Que sororidad sea una palabra corriente, que hablemos de femicidios y no de excesos de pasión, que las desigualdades y las injusticias sean un tema en agenda, tengan un tag o «palabra clave» propia y que hayamos incorporado nuevos términos para describir realidades cotidianas nos habla de que las inequidades se hacen más visibles, así como las luchas en pos de cambiar la realidad van en aumento, como lo vemos progresivamente desde hace años en las calles.
Aún falta, y mucho, demasiado: nada menos que un siglo para ver resultados concretos que equiparen a los géneros en cuestiones de salud, educación, trabajo, así como las múltiples y urgentes violencias y otras problemáticas, demasiado actuales, reales y concretas. Sin embargo, y aunque sé que quizás peco de optimista en días en los que veo crecer a mi hija pequeña e imagino con expectativas e ilusión de primeriza su futuro, confío en que los tiempos que vienen nos encuentren mejor que ayer y que hoy, gracias al trabajo y la lucha que han llevado adelante los movimientos de mujeres por años. Las primeras feministas fueron quienes hicieron suya la carga de las injusticias que afectaban a millones, y hoy son multitudes las que levantan banderas… Y pañuelos.
Somos un colectivo enorme, empoderado y poderoso, que en este inicio de década 2020 se sigue preguntando sobre cómo y qué es ser mujer en nuestro mundo de hoy -tal como lo detectamos en las búsquedas de notas que abordan estos temas, que acumulan miles de búsquedas a lo largo de los últimos años-. Somos indefinidas, diversas y plurales. Somos muchas, muchxs, muches. ¿Qué nos une y nos encuentra hoy? ¿Qué nos enorgullece? ¿Cuáles son nuestros mayores logros? ¿Qué celebramos? ¿Qué nos preocupa? ¿Cómo vemos el futuro?
Para este 8M, no buscamos una definición única, sino plasmar algunos pensamientos y reflexiones posibles. De la mano de más de una docena de referentes de distintos ámbitos, nos pensamos, para leernos en la diversidad y abrazarnos, también, en las diferencias.
Cuestionar y desnaturalizar todo
Una pregunta que me atraviesa y me hago bastante es «¿Qué es ser mujeres hoy?» Creo que más que en cualquier otro momento, la idea de Simone de Beauvoir acerca de que mujeres no nacemos, sino que nos hacemos a fuerza del modelado que la cultura nos imprime desde que nacemos, cincelando todas las dimensiones de nuestra existencia, la estamos sosteniendo a fuerza de debates y preguntas a nivel mundial.
Desde diferentes lugares, territorios, espacios, somos muchas más que nunca las que nos encontramos revisando todo ese acervo de características y roles que nos definieron, que nos pesan toneladas; estamos poniéndolo en dudas, cuestionándolo. Y para muchas de nosotras hoy decirnos mujeres expresa una categoría y una posición política más que cualquier otra cosa, no hay naturaleza ni esencialismos.
Hasta hace algunas décadas, había cierto consenso generalizado acerca de que ser mujeres era ser madres, ser «bellas», ser heterosexuales, ser esposas; no mucho más que eso, el resto era relleno en nuestras existencias.
Hoy más que nunca estamos cuestionando y desnaturalizando esta idea de que el cumplimiento de esos roles construye una identidad, la de «ser mujeres»; estamos cuestionando los roles históricamente asignados y tratamos de hacer visible que esos roles no responden a la naturaleza, «no somos eso», sino que esos roles responden a una división del trabajo que es indispensable para el sostenimiento del orden social, económico y político. Las mujeres no nacemos con habilidades innatas para cuidar y criar; limpiar y cocinar, se nos enseña a hacerlo, a eventualmente desearlo y a identificarnos con ese rol que se nos vuelve identitario.
Este cuestionamiento es un proceso colectivo que duele, porque abre grietas en los cimientos de nuestras identidades, si ser mujeres no es eso que nos dijeron que era, ¿entonces qué es? Si eso que se supone debíamos hacer y saber hacer por haber nacido con vagina, no nos define… Entonces, ¿qué es ser mujeres?
