultó devastadora para Perandones. Diez días después, la internaron en el Mater Dei por lo que terminó siendo una peritonitis gangrenosa. El dolor de la pérdida, hecho síntoma.
Del Papa al Oscar
Defensora a ultranza de la salud pública, estuvo con sus compañeros del Malbrán en marchas de antorchas y sueltas de globos negros para reclamar fondos para la ciencia. También lleva adelante una tarea solidaria en toda Latinoamérica a través de Factor H, la fundación que tiene con su colega español Ignacio Muñoz-San Juan. H es por humano. Pero también por la enfermedad de Huntington, un trastorno hereditario que ocasiona el desgaste progresivo de las neuronas y provoca serios problemas físicos y cognitivos. Muchos de los pacientes con Huntington viven en la extrema pobreza y esta ONG funciona como un nexo para vincularlos con las personas, empresas y organizaciones que pueden ayudarlos.
Con Ignacio Muñoz-San Juan y Brenda en Roma, en el viaje en el que llevaron a pacientes con Huntington a una audiencia con el Papa Francisco.
Con una sombrilla en Piazza Spagna, postal de un viaje inolvidable.
El Huntington, tema de su tesis doctoral, la puso en los diarios mucho antes del coronavirus. Fue en 2017, cuando acompañó a un grupo de pacientes latinoamericanos a ver al Papa Francisco. Allí está en la foto que publicó Clarín junto a Brenda, una chica que entonces tenía 15 años a la que sorprendieron con su ídolo Axel cantando en la emotiva audiencia del Vaticano. Y en una foto en Piazza Spagna, sosteniendo una sombrilla para que el helado que estaba saboreando Brenda no se derritiera bajo el sol romano. Ese viaje inolvidable terminó plasmado en un documental, Dancing at the Vatican (Bailando en el Vaticano).
En otra foto de esas compartidas en distintos momentos vía WhatsApp a su familia, Perandones está con Robert De Niro. En otra está sosteniendo un Oscar, el que ganó el argentino Eugenio Zanetti. En otra, con el actor Lito Cruz, uno de sus grandes amigos: se conocieron a través de una amiga, que le contó a Cruz de Factor H y él quiso ayudarlos. Cruz, que falleció en 2017, fue clave en el festival que organizaron con León Gieco para recaudar fondos y construirle una habitación a Brenda. También a través de Cruz se gestó el vínculo de Perandones con Zanetti. Y través del director de arte, con De Niro, muy interesado en las patologías genéticas. Las dos estrellas de Hollywood siempre están ahí, a la distancia.Cuando estalló la pandemia, Zanetti le mandó un mensaje: le decía que estaba “muy orgulloso” de ella y de su trabajo.
Oscar en mano. Perandones con sus amigos Eugenio Zanetti y Lito Cruz.
Con Robert De Niro, un vínculo que se gestó a partir del director de arte Eugenio Zanetti.
El hacerse conocida por estas acciones solidarias la puso al frente de las gestiones por la liberación de Patricia Loredo Chupán. Era el verano de 2016 y recibió el llamado de unos neurólogos chilenos. A Loredo Chupán, psicóloga peruana reconocida en 1996 como refugiada por ACNUR y por el Estado de Chile, la detuvieron en Ezeiza cuando ingresó al país acompañando a su madre enferma para atenderse en el Fleni. Había saltado un pedido de captura internacional realizado hace 20 años por Perú por supuestos actos de terrorismo durante el gobierno de Fujimori, motivo por el que pidió el estatus de refugiada. Hay una foto —otra foto— de Claudia con Loredo Chupán después de su liberación. En el medio, ocho días frenéticos en los que Perandones —de nuevo con Cruz y Gieco— movió cielo y tierra para sacarla, incluyendo entrar por primera vez a una cárcel de mujeres, para visitarla.
Claudia Perandones con Patricia Loredo Chupán (centro) luego de la liberación de la psicóloga de origen peruano.
La historia de Alejo
Hay otra causa que la moviliza especialmente: la tuberculosis, una enfermedad estigmatizante que causa dos muertos por día en la Argentina. En su gestión como directora, impulsó la interacción del Malbrán con el Fondo Mundial para la Tuberculosis. Cuando el año pasado se hizo la reunión de cierre de proyecto del Consejo de Ministros de Salud de Centroamérica, Claudia habló frente al auditorio. Y los que la escuchaban, terminaron llorando. Porque más que exponer números de balance, la doctora expuso la historia de su padre. Una que muestra que el destino de ella, a lo mejor, sí estaba escrito.
Claudia y Brenda, en la sala de audiencias del Vaticano. (Archivo Clarín(
Antes del papel de diario, antes de tener dos hijos, antes del almacén, antes de casarse con Titina, antes de emigrar desde España, Alejo había sido un nene que nació en Cuba y tenía un hermano dos años menor que él. Su papá —el abuelo de Claudia— había dejado a la familia buscando un horizonte mejor. Y a su mamá —la abuela de Claudia— le habían diagnosticado tuberculosis. Se subió con sus dos hijos de 6 y 4 años a un barco con destino a España para evitar que la separaran de ellos, lo que era un mandato entonces para los enfermos de tuberculosis. En ese largo viaje surcaron el océano al tiempo que la mamá de Alejo se consumía acostada en un camarote. Era prácticamente un cadáver cuando llegaron a Europa. Murió en Galicia, y allí Alejo y su hermanito se reencontraron con su papá. Alejo siempre recordó que, desde niño, lo que lo hizo salir adelante fue el trabajo. Esa lección les transmitió a sus hijos: cuando no hay otras opciones, el trabajo y los logros en ese ámbito serán lo que te permitan todo.
Esa cultura del trabajo es la que empujó a la investigadora, que allí —como antes lo había hecho en el estudio— encontró su espacio de confort. Donde es más ella que en ningún otro lugar, dicen los que la conocen. Así se la ve, resolviendo en el día a día, didáctica en un canal de TV o segura de cada palabra en un off con periodistas que acribillan a preguntas en el medio de la crisis. “No vamos para atrás ni para tomar impulso”, les decía su papá. Y ella lo adoptó también como su lema.
Fuente: Clarín