Antes de dar sus primeros pasos, Josefina Montoya (el nombre fueron modificado para preservar su privacidad) ya superaba los 250 likes. Un recuerdo de sus veranos luciendo su traje de baño de lunares rojos. Otro con su guardapolvo nuevo en su primer día de jardín. Una ancha sonrisa dejando al descubierto sus dientes de leche llenos de chocolate. Estas son algunas de las tantas imágenes que su madre compartió de sus primeros años de vida a través de las redes sociales. «Cuando quise registrar el momento en que soplaba las velitas de su noveno cumpleaños, Jose me dijo que no le tomemos más fotos de todo lo que hacía. Dejé de hacerlo porque me pareció importante respetarla», explica Mónica Gonzáles, su madre.
La reconocida peluquera Ale Lamensa también publicó a través de su cuenta que su hija le había pedido que no comparta más fotos ni videos de ella. Las imágenes de bebes influencers, como Mirko Wiebe -el hijo de Marley (@mirko_ok)- con más de cuatro millones y medio de seguidores, desbordan las redes sociales. En la cultura del espectáculo, compartir la vida privada de los hijos se ha convertido en una tendencia y hasta existe un vocablo en ingles para esta práctica: sharenting.
Según un estudio elaborado por las universidades de San Francisco y Michigan, el 56% de los padres comparte información potencialmente vergonzosa de sus hijos, el 51% aporta datos con los que puede localizárseles y un 27% sube fotos directamente inapropiadas.
El 56% de los padres comparte información potencialmente vergonzosa de sus hijos, el 51% aporta datos con los que puede localizárseles y un 27% sube fotos directamente inapropiadas.
El fenómeno dispara preguntas: ¿Qué sentirán estos hijos cuando se enfrenten a una foto suya en el futuro? ¿Cuáles son los riesgos de esta exposición? ¿Qué sugieren los expertos en relación a la privacidad? ¿Cuándo es prudente compartir?.
«A raíz del surgimiento de las redes sociales, se desdibujaron las fronteras entre lo público y lo privado. El primer riesgo de exponer la privacidad de los hijos es que el mundo virtual tiene alcances ilimitados. Las huellas digitales que uno va dejando como usuario quedan y uno nunca sabe quién está detrás de la pantalla. Por eso los padres deben asesorarse», explica Roxana Morduchowicz, doctora en Comunicación, especializada en cultura juvenil y consultora de Unesco sobre estos temas. Las huellas digitales que uno va dejando como usuario quedan y uno nunca sabe quién está detrás de la pantalla Roxana Morduchowicz
Ale Lamensa tiene más de 19.000 seguidores y todavía se sorprende cuando la interceptan por la calle y elogian a su hija Nika por sus dotes en el baile. «Yo solía subir publicaciones e historias de ella sin darme cuenta que hay tanta gente del otro lado. Hace unos días, cuando nos estábamos por tomar una foto, ella se tapó la cara y me pidió que sea la última vez que publique su imagen. Fue tan clara que lo entendí y no necesité indagar. Hay momentos en que uno se emociona con los hijos y quiere compartirlo, pero escucharlos y darles importancia a lo que piden es clave».
Para Ileana Berman, psicóloga especialista en maternidad, cuando los chicos están transitando el periodo de latencia-que suele comenzar a los siete años- y manifiestan que los avergüenza la exposición, es fundamental que sus padres los escuchen y respeten sus necesidades. «Como responsables de su crianza, los adultos deben poder identificar si el acto de compartir la intimidad será o no nutritivo para sus hijos. Los chicos no son de su propiedad. Es necesario atender a su opinión porque eso se puede volver en su contra».
Según un estudio de la firma de seguridad informática AVG, el 81 % de los bebés ya está en internet antes de cumplir los seis meses. Tal fue el caso de los dos hijos gemelos de Karina Gao, reconocida como @monpetitglouton por sus más de 170 mil seguidores. «Publico recetas de cocina para toda la familia. Durante los primeros dos años de mis chicos, compartía su imagen en las redes como parte de mi trabajo, hasta que mi esposo me pidió que no lo haga más por su seguridad. Hoy me alegro de esa decisión. No quiero que se sientan estigmatizados si se tuviesen que ver en el futuro. Ellos decidirán cuando sean más grandes y tengan conciencia del tema si quieren o no exponerse», expresa la influencer.