Esa pregunta, tan simple, duele, interpela, genera reactividad y muchas veces violencia. Una pregunta colectiva que mueve los cimientos de nuestras identidades singulares, es la gran pregunta de este tiempo.
Una pregunta abierta, con posibilidades de respuesta infinitas que estamos inventando sobre la marcha, respuestas que van a ser revisadas una y un millón de veces en esta marcha nuestra en la que estamos cuestionándolo todo.
Cuando descubrí la sororidad
Hace unos años, cuando empecé a leer y comprender el feminismo y su importancia, me tropecé con una frase que me impactó profundamente: la de al lado no es competencia, es compañera. Todas las mujeres de al lado: tu amiga, tu compañera de laburo, tu suegra. Crecimos en un paradigma atravesado por estereotipos de género, ¡y qué difícil desarmarlos! Ese concepto fue troncal: había descubierto la sororidad. Poco tiempo después, encima fui madre, y me di cuenta cuán violenta había sido yo con otras madres y, en consecuencia, con sus niñes.
Hoy por hoy me enorgullece que se hable. Que la época del silencio de «calladita sos más bonita» que tanto le ha convenido a aquellas personas que nos violentan se esté cayendo irrefrenablemente.
Me enorgullece que se esté pensando y aplicando una crianza donde los niños se entienden como personas, donde los escuchamos, y donde no reprimimos sus sentimientos para que «sean buenitos», sino que los tenemos en cuenta y acompañamos. Una infancia que pueda reconocer su cuerpo sin eufemismos. Que se cuestione el beso obligado y el chirlo a tiempo.
Celebro todas las voces que se alzaron antes que nosotras y que nos abrieron camino. Celebro porque gracias a ellas muchas aprendimos, pensamos y cambiamos. Celebro la militancia de las adolescentes, habiendo sido yo adolescente en una época donde no se cuestionaba que los profesores te hicieran comentarios sobre tu cuerpo, y cosas más terribles. Celebro el dejar de ver la maternidad como una imposición y un objetivo a cumplir, y empezar a verla desde el deseo y el disfrute, con sus luces y sombras, como cualquier relación humana.
Hay mucho por lo que pelear. Convivimos con múltiples situaciones de violencia física, verbal, sexual, laboral y económica todos los días. En 2019 hubo alrededor de 300 feminicidios. Urge hacer cumplir la Ley de Educación Sexual Integral, la cantidad de casos de sífilis (una infección de transmisión sexual prevenible y tratable) se cuadruplicó en los últimos años. Es vital comprender que el pedido por la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo tiene que ver con que dejen de morir mujeres y niñas que abortaron con una percha. Pienso que hoy por hoy los pedidos están en la calle, y eso nos acerca como ciudadanos que eligen y exigen políticas públicas para mejorar todo esto.
Sin manuales
Es un momento increíble para ser mujer. Es un momento que estamos cuestionando todo, desde nuestros derechos reproductivos hasta los ideales de belleza. Entre mi abuela, mi mamá y yo parece que pasaron mil años entre cada una de nosotras. Me enorgullece ver cómo cambiamos. Ser mujer en el 2020 es un proceso de constante aprendizaje y cuestionamiento. Pero de cierta frustración también. Estamos viviendo un momento bisagra que es muy difícil de transitar, ser una mujer que se siente una igual, pero que muchas veces no es tratada como tal. A veces vuelvo a casa y pienso «no puedo creer que me siga pasando esto». Sentir eso genera mucha frustración, y te genera como cierta ansiedad de que las cosas cambien ya, pero probablemente no estés viva cuando ese cambio suceda.
En Argentina en particular veo una «Boca-Riverización» del feminismo que creo que no sucede en otros lugares. Somos una sociedad adicta a la grieta y a la discusión, que creo que muchas veces no suma ni es constructiva. Me duele ver tanta agresión y trolleo en las redes sociales. Creo que todas estamos aprendiendo y deconstruyéndonos cada día, y tenemos que aprender a ser más tolerantes con el proceso de cada una. Todas tenemos «líneas de largada» diferentes, según como fuimos criadas, nuestro entorno, y la historia que nos tocó vivir. No deberíamos intentar crear otro manual de cómo ser una mujer, sino respetar la mejor y más feliz versión de la mujer que cada una quiera ser, sin importar si compartimos esa visión o no.
