Es el mundo pre Internet visto a través de Instagram. Están las mesas de tapa naranja, las servilletas que no limpian, el teléfono público, los hombres que leen diarios en papel y el mozo que va y vuelve con un trapo rejilla debajo de la bandeja. También está el té servido en taza de vidrio marrón y el sifón al lado de unas milanesas con puré. En las fotos de Bar de Viejes todo eso está y genera cientos de likes y decenas de miles de seguidores. Pero en esa cuenta de Instagram hay más, bastante más, que una exaltación del pasado.
“Bar de Viejes captura los bares de antes pero habla del presente. No es nostálgico”, dice la administradora de la cuenta. Es una mujer de 31 años que antes pidió que su nombre no se publicara. Y ahora, sentada a la mesa de un bar del Bajo porteño, dice que lo prefiere así para que la atención esté en el proyecto, que es colectivo y busca generar un mapa alternativo de los bares de la Ciudad.
Explica: “El objetivo es armar una guía -por fuera de ‘lo notable’- que ponga a estos cafés otra vez en el radar, que ayude a que sean re-habitados y que los destaque por lo que son: un lugar de pertenencia con una sociabilidad que no se da en otro espacio, ni siquiera en un restaurante, y en un Starbucks, menos”.
Gran parte de la interacción, dice, se apoya en el hábito. En un estar sistemático a lo largo de los años. Tener una mesa, conocer la historia de los que atienden y de los que se sientan al lado. Entrar saludando a todos por el nombre y en voz alta. O con un gesto. Llegar con ganas de hablar y otras, sin; y que eso se respete. “Se practica un sentido de comunidad que no es excluyente con la soledad, y esa dualidad es fascinante”.
«Los bares de viejes se parecen a un club de barrio. Hay un reconocimiento del otro, hay amistad. Hay risa, debate (en general político y deportivo) e intercambio de información o servicios: si es tu espacio cotidiano seguramente consultes ahí por el contacto de un buen electricista o plomero», dice. Y después marca la diferencia: «No son lugares individualistas, donde los clientes toman café de un envase que lleva su nombre».
«¿Querés un vaso con soda y jugo de limón o preferís el sifón y en un platito aparte las rodajas?», la interrumpe amablemente la mujer que maneja la caja y ahora atiende en simultáneo su pedido. También hay un mozo. A las cinco de la tarde, mientras afuera el movimiento de Belgrano y Paseo Colón se vuelve frenético por el regreso a casa, los encargados del café Comet se dividen entre la mesa con la gestora de Bar de Viejes y otra con tres hombres. Sobre ellos giran las aspas de un ventilador.
El Comet, en Belgrano y Paseo Colón, es uno de esos bares que funcionan como lugar de pertenencia. Foto: Luciano Thieberger.
Acá y allá, hay espejos. Los bares que integran la cuenta de Instagram los suelen tener: «Antes , los espejos se colocaban para que el mozo pudiera ver cada rincón del salón. Incluso, desde detrás de la barra». La que hay en Comet es llamativa. El menú de platos y aperitivos se muestra en una pizarra de hospital público o juzgado: fondo negro y letras blancas individuales que forman palabras. En el medio hay un reloj de pared. Y abajo, banquetas negras, redondas y mullidas. Giran sobre sí mismas, para un lado y para el otro. Son el sueño de cualquier chica o chico de menos de siete.
Los baños, como en la mayoría de los locales gastronómicos porteños, son binarios. Uno para mujeres y otro para hombres. Separando cada puerta hay un teléfono público empotrado a una pared. Alguien pegó un cartel: «No funciona».
En el Bar Comet hay un teléfono público con un cartel de «No funciona». Foto: Luciano Thieberger.
En forma histórica, muchos argentinos adoptaron un bar. Lo usaron como una extensión de su casa. Pero en algún momento los bares de toda la vida dejaron de serlo.
Ocurrió por el avance de las cadenas, por falta de espalda económica de estos espacios más chicos, pero también por dar un servicio pobre o por ser incapaces de adaptarse.
Bar El motivo, en Zamudio y Del Carril. Ahí Bar de Viejes organizó el festejo de los 60 años del café. Fue la primera experiencia de implementar prácticas nuevas para atraer otros públicos. Gentileza: @bardeviejes
«La supervivencia de los bares de viejes depende del público joven.La gente que ya los conoce y los consume, va a seguir yendo. Pero ese público eventualmente va a dejar de estar», dice la creadora de la cuenta.
Sus seguidores -esos que le suman likes y comentarios o le sugieren otros bares para retratar- tienen entre 25 y 45 años. Ella cree que el desafío está en alcanzar una convivencia entre lo viejo y lo nuevo.
