En el Top 10 de las charlas TED más vistas, una se titula ¿Qué hace a una buena vida? Lecciones del estudio más largo sobre la felicidad y otra, Depresión, el secreto que compartimos . También, hay en la lista una modelo hablando de la industria de la belleza y un chico de 12 años que desarrolla videojuegos. Pero ninguna de esas diez más populares trata sobre el tema que hoy paraliza al mundo, desafía a los gobiernos, invade cada segundo de los noticieros y bombardea nuestros teléfonos, ya sea en forma de meme gracioso o audio apocalíptico. Sin embargo, eso no quiere decir que esa charla TED no exista hace años.
Marzo de 2015. Bill Gates , cofundador de la empresa de software Microsoft (gracias a la cual es, desde hace un cuarto de siglo, uno de los hombres más ricos del planeta), camina hacia el centro del escenario del evento TEDx Vancouver, en Canadá, con un barril lleno de latas de comida igual al que tenía en el sótano de su casa cuando era chico porque, en esa época, sus padres, como muchos otros, temían que se desatara una guerra nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
El barril está ahí porque, a pesar de la presentación llena de datos duros que mostrará en pantalla, Gates sabe que necesita llamar la atención de la audiencia de una manera especial. Tiene un mensaje importante, potencialmente urgente, de vida o muerte: «Si algo mata a millones de personas en las próximas décadas, es más probable que sea un virus muy infeccioso que una guerra. No serán misiles, sino microbios» , asegura.
En menos de ocho minutos, Gates expone los aprendizajes que dejaron las pandemias del último siglo, desde la gripe española de 1918 hasta el brote de ébola en África en 2014, y argumenta que, por ahora, tuvimos suerte porque, desde que la humanidad está hiperconectada a través del transporte moderno y vive en megaurbes, nunca apareció un virus respiratorio altamente contagioso cuyos síntomas no se hagan notar durante varios días. De cumplirse todas esas condiciones, la amenaza sería enorme. Y concluye: «No estamos listos para la próxima pandemia . Prepararnos para ella debería ser una prioridad absoluta». Cinco años más tarde, con la humanidad en jaque tras la eclosión del COVID-19, es inevitable sentir que estamos frente al te lo avisé más grande de la historia.
A pesar haberse ganado la fama de nerd arrogante en su juventud, esta vez, Bill Gates (64) confiesa que no le gusta para nada haber estado en lo cierto. Sin embargo, aprovecha a fondo que finalmente el mundo decidió escucharlo (claro está, el video de esa charla se hizo viral, con decenas de millones de reproducciones en los últimos meses). Por eso, al tiempo que anuncia que destinará 100 millones de dólares para financiar la construcción de las fábricas de siete vacunas con más chances de éxito , alerta al G20 que deberá contribuir de manera considerable con la búsqueda de la cura, o habla por teléfono con el presidente de Sudáfrica para conocer la situación en su continente; también da entrevistas a los shows más populares de Estados Unidos y responde preguntas directas de la gente en foros online.
Si se trata de entender cabalmente la coronacrisis y proyectar qué va a pasar en un futuro cercano, él es sin duda una de las fuentes más consultadas. Pero a no confundirse: no estamos frente al Nostradamus del nuevo milenio. Sencillamente, Bill Gates viene estudiando las pandemias hace años: él mismo se definió alguna vez como «un fanático de la inmunología». Un fanatismo que parte de una obsesión general por la salud global y por otras cuentas pendientes de la civilización en ámbitos clave (educación, energía, agricultura, cambio climático) y que, en un giro impensado para el chico rico, caprichoso y geek de los 90, lo transformó en un filántropo sin parangón, líder de la fundación privada más grande del planeta, a la que ya le inyectó unos US$ 36.000 millones de su propia billetera para alcanzar objetivos tan diversos como desarrollar un reactor nuclear limpio y seguro o erradicar enfermedades de la pobreza, como la poliomielitis, la tuberculosis y la malaria.
Su impacto es tan profundo que hasta se tuvo que inventar un nuevo concepto para explicar el trabajo caritativo que lleva adelante. El filantrocapitalismo, término acuñado por el exeditor de The Economist Matthew Bishop y el economista Michael Green, hace alusión a los millonarios que hacen inversiones sociales, es decir, que eligen concienzudamente a dónde destinan sus donaciones aplicando el mismo análisis que harían frente a un nuevo negocio, preguntándose cosas como: ¿qué chances hay de maximizar la inversión?, ¿qué riesgos estamos tomando y cuál es la ganancia en juego?, ¿cómo podemos aprovechar la data pura y dura para alcanzar el éxito? Según Bishop y Green, algunos de los filantrocapitalistas más famosos son Bono, Sting, Richard Branson y George Soros. Pero Gates, que no solo firma los cheques sino que se involucra de lleno en cada proyecto que elige financiar, llevó la definición a otro nivel.
