Alfredo Alcón nació el 3 de marzo de 1930 en Ciudadela. En una noche de verano había una luna enorme, de esas que parece que se pueden alcanzar solo estirando la mano. Estaba en la terraza con Félix, su padre, y le pidió si se la podía traer. Así que el hombre buscó una escalera y se subió para intentar alcanzarla. Un intento, luego otro y la luna seguía tan cerca como lejana. El papá no pudo reprimir la sonrisa ante la cara de frustración de su niño, que a pesar de eso siguió soñando que algún día alguien le traería la luna.
Recién había cumplido tres años y su padre murió. Alguna vez contó que confundió el velorio con una fiesta y que solo se dio cuenta de que algo muy triste pasaba al tropezarse con una vecina llorando, que observó todo escondido en un rincón y cuando todos se fueron al cementerio él se quedó solito jugando al entierro con un bichito muerto. Pero aunque estos recuerdos eran dignos de sus personajes, a él no le gustaba compartirlos: “Porque si yo le cuento a la gente qué me pasó el día que murió mi papá ¿qué le cuento a un amigo?”.
Sí le gustaba compartir que tendría seis o siete años y solía jugar entre las sogas de ropa colgada. Las cortinas se convertían en capas y las sábanas en mantos reales. Lo hacía a escondidas. Todavía no sabía que había una profesión que permitiría convertirse en rey o traidor y sin mutar de piel. Usaba pantalones cortos cuando leyó por primera vez Hamlet. No lo hizo por erudito sino por casualidad. Su padrino tenía una gran biblioteca y siempre le daba libros que consideraba adecuados para su edad. Así que en invierno se iba con grandes sobretodos y aprovechaba algún descuido para manotearse un libro. Una vez agarró Así hablaba Zaratustra de Nietzsche y, otra vez, Hamlet de Shakespeare.
Su madre, Elisa, era obrera en una fábrica de medias cuando Alcón estaba en cuarto año del secundario y ya había pasado por dos colegios. No se había ido por mal alumno sino porque no podía pagarlos. Un día de 1946 leyó el correo de lectores de una revista y entre las respuestas editoriales apareció la dirección de un lugar donde se formaban actores. A Alfredo le brillaron los ojos pero no dijo nada. No era necesario, su madre lo supo y lo anotó en el Conservatorio de Arte Dramático. La prueba de ingreso pintaba para papelón. Le preguntaron: “¿Qué teatro conoce?” Y él contestó: “El Odeón”. Pero igual entró.
Con su voz consiguió trabajo en una radio donde leía los informes del Mercado de Hacienda. “500 terneros a 11”, era su mensaje. Pero su voz daba para más y lo llamaron para radioteatros. Hacia Las dos carátulas y un día fueron a filmar a la radio para el noticiero Sucesos Argentinos. Alguien lo vio y le dijo “vení que te hacemos un planito”, y ese planito le abrió la puerta para el cine. Solía decir que lo suyo había tenido bastante de suerte. Lo cierto es que la vida te puede bendecir con belleza y talento pero es cuestión de cada uno acrecentarlo con seguridad y responsabilidad y él lo hizo con creces.
El muchacho y la dama
Su primer gran protagónico fue junto a Mirtha Legrand en La pícara soñadora. Mirtha acepta charlar con Teleshow y no solo vuelve a mostrar que su memoria no es un mito sino una realidad, y además revela un cariño por Alcón que se mantiene intacto. Esta cronista le comenta que mañana el actor cumpliría 90 años: “Lo sé, lo llamaba cada 3 de marzo y él cada 23 de febrero”.
Recuerda que la primera vez que lo vio, él estaba bajo un secador de pelo y con el pelo teñido de rubio, como le habían pedido por su papel, y que la situación le causó mucha gracia. Se ríe como la amiga que fue y no la estrella que es. Los recuerdos afloran: “Era buen mozo, caminaba muy bien y con mucha prestancia pero también tímido y gracioso, con una risa contagiosa”. Para esa época Mirtha ya había actuado en quince películas y era reconocida, Alcón no se achicó: “Era una muy auténtico, humilde pero jamás servil”. Conmueve escucharla y cuando los recuerdos salen dan ganas de pedirle “uno más y no jodemos más”. Como cuando cuenta que después de filmar lo llevaba en su auto hasta Plaza Once para que tomara el tren hasta Ciudadela “porque no tenía auto y creo que tampoco manejaba”, o dice que se trataron de usted durante años hasta que una vez ella le dijo que ya era tiempo de empezar a tutearse, o esa vez que fue a verlo al Teatro San Martín y él le dedicó la función. Ella lo saludó desde la platea pero los camarines estaban en un lugar de acceso difícil y no fue a verlo, y entonces hace una pausa. Y ya no es la diva sino la amiga que añora y por eso es creíble cuando desliza que le quedó “gusto a rabia” por no poder trabajar más juntos.
Los recuerdos se hilvanan y: “¿Sabés que descubrió su vocación una vez que la abuela lo llevó al cine?”. Y uno espera que la película haya sido un clásico de Shakespeare pero no, Mirtha cuenta que descubrió que deseaba ser actor cuando vio a Beete Davis sonándose la nariz.
Destaca que dio la vida por su profesión y que actuó casi hasta último momento haciendo funciones en silla de ruedas. Comenta que en las últimas época solían hablar mucho por teléfono. La conductora que almorzó en cámaras con más de dos mil personas sin embargo reflexiona que nunca volvió «a encontrar alguien así de excepcional e íntegro. Alguien al que no le daba importancia a la fama, que jamás alardeaba de lo que ganaba y era amigo de todo el mundo”. Lo dice y lo extraña.