Los nativos digitales experimentan el mundo virtual y el mundo real como un continuo. La virtualidad vino a trascender los límites de tiempo y espacio. Hace unos días, Andrea Martínez, descubrió a su hija Juliana Aráoz (los nombres tampoco son reales, de 10, cantando en la soledad de su habitación y no pudo evitar capturar el momento. «Se sintió avergonzada creyendo que por filmarla, el video ya estaba dando vueltas por las redes. No entendía que uno puede solamente conservar la foto en el celular y que eso queda en la intimidad. Se quedó mucho más tranquila».
La psicoanalista especializada en niños y adolescentes Nora Koremblit de Vinacur alerta sobre los efectos que puede tener el intercambio con la tecnología a temprana edad. «Es importante que los niños tengan una relación responsable con los aparatos. Al resultar expuestos, estos crecen creyendo que son parte de un reality show donde pueden manejar la vida con tan solo un click. Eso los vuelve intolerantes a la frustración. Los padres deben actuar como modelo. Al hacer un uso comercial de sus hijos los exhiben a situaciones que ni ellos mismos conocen».
La compulsión a las capturas. Un fenómeno que preocupa a los expertos
Cada verano, Victoria Algorta, madre de tres hijos, se toma fotos en la playa para «congelar un momento en familia» y compartirlo con sus amigos a través de Instagram, según expresa. En esta temporada, las protestas de Benito, su hijo de 15 años, interrumpieron la tradicional rutina. «Al principio se rehusó. Dijo que de ninguna manera se sacaría una foto para que la suba a las redes. Entendí que está en una edad en que busca despegarse de sus figuras paternas. Me dejó publicarla con la condición de que la próxima vez le pida permiso».
Desde que llegan al mundo, los niños quedan entregados al orden de lo visible y con el mundo virtual, las miradas escrutan a estos «nativos digitales» por todas partes. Imágenes para la memoria. Imágenes para no perder nada. Imágenes para compartir. ¿Qué pasa cuando el registro se torna un exceso?: «Al poner el interés más en la captura de la escena que en la experiencia compartida, se desplaza la vivencia en sí misma. Aquí el deseo de los niños está a función del deseo de los padres. Eso los ubica en un lugar de cosificación que puede influir en su seguridad», analiza la psicóloga especializada en infancia Paula Martino.
Clara Pineda compartía en el grupo de Whatsapp de su familia imágenes de sus hijos y su suegro no perdía oportunidad para replicarla en las redes sociales. «Le tuve que pedir que deje de hacerlo porque me hizo sentir muy incomoda que cualquier persona sepa a dónde viajábamos, a qué lugar íbamos a comer, qué hacía Manu en el jardín. Entiendo que él cómo abuelo se sienta orgulloso pero me pareció que tenía que preservar a mis hijos».
Cómo protege la ley a los niños en estos temas
Según Agustín Montoya, abogado especialista en Derecho de Familia, no hay un marco legal específico que regule la materia de protección de datos de los menores. «Los niños, niñas y adolescente como sujetos en desarrollo, tienen el derecho de que su integridad psíquica, física y moral sea protegida, conforme a la Ley n°26.061 que data del 2005, en concordancia con lo establecido por la Constitución Nacional y la Convención sobre los Derechos del Niño. Es fundamental que los progenitores preserven la privacidad de sus hijos y los eduquen de un modo que estos sean conscientes de que ciertas fotografías o comentarios que divulguen en las redes sociales, pueden serles muy perjudiciales en el futuro, quedando afectados sus derechos al honor, a la intimidad y su imagen».
Y agrega: «De acuerdo al artículo n°16 de la Convención sobre los Derecho del Niño, «ningún niño será objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia ni de ataques ilegales a su honra y a su reputación».
Fuente: Lucía Cullen, La Nación