De villano a favorito
Si alguien hubiese dicho, veinte años atrás, que Bill Gates se iba a transformar en el mayor filántropo de la historia de Estados Unidos (y, posiblemente, del mundo), nadie lo habría creído. De hecho, debido a su fama en los 90 de pelear hasta las últimas consecuencias por cada centavo de dólar, habría sido el ejemplo perfecto de un oxímoron.
Nacido en octubre de 1955, William Henry Gates III fue el segundo de los tres hijos de una típica familia acomodada de Seattle. Su padre fue un exitoso abogado y su madre, un miembro destacado de su comunidad, tanto por su trabajo voluntario en organizaciones educativas y benéficas como por haber sido una de las primeras mujeres de su país en integrar directorios de bancos, empresas de telecomunicaciones y aseguradoras, entre otros sectores tradicionalmente masculinos para la época. Bill tuvo una infancia privilegiada, con clases semanales de tenis, vacaciones de esquí en el invierno y visitas a la iglesia protestante de su barrio cada domingo. Pero era sobre todo un introvertido sin remedio, que se refugiaba en sus libros siempre que podía (un hábito que conserva hasta el día de hoy, que siempre que viaja se lleva una bolsa con diez o hasta quince títulos de no ficción diferentes para leer y aprender).
Acostumbrado a la escuela pública a la que asistió hasta los 12 años, estuvo a punto de hacer trampa para reprobar el examen de ingreso en Lakeside School, la secundaria privada y solo para varones a la que sus padres insistieron en mandarlo. «Pero fue más fuerte que yo», admitió acerca de los ejercicios y preguntas que tuvo que resolver, y que respondió sin ningún error. Acostumbrado al entorno competitivo en el que fue criado, en octavo grado, obtuvo su primer gran título: en el ranking de mejores alumnos en matemáticas de todo el estado de Washington, salió primero, pero no solo comparado con chicos de su misma edad, sino también con respecto a los de noveno y décimo.
Fue en la recién estrenada sala de computación de Lakeside donde conoció a Paul Allen, dos años mayor que él, tan fanático de Jimi Hendrix como de la programación. Paul logró fascinarlo con el nuevo mundo lleno de posibilidades que se abría gracias a los chips y la escritura de código, pero no tuvo la misma influencia con respecto a sus gustos musicales. El primer software que Gates creó fue un tateti en el que se jugaba contra la computadora. «Estaba maravillado con la máquina y cómo siempre ejecutaba el código de programación a la perfección», escribió en su biografía. Solo él sabrá si ese fue el momento en que su manía por descubrir soluciones a problemas complejos y sistematizarlas se encontró por fin con un canal de expresión a la altura de su deseo, o si fue la computación la chispa que generó esa pulsión insaciable.
Gates y Allen pasaban días enteros programando; lo que empezaron a escribir fue mucho más que código: fue la historia misma de Microsoft, una de las empresas más exitosas de todos los tiempos. Fundada por los dos amigos en 1975 (un año antes de que Bill tuviera la edad suficiente para comprar alcohol), Microsoft arrancó en un departamento que alquilaron en Albuquerque, donde también vivían por y para el software, durmiendo en formato microsiesta, con la cabeza apoyada sobre el teclado. Bill sobre todo estaba tan absorto que, para no perder tiempo en cuestiones innecesarias, se alimentaba a base de sobres de Tang, por entonces publicitado como la bebida que los astronautas de la NASA se habían llevado a la luna. Ni siquiera se molestaba en preparar el jugo: «Mi cuerpo ya tenía agua, así que me salteaba ese paso y directamente me comía el polvo», cuenta divertido en un pasaje del documental de Netflix Bill Gates bajo la lupa, estrenado en 2019.
Para cuando Microsoft se convirtió en una empresa pública, Allen ya había dejado de trabajar ahí tras haber sido diagnosticado de cáncer pero, sobre todo, por algunas diferencias insalvables con su socio. Bill le criticaba a Paul que no estuviera lo suficientemente comprometido con el trabajo, y éste veía en aquel una ambición desmedida, una persona intensa y soberbia capaz de pasar por el estacionamiento de las oficinas un sábado para leer las patentes de los autos y así adivinar qué empleados iban a trabajar los fines de semana.