Café Río, en Sarmiento y Río de Janeiro. Gentileza: @bardeviejes
«Hay que cambiar la lógica de consumo. Si nos entristece que desaparezcan, si los valoramos, usémoslos. Apropiémonos de ellos y hagámoslos parte de nuestro hábito«, propone.
¿Cómo? «Primero yendo y segundo formando comunidad. Los bares de viejes traen un pasado pero habilitan el presente. Se puede retomar su tradición como punto de encuentro y articular cada tanto prácticas nuevas». Esas actividades pueden ir desde una performance, pasando por un club de lectura o una proyección, hasta una feria de fanzines.
Y esa acción, aclara, no implica desplazar al habitué, sino integrar. La convivencia tiene que ser respetuosa.
BarEs
Lo primero que pensó la impulsora de Bar de Viejes fue por qué. ¿Por qué siempre varones adultos, blancos y heterosexuales?
La pregunta volvía en cada bar. Y, cuando ya llevaba un año fotografiando estos cafés, decidió hacer algo. Primero cambió la O de viejos por una arroba. No le pareció suficiente y entonces apareció la E. Viejos mutó a viejes.
El Balón, de Gaona y Bolivia. Gentileza: @bardeviejes
Detrás del cambio de nombre hay una intención: «La idea es que estos espacios empiecen a ser ocupados por mujeres y minorías«.
Desde su arquitectura, muchos de estos bares expresaban las prácticas sociales de la época en la que surgieron. «Todavía quedan algunos que ni siquiera tienen baños para mujeres y en otros aún se ven los apartados, ahora refuncionalizados», dice y explica: «Eran ambientes construidos para diferenciar el bar del ‘sector para el hogar’, donde podían estar las mujeres con los hijos».
Mientras el hombre tenía la libertad de separar sus capas -trabajo, familia y ocio-, a la mujer no se le permitía ocupar el terreno del bar.
«Cuando yo era chica, ser habitué femenina de un bar de viejes era bastante hostil. Había mucha resistencia». La comunidad era exclusiva de varones y el rechazo al ingreso se evidenciaba en una acción: volver a la mujer objeto».
Ocurría -todavía ocurre- en el transporte, en el trabajo, en la calle, en el deporte y en muchos otros ámbitos. «Los bares no son ajenos al feminismo y el objetivo de empezar a ocupar lugares tradicionalmente masculinos incluye al bar. La manera de combatir es ir, estar, volverse sujeto».
Café La Esquinita, en Independencia y Tacuarí. Gentileza: @bardeviejes
Hablar de un bar es hablar de la historia de una sociedad. De cómo se organizó la inmigración (detrás de la mayoría de los bares de viejes hay gallegos y asturianos), de trabajo (suele haber mucha contratación informal) y de identidad barrial. También, es hablar de género. Ella sintetiza: «Es hacer una historia social de Buenos Aires».
Consciente de esa magnitud, presentó al Gobierno porteño un proyecto de mecenazgo. Y obtuvo el financiamiento. El resultado será una página web con un mapa con al menos 400 bares de viejes. Tendrá reseñas, recomendaciones gastronómicas -especialidades de cada bar- y narraciones. Dato bueno y de acceso rápido, como lo demandan las generaciones nuevas.
Bar Tokio, en Alvarez Jonte y Pasaje Tokio. Gentileza: @bardeviejes
Un poco de todo eso ya lo empezó a hacer en la publicación cultural Amo Villa Crespo. Ahí, perfiló al Bar Iberia, un café que desde hace 37 años acompaña a los vecinos de Villa Crespo en la frontera con Paternal.
Escribió sobre sus tallarines al huevo, canelones, lentejas guisadas y los sándwiches de queso y crudo. También dejó líneas tan lindas como esta: «Otra historia de ‘los gallegos’ (por los dueños) es que siempre adoptaron una perra doberman bajo el nombre de Pamela. Ya son tres Pamelas en la historia de Iberia. Siempre doberman, siempre hembra, siempre Pamela».
Bar de viejes detecta el patrimonio cultural que hay por fuera del circuito notable. Lo ve y comparte. Lo defiende: «Son espacios austeros. El menú es simple. No están atentos a la tendencia, no van a sumarle palta a la tostada. Pero saben trabajar con la materia prima. Hace décadas que lo hacen. Y lo más importante: ofrecen una experiencia social, no son ámbitos impersonales».
En los últimos años, la mujer detrás de Bar de Viejes vio a muchos cerrar. Por eso insiste: «La forma más importante de apoyar es yendo. Si nos importa lo local, si creemos que hay un valor ahí, si entendemos que forma parte de nuestro universo propio, pero no lo trasladamos a nuestros consumos, es pura selfie».
Fuente: Clarín