Salir del encorsetamiento binario
A las mujeres nos une tanto el amor como el espanto. Desde el amor nos une el poder -como la Madre Tierra- de crear, nutrir, transformar y, por encima de todo, de amar incondicionalmente.
Desde el espanto -y no para victimizar, sino para empoderarnos- nos une la pertenencia a una categoría instalada como de segunda clase, en el mejor de los casos, a la que hemos sido denigradas, dentro de un rígido pero no inamovible modelo de dominio masculino. Digo «en el mejor de los casos», ya que tan alevoso desprestigio del género femenino no se manifiesta de igual manera en las distintas clases: la vida es considerablemente más ardua, desigual y hasta peligrosa para la mujer pobre, no blanca, lesbiana, o con cuerpo «no normativo» (como la mujer con sobrepeso, obesa o con alguna discapacidad, física o mental).
Y ni que hablar para las mujeres trans. Puedo dar fe de esto último, yo que tengo la experiencia vital de haber vivido los dos géneros supuestamente posibles, y de haber sufrido en carne propia el «descenso» de hombre a mujer, y de mujer a mujer trans.
Por eso, otro de los desafíos consiste en comprender cómo funciona el sistema hetero-patriarcal y su encorsetamiento binario, y arriesgarse a cuestionarlo cuantas veces sea posible.
La madre de todas las batallas, por su parte, seguirá siendo hacerle frente a las organizaciones, estructuras y personas que sacan provecho de este sistema tan humillante y, aunque en decadencia, todavía altamente despótico.
Y como la lucha no quiere replicar ni perpetuar el sistema, es preciso que sea dada desde el lugar de la no violencia, algo que nada tiene que ver con pasividad, sumisión, ineficacia, debilidad o servidumbre mansa.
En los últimos años logramos maravillosos avances, y veremos muchos más en los venideros. Estamos aprendiendo, por ejemplo, que ni el Estado ni nadie tiene derecho a decidir sobre el cuerpo ni las identidades personales, y nos hemos dado cuenta también del gravísimo daño que ha provocado la relación Estado y religión, en oscuro pero efectivo matrimonio.
Las normas de masculinidad y feminidad tal como las conocemos asfixian, ahogan, reprimen y producen violencia. Sí, violencia. De género. Aunque tales nociones todavía resultan sumamente difíciles de ser reconocidas, debido a la naturalización con que son y fueron percibidas y practicadas. La sociedad nace a partir de cada persona, y no al revés.
Por el derecho a elegir
El 8 de marzo es un día para celebrar lo que logramos durante el año, un día más para levantar la voz por lo que todavía queda por recorrer, un día para pensar y ponerse en acción.
Durante años quise forzar mi naturaleza en pos de un ideal de belleza que me oprimía. Sentía que la solución a mis inseguridades las encontraba de una sola manera: consumiendo innumerables productos y servicios que me acercaban la ilusión de que iba a llegar al estereotipo que tenía en mente y, por ende, iba a ser feliz, aceptada. Hacía todo por la obsesión colectiva de pertenecer, me sometía a dolores y a incomodidades que no elegía de manera consciente.
Hasta que un día, leyendo, desperté. Me di cuenta de que no era la única que pasaba horas triste en frente del espejo. Y fue ahí cuando me animé a hablar.
Como mujer me enorgullece ver la red de vínculos y de contención que se formó. Donde se pudieron visibilizar vivencias, inseguridades, miedos que estaban tapados. Se empezaron a cuestionar patrones establecidos que hasta hace no tanto tiempo estaban naturalizados y tanto mal nos hacían. Esto permite que nos identifiquemos con las historias que escuchamos, y nos dejemos de sentir solas. Aprendimos a movilizarnos por causas colectivas sin que haga falta que nos pase a nosotras mismas para movernos.