La salida de Microsoft a la bolsa en 1986 llevó a que, con apenas 31 años, Gates se transformara en el multimillonario hecho desde abajo más joven de Estados Unidos, con US$ 318 millones según la revista Forbes. Durante la siguiente década, su exposición pública -al igual que su fortuna- no hizo más que crecer y volverlo un personaje casi mítico. Pero, en pocos años, su imagen popular de nerd devenido rico y famoso, admirado y envidiado en partes iguales, sufrió un golpe descomunal.
¿Es Microsoft demasiado poderosa?, se preguntaba el título de la nota de tapa de Business Week en marzo de 1993. La misma comunidad techie era mucho menos sutil a la hora de criticar al gigante del software (cuyo sistema operativo y producto estrella, Windows, estaba instalado en el 98% de las computadoras del planeta) y lo acusaba de haber establecido un monopolio implacable, a fuerza de conductas antiéticas y de comprar u obligar a quebrar a la competencia. Fue por esa época que Microsoft se ganó el apodo de imperio del mal en alusión a Star Wars, la saga que, irónicamente, Bill tanto amaba (para el estreno de Episodio I: La amenaza fantasma, compró los 395 asientos de un cine para poder ver la película solo con su esposa Melinda).
La polémica escaló varias veces a los tribunales con las demandas de distintos rivales hasta que el propio gobierno de Estados Unidos lo acusó de monopolio abusivo. Amenazada la supervivencia de un negocio con ingresos de US$ 25.000 millones anuales y que daba trabajo a casi 50.000 personas (hoy son US$ 125.000 millones y 150.000 empleados), Gates decidió dar un paso al costado del management y enfocarse 100% en la defensa.
Años de litigios, sentencias y apelaciones desembocaron, en 2001, en un acuerdo tan desgastante económica como emocionalmente. El día que ese infierno terminó, confiesa que lloró. Pero, aunque había logrado salvar a Microsoft, el futuro no sólo era incierto sino, incluso, desalentador: mientras él peleaba la batalla judicial, la industria tech había pegado un salto cuántico de la mano de los primeros smartphones, el auge de la música digital y las incipientes redes sociales. Su empresa llegaba tarde a una nueva edad de oro liderada por Apple y sus revolucionarios iPod e iPhone, frente al cual la insulsa e inmóvil PC quedaba como un armatoste jurásico.
«Sería un tipo más abierto e interesante si alguna vez en su juventud hubiese probado ácido o ido a un ashram», era el tipo de crítica que solía hacerle Steve Jobs ; ambos mantuvieron siempre una extraña relación pasivo-agresiva , mezcla de admiración y rivalidad, de complicidad y competencia. Se podría decir que los dos hombres que protagonizaron la revolución de la computadora estaban en polos opuestos intelectualmente, y esto se reflejaba incluso en su forma de vestir. Jobs, con su legendario outfit de jeans Levi’s, zapatillas blancas New Balance y remera negra de manga larga y cuello alto, se convirtió en todo un ícono de la tecnología potenciada mediante la estética y la creatividad; en cambio, Gates puso la practicidad ante todo y desde que tuvo 30 se vistió como si tuviese 60, un uniforme de rigor sin ningún tipo de imaginación a base de pantalones beige, sweaters de cashmere y anteojos en la antítesis de lo cool.
«Daría mucho por tener el buen gusto de Steve», admitió Bill, con la arrogancia más aplacada, en 2007, el mismo año en que Apple lanzó el primer iPhone y su sobria belleza cautivó a millones de personas. Mientras tanto, en Microsoft, todavía se debatían sobre la supervivencia de Clippy, el molesto y burdo asistente virtual de Word, y el supuesto competidor del iPod, Zune, ya mostraba claras señales de convertirse en un fracaso total.
Pero el gran error de Bill Gates , que él mismo admite que le hizo perder «una oportunidad única en un mercado de US$ 400.000 millones», fue dejar que Google creara el sistema operativo Android. «De haberlo hecho nosotros, hubiésemos sido el líder tecnológico indiscutido. Ah, bueno.», se encogió de hombros cuando habló del tema por primera vez el año pasado.
No es que Bill Gates haya perdido la ambición; más bien, la reenfocó. Fue precisamente después de ese calvario de litigios que su mente invencible -brillante, inquieta, obsesiva- mostró los primeros atisbos de una profunda e irreversible metamorfosis personal. Como graficó Jeff Goodell, editor de Rolling Stone : «Cuando Gates renunció a su cargo de CEO en Microsoft en 2000, encontró la manera de transformar su agresivo impulso por conquistar el escritorio en otro impulso igual de agresivo por ganarle a la pobreza y la enfermedad». Así se explica por qué, en vez de proponerse objetivos más glamorosos y excitantes como crear el teléfono móvil más deseado o lanzar un auto descapotable al espacio, el nuevo milenio lo encontró desvelándose por reinventar el inodoro.
