Seis cuadras por seis cuadras bastan para que un pueblo tan amable como Bayauca se convierta en un ícono rural. Fue a finales del siglo XIX cuando los primeros habitantes llegaron al noreste bonaerense con la esperanza de colonizar lo que para ellos era el futuro. En la década del 70, cuando se vivió el mayor auge poblacional, entre la zona urbana y el campo se contabilizaban cerca de 2000 habitantes. Hoy, su comunidad se redujo en un 75 por ciento en comparación a su época de esplendor.
La gente circulando por las calles de tierra, los comercios abiertos y los niños jugando en la plaza le daban vida y esperanza a un lugar que parecía tenerlo todo para repuntar y convertirse en un ejemplo para localidades vecinas como Bermúdez, Triunvirato y Lincoln. Pero el sueño quedó trunco. Con el transcurrir de los años, Bayauca fue perdiendo poco a poco el brío que una vez tuvo y la población comenzó a descender de manera sostenida.
Los habitantes fallecidos y la migración de los más jóvenes empezaron a generarle un fuerte vacío a la comunidad. Dicen que fueron un cúmulo de factores los que aceleraron la despoblación: la falta de servicios, atención médica y la ausencia de oportunidades laborales para crecer. Esto los llevó a convertirse en lo que sus residentes consideran “un cubo en vez de una pirámide”, tal y como estaba previsto hace más de un siglo, cuando llegaron los primeros vecinos y levantaron los cimientos del pueblo en las cercanías a la estación del tren.
“Los adultos se fueron muriendo. La gente cada vez es menos; quedaron apenas el padre, la madre, y los jóvenes se van a las ciudades a buscar mejores oportunidades”, dice Osvaldo Petrone, el único habitante con un título universitario que probó vivir en la ciudad y decidió volver al su tierra natal para retribuir todo lo que un día le dio. Ahí preside una de las cooperativas que prestan los servicios básicos a la población.
Se dice que la primera familia que se instaló en los alrededores fue la de Juan Seré, un empresario francés llegado de la región de los Bajos Pirineos que compró una de las estancias más pomposas de la zona rural. La fundación del pueblo data del 25 de septiembre de 1893, el registro más antiguo del que tienen conocimiento: está asentado como “el primer día que pasó el tren” -ramal de Bragado a Lincoln- por ese lugar.
Una promesa
La emigración “le quitó vida al pueblo” y la promesa de un crecimiento acelerado cada día se ve amenazada por la atracción de las grandes ciudades. Petrone recuerda que, 20 años atrás, los vecinos de otras localidades se acercaban a los comercios de Bayauca y generaban, incluso, un movimiento interno que hoy no se compara con lo que están viviendo.
La soledad se pronunció aún más hace cuatro años, cuando la cerealera Nidera le vendió al holding chino Cofco la compañía que se había establecido hacía muchos años en las inmediaciones. En los meses de cosecha se estacionaban hasta 70 camiones en las sendas urbanas y rurales y revitalizaban el pueblo; 12 meses después de la operación, cerraron definitivamente la vieja fábrica que fungía como una fuente más de trabajo, condenando a su gente a hundirse en la nostalgia.
“Movían el comercio del pueblo: le daban vida. Ahí vimos una caída también. Fue un palazo nuevamente para nosotros y dijimos: ‘Uh, Dios, ¡volvimos a retroceder!’. Ese día sentí realmente que volvimos a retroceder. Fue muy triste”, cuenta Viviana Fardos, delegada municipal, que ocupa el cargo desde 2015.
Los viejos recuerdos
En sus mejores épocas, Bayauca tuvo cuatro almacenes, una sala de cine, bazares, tiendas, establecimientos y hasta un hotel, propios de una ciudad del siglo pasado, donde las familias obtenían todo lo necesario para su día a día.“Hoy eso no los tenemos. Eran almacenes de ramos generales, a la antigua, donde ibas y te servían una copa. Éramos completos en todo sentido y ahora todo eso ya no existe”, señala Petrone, y explica que ahora “hay más gente grande que joven”, por una cuestión lógica.