Una obra, la misma pasión
Hablar con Claudia Lapacó es un regalo de la vida, pero escucharla desgranar sus recuerdos con Alcón es la felicidad en estado puro. Ambos actores descollaron en la obra Filosofía de vida. La comedia era sobre dos amigos/enemigos académicos, el Profesor y el Pato Bermúdez y Clara, la pareja del primero. La hicieron en el año 2011, tres años antes de la muerte del actor. En ese momento fue un exitazo en la calle Corrientes. No era para manos, no solo era un texto maravilloso, también había un verdadero duelo de gigantes en escena, unidos por la misma pasión: el teatro.
Y justamente esa pasión es la que rescata Lapacó de su vínculo con Alcón cuando conversa con Teleshow. “Nos unía nuestro amor por el teatro. Ese acto perfecto, único y perfecto que es cada función, donde algo empieza, desarrolla y termina para empezar distinto e igual cada vez que se lo representa”.
Lapacó cuando habla de Alfredo es un torbellino de respeto y amor. “Estar juntos en el escenario era lo más maravilloso del día, éramos los primeros en llegar y los últimos en irnos. Porque actuar es pasión y amor pero también responsabilidad y entrega y ambos sentíamos lo mismo”. Por eso define a su compañero como un mago que hechizaba desde el escenario. “Había tenido un problema de movilidad y hacía toda la obra en silla de ruedas. En un momento se incorporaba, daba unos pasos y se volvía a sentar. Y el público estallaba en aplausos”. Es que la gente comprendía la entrega enorme que sostenía esos pasos. Quizá por eso a Lapacó no la asombra esa anécdota que narra que en el estreno de la película Martín Fierro que el actor protagonizaba, lo levantaron en andas y lo llevaron así por la calle Lavalle, como se lleva a los ídolos a los dioses encarnados en humanos.
Amaban el teatro porque sabían que se podía seguir “subiendo”, y enseguida aclara que eso no significa más plata o más popularidad, sino seguir siendo cada día mejor, aprendiendo un poco más de los compañeros. Recuerda que lejos de temerle a los actores jóvenes le gustaba aprender de ellos. Que por eso hablaba con respeto y gratitud de Joaquin Furriel, con el que compartió cartel en la que sería su última obra, Final de partida, o recuerda la vez que en el San Martín compartiendo escenario con Fabián Vena cuando el “teatro se venía abajo ovacionándolo, él daba un paso para atrás y obligaba a Fabián a compartir esos aplausos”.
“Un cuento que no me cansaba de escuchar era de la época que protagonizó Lorenzaccio, con (Rodolfo) Bebán. Con su inconfundible voz recordaba que al terminar la función le arrojan un ramo de flores, él se agacha a recogerlo y una espectadora le grita ‘no es para vos, es para Bebán‘”. La artista dice que eso muestra su grandeza porque un tipo orgulloso jamás la contaría y él lo hacía riéndose de sí mismo. Entre los momentos mágicos atesora esos cinco minutos, antes de salir a escena, tomados de la mano, mirándose a los ojos y entonando una canción en francés que “era nuestra cábala”. Y una no puede menos que imaginarse a esos dos “monstruos” de la escena y dan ganas de que algún operador indiscreto los haya filmado y se convierta en un video viral. También se ríe pícara cuando comparte que el actor solía cambiarse con la puerta entreabierta de su camarín y que cada vez que ella pasaba lo sorprendía con los pantalones bajos y él que era muy pudoroso, la miraba cómplice y le decía “lo hacés a propósito”. Simplemente dos grandes que amaban la vida y la vida los amaba a ellos.
La pareja increíble
Juntos encandilaron a los espectadores y fueron el sueño de los directores. Graciela Borges es uno de los rostros más exquisitos de la cinematografía y con Alcón marcaron una época del cine argentino. Se conocieron en 1959 cuando filmaron Zafra. Volvieron a encontrarse en Piel de verano, Martín Fierro y Saverio el cruel y forjaron una gran amistad. Borges lo sigue definiendo como “mi adorado compañero”. Para ella “mañana no cumpliría 90 años, nunca cumpliría nada porque era una persona sin edad. Era un ser como un niño y con la gracia de un alma vieja. Inteligente, sensible, maravilloso, de esas que existen pocas, de esas que nunca te hacen sentir mal si no conocés algo”.
Y lo que dice lo sostiene con argumentos. La primera vez que trabajaron juntos ella era muy chica y la diferencia de edad entre ambos era grande. Ella se enamoró de ese hombre sensible y de ojos dulces, que sin embargo le decía “si me vas a venir a ver al teatro no me avises, porque me pongo nervioso”. Disfrutaba de una manera única cuando él la invitaba escuchar cómo recitaba lo que él llamaba “unos versitos” y eran unos poemas maravillosos.
Entre las anécdotas destaca que el actor solía tentarse de risa, como esa vez que estaban filmando Pubis angelical. Él pensaba que estaban ensayando mientras bailaban un vals. Así que marcaba los pasos con un “1,2,3 y en el medio intercalaba ‘qué señora tan maravillosa’”. Obviamente la escena quedó arruinada y los dos no pudieron parar de reír, tanto que Leopoldo Torre Nilsson, el director, los echó del set y les prohibió volver hasta el día siguiente. Y se fueron como dos adolescentes traviesos y no como dos actores consagrados. Borges dice que junto a Favio lo considera y siente como su ángel de la guarda. Cuando el actor murió ella escribió: “Se fue con vos la parte más luminosa de mi vida”. Alcón cumpliría 90 años, qué pena no tenerlo, qué regalo haberlo tenido.
Fuente: Infobae