El ascenso del filántropo
Hubo dos mujeres que marcaron a fuego la vida de Bill Gates y que le señalaron el rumbo a seguir. Su madre fue quien le abrió camino en muchos sentidos; fue en gran parte gracias a su ejemplo que Bill entendió la importancia de involucrarse con la comunidad e interesarse por alguien más que sí mismo. Cuando ella falleció, a mediados de los 90, el golpe fue durísimo pero, también, marcó el puntapié emocional para empezar a vislumbrar su nuevo destino. Pero quien terminó de impulsarlo de lleno en dirección a la filantropía fue Melinda French , a quien conoció por ser su empleada en Microsoft (con 22 años, fue la primera y única mujer programadora de la compañía) y con quien se casó en 1994.
Como en muchas otras ocasiones en su vida, la epifanía le llegó leyendo. El 9 de enero de 1997, como todas las mañanas, el matrimonio desayunaba hojeando The New York Times . De repente, el título de un artículo firmado por el periodista Nicholas Kristof los shockeó: «En el Tercer Mundo, el agua todavía es un líquido letal». La nota exponía la carencia absoluta de un sistema de sanitización que hacía que, en muchísimos países de Asia y África, de India a Tanzania, los desechos humanos fueran a parar al mismo lugar que el agua potable. «Unas 2900 millones de personas (el 66% de la población del Tercer Mundo) no tienen acceso a un inodoro, ni siquiera a una letrina decente», revelaba la investigación de Kristof, agregando otra cifra aún más escalofriante: por tomar agua contaminada, la diarrea mataba a unos 3,1 millones de personas anualmente, casi todas niños.
Hace rato que Microsoft donaba PC a escuelas carenciadas, pero la pareja sabía que podía -y quería- tener un impacto más profundo. Esta nota, que interpeló directamente a su anhelo escondido, y la insistencia de Melinda fueron clave para pasar inmediatamente a la acción en lugar de esperar a su jubilación, que era su plan original.
Dos años más tarde, anunciaba junto con Melinda el lanzamiento oficial de la fundación que lleva el nombre de ambos y los tiene como socios igualitarios. Y ahora, tras dos décadas de trabajo incansable e ininterrumpido, la Bill and Melinda Gates Foundation es de una escala titánica. Cada año, destina más dinero a la promoción de la salud global que la mismísima Organización Mundial de la Salud (OMS), y juega un rol clave en el financiamiento (o, en algunos casos, incluso la creación) de entidades como el Global Fund de las Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Instituto de Métricas y Evaluación de la Salud. Además, sus esfuerzos por impulsar la vacunación infantil y combatir enfermedades como el VIH pediátrico, la tuberculosis y la malaria no tienen parangón -y, lo que es todavía más importante para Bill, sus resultados son medibles y cuantificables.
Gates asegura que no se siente un superhéroe, pero se anima a identificar en sí mismo algo parecido a un superpoder: «Si tengo uno, tiene que ver con mi optimismo hacia la innovación científica y mi capacidad para armar equipos. Mi experiencia en Microsoft me enseñó varias cosas: gestionar grupos de profesionales; diagnosticar qué cosas van por buen rumbo y qué otras no, y ser paciente para alcanzar logros que llevan varios años. En la medicina, el proceso es aún más largo. Así que hay que tener paciencia, abordar los desafíos desde múltiples estrategias y empujar la innovación siempre un poco más».
En cuanto a la nota de The New York Times que tanto lo inspiró (una copia enmarcada puede verse en el hall de entrada de la fundación), Bill se propuso encontrar una solución definitiva al flagelo de la diarrea . Por eso, mientras otros magnates más propensos al estrellato como Jeff Bezos (amo y señor de Amazon) y Elon Musk (creador de los autos eléctricos Tesla) anunciaban que se sumaban a la carrera espacial con proyectos de ciencia ficción y rimbombantes campañas de comunicación, Bill se abocó de lleno a investigar y convocar a un grupo de expertos diversos para diseñar un inodoro autosustentable, barato y sencillo de instalar en zonas pobres y remotas. Cuando lo logró, reunió a potenciales inversores chinos en su Reinvented Toilet Expo en Pekín, donde dio una conferencia con un tarro de excrementos apoyado sobre su atril, en una por lo menos curiosa estrategia para seducirlos a fabricarlo en masa.