Hoy celebro que la cosificación de la mujer en la publicidad dejó de ser naturalizada. Celebro que el debate por la despenalización y legalización del aborto esté en agenda. Celebro la ley nacional de talles y que cada vez haya menos personas en guerra con su propio cuerpo. Y, sobre todo, celebro que las mujeres entendimos que tenemos derecho a elegir: sobre nuestro cuerpo, cómo vivir, cómo vestirnos, qué estudiar, dónde trabajar, si ser madres o no, qué rol ocupar dentro de una familia. Dejando la mirada y las opiniones del otrx a un lado, eligiendo qué persona queremos ser, más allá de cualquier etiqueta que en la sociedad nos quieran imponer.
Me preocupa que se piense que la diversidad corporal es una moda. Las modas son pasajeras, pero el cuidado de la salud mental debe ser permanente. Me preocupa que los medios de comunicación, las agencias y las marcas no sean conscientes de la responsabilidad social que tienen por el impacto mental y emocional de sus mensajes. Son una gran herramienta de transformación por su influencia en la sociedad. Me preocupa que la industria de la publicidad siga queriendo lucrar con nuestras inseguridades. Es hora de que entiendan que no se puede vender a cualquier costo, no hay rentabilidad que justifique perjudicar a un otrx.
Que lo que nos preocupe, nos ocupe. Hoy renuevo mi compromiso. Mientras haya una mujer en el mundo sin la posibilidad de poder elegir cómo quiere ser y cómo vivir, todavía queda mucho por hacer.
Científicas, motor de un cambio necesario
Soy una mujer de 55 años lo cual me ubica en la posición privilegiada de haber vivido buena parte de mi vida en el siglo XX y haber recorrido ya casi dos décadas del siglo XXI. Es un tiempo más que interesante, que me permitió dar mis primeros pasos de baile con Los Beatles y ver un recital de los Rolling Stones, conocer las ventajas de atravesar la primera parte de mi educación en una escuela primaria mixta y progresista y las desventajas de cursar una segunda etapa en una escuela solo de niñas y bastante conservadora. Viví la transición de la televisión en blanco y negro al color, la revolución de Internet y las nuevas formas de comunicación. Entendí en carne propia el enorme contraste entre dictadura y democracia, entre el miedo y la libertad.
Elegí estudiar en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires y abrazar una carrera científica escogida por pocos. Analizar el clima, sus cambios y sus impactos y cómo las acciones humanas generan consecuencias en el ambiente se convirtió en algo más que un trabajo. Así es ser científica por mi parte y el compromiso que veo cada día en mis colegas y amigas.
Las mujeres en ciencia somos muchas y tenemos enormes desafíos, grandes y pequeñas batallas cotidianas, algunas individuales y otras colectivas. Convivimos casi a diario con la culpa del tiempo restado a la familia cuando estamos estudiando, leyendo, trabajando o viajando en horarios y días imposibles. Y ¿por qué seguimos eligiendo ser científicas? Porque nos gusta y porque las mujeres podemos generar un cambio necesario en la forma de hacer ciencia.
Alguna vez leí que las «familias científicas» son las únicas donde los «padres» jefes de investigación terminan odiando a sus «hijos». Aunque tuve la enorme fortuna de que esto no me sucediera y de tener un director de trabajo gigante en conocimiento y generosidad, me alcanza con mirar a mi alrededor y observar que eso ocurre muy frecuentemente. Somos nosotras, esta generación de mujeres de ciencia, las que entendimos que la sororidad se declama y se ejerce, que ponernos en el lugar del otro y el trabajo en equipo nos lleva a mejores resultados, y que tenemos el deber de acompañar, estimular y ayudar a volar a nuestros «hijos científicos» tanto como a los propios. Mi mayor privilegio es el de haber crecido en una familia que me enseñó a ser una mujer independiente, segura y con voz. Mi mayor desafío es transmitir los mismos valores a todos mis hijos.
La diversidad, el nuevo paradigma
En