Según datos del Indec de 2010, cuando se hizo el último censo, la localidad ya reflejaba los primeros indicios de lo que serían la desolación y las consecuencias del movimiento migratorio: ese año se contabilizaron 541 habitantes.En el medio, los más jóvenes salieron a buscar nuevos horizontes y los dueños de los campos de la zona se instalaron en las ciudades aledañas, mientras los adultos intentaban sobrevivir al abandono de una vida sin asistencia médica y la privación de una ruta decente, apenas motivados por el deseo de seguir viviendo en el lugar que los vio crecer.
En las 30 manzanas de su área urbana, Bayauca tiene un jardín de infantes, una escuela primaria y secundaria, que hasta hace algunos años impartían clases hasta el séptimo grado, pero hoy los alumnos pueden terminar el bachillerato y viajar a otra ciudad para acceder a la educación superior. “No hay nada que ofrecerles a los chicos y jóvenes.Se produce trigo, cebada, maíz, soja y girasol en los campos. Los comercios son pocos y no hay ninguna fábrica, solo una cooperativa de reciclaje de plástico que brinda trabajo a unas pocas familias”, asegura Petrone.
El modo de vida para las personas laboralmente activas es ser empleado municipal, en la cooperativa comunitaria, en una empresa de plástico y en el campo, que son las fuentes de trabajo que permiten a su población sostener su calidad de vida. “Mi abuelo llegó en 1900 y murió a los 95 años, en 1974. Mi papá nació acá y yo también, soy nativo. Me gustaría que mis nietos se quedaran acá, pero tienen que buscar una fuente de trabajo, emprender”, agrega el vecino.
La despoblación comenzó a sentirse hace dos décadas cuando el tren de pasajeros hizo su último viaje. El carguero lo hizo hace 10 años después del desplome de un puente y condenó al pueblo a la inexistencia. “En ese tiempo había mucha más conexión de lo que hay hoy”, dicen los habitantes que aún guardan los recuerdos de cuando corrían cerca de las vías. Actualmente, en cada casa viven apenas una o dos personas, un número que dista mucho de lo que se registraba años atrás. El promedio en cada vivienda, explican, se calculaba entre siete u ocho personas por grupo familiar.
Una nueva esperanza
“Estuvimos nueve años sin médicos. Había uno que nos bancó, que venía hacía consultorio y se iba. Hoy contamos con dos: una doctora de Morón y uno de Venezuela, más un enfermero”, relata Fardos. En los días invernales y lluviosos, los vecinos perdían por completo la comunicación con otros pueblos de la zona por la falta de inversión en infraestructura.
Ahora tienen un botiquín farmacéutico, una salita “muy completa” y llegan especialistas como odontólogos y obstetras que también atienden a la gente por temas puntuales. “Este tiempo ha sido positivo. Se hizo un alteo con piedras para mejorar los caminos y se hicieron algunas mejoras en la histórica parada del tren y una plaza”, destaca. Pero los residentes todavía tienen que hacer 23 kilómetros en camino de tierra para llegar hasta una estación de servicio. Como una paradoja del destino, cuentan sus habitantes más añosos, los almacenes de hace casi medio siglo proveían de combustible a la comunidad.
Durante la gestión de María Eugenia Vidal, como gobernadora de la provincia de Buenos Aires, en ese lugar se inició la construcción de un parque solar fotovoltaico, con una inversión de $24.000.000 en 1200 paneles solares, que hoy está paralizado y era una de las ilusiones del pueblo, junto a la cooperativa de reciclaje de plástico que emplea a 10 familias. Allí se fabrican ladrillos con material reciclado.
Ahora conviven lo viejo con lo nuevo y la esperanza de un día repuntar y proyectar. El sueño de sus pocos habitantes es recobrar la vigorosidad que tenía el pueblo antes de los 70: crecer y que los más jóvenes tengan motivos para quedarse o los de afuera para invertir.
“Pasamos mucho abandono y eso trae acarreada mucha tristeza. Me daba mucho miedo de que el pueblo desapareciera. Pensaba: ‘¿Qué hago acá?’. Se me murió mi papá sin atención médica porque no había doctores. Pero por la parte económica no es fácil y entonces te vas quedando, pero el que tiene la posibilidad de irse se va”, sintetiza la delegada.
Fuente.: Belkis Martínez, La Nación