«Mi objetivo no es ser inspirador. El mundo tiene recursos limitados. Hago esto porque creo en la optimización. En la erradicación de enfermedades, llegar a cero es mágico porque, cuando se logra, en todos los años siguientes no se gasta en prevención, y se evita el tratamiento y toda la tragedia», argumenta él en el documental de Netflix, con una racionalidad que no se oxidó a pesar de los años. Aunque, unos minutos después en la película, admite: «Por suerte, me fui ablandando». Bill Gates no perdió su ego (si no, ¿cómo podría creerse capaz de alcanzar los altísimos desafíos que se propone?), pero no delira con llevarlo al infinito y más allá, sino que lo que le da sentido a su vida es poner esa férrea ambición suya al servicio de mejorar el planeta que ya tenemos. Y ahora, frente a la amenaza del COVID-19, el otrora villano del capitalismo tiene la chance de pasar a la historia como héroe humanitario.
Antes del aislamiento obligatorio, si uno se cruzaba a Bill Gates por la calle (una suposición para nada alocada: el año pasado, una foto que le sacaron haciendo fila en una hamburguesería un domingo a la noche, esperando despreocupado con las manos en los bolsillos y en zapatillas, se hizo viral), hubiese sido difícil captar algo en él que diera la impresión de estar frente al multimillonario que encabezó los rankings de riqueza global 18 veces en los últimos 25 años.
Si bien vive en una magnífica ecomansión valuada en US$ 130 millones (que bautizó Xanadu 2.0 en alusión a la película Ciudadano Kane ) con cine privado, garaje para unos 20 autos y hasta una playa con arena traída del Caribe, entre otros highlights , su mayor hobby después de la lectura es jugar al bridge, sobre todo si puede hacerlo en compañía de su gran amigo Warren Buffett. Con él tiene varias cosas en común a pesar de los 35 años de edad que los separan, empezando por sus colosales fortunas y una adicción preocupante a la comida chatarra. Su gran proyecto conjunto fue The Giving Pledge, en 2010, una campaña que crearon para dar a conocer su compromiso de donar al menos la mitad de su fortuna a lo largo de su vida (los Gates darán el 99,96%, dejándoles a sus tres hijos «sólo» US$ 10 millones a cada uno). Ya los imitaron más de 200 magnates, como Larry Ellison y Mark Zuckerberg, fundadores de Oracle y Facebook, respectivamente, lo cual llevó la cifra total de dinero por ceder mediante The Giving Pledge a unos US$ 500.000 millones.
La suma es impresionante, pero Gates no se impresiona fácil, ni siquiera cuando se trata de sí mismo, como demostró en una entrevista para la TV noruega. «Es un mito que soy el mayor filántropo de la historia. Sí, en un sentido puramente económico, puedo entenderlo, porque antes de morir voy a haber donado US$ 100.000 millones. Pero, para mí, alguien que elige vivir en África para trabajar en un hospital dio mucho más que yo, que todavía tengo mi avión privado y puedo comerme una hamburguesa cuando quiero. No tuve que sacrificar mi tiempo ni mi bienestar de la misma manera que un montón de personas anónimas que hacen cosas increíbles».
Un mensaje similar envió por sus redes sociales el 5 de abril pasado, cuando se filmó en la ventana de su casa con un cartel en el que había escrito: «Gracias a los trabajadores de la salud» y después les dijo: «Ustedes son verdaderos héroes. Les agradezco su sacrificio para mantenernos sanos y salvos».
Halting funding for the World Health Organization during a world health crisis is as dangerous as it sounds. Their work is slowing the spread of COVID-19 and if that work is stopped no other organization can replace them. The world needs @WHO now more than ever.
— Bill Gates (@BillGates) April 15, 2020
De alguna manera, el coronavirus puso en foco como nunca antes su increíble reinvención: Gates es noticia casi todos los días, ya sea porque no se calla a la hora de criticar a Donald Trump por su decisión de cortar el financiamiento a la OMS («Es peligroso. El mundo la necesita más que nunca», tuiteó, alcanzando casi medio millón de reacciones) o porque anuncia la puesta en marcha del programa Therapeutics Accelerator, que busca apurar drásticamente los tiempos de I+D para dar con la cura. Y hasta se hace tiempo para recordarle a la gente que lo sigue (49,6 millones en Twitter y 5,3 millones en Instagram) la importancia de respetar la cuarentena, en su opinión, la principal arma que tiene la humanidad para defenderse hasta que aparezca esa vacuna milagrosa.
Fuente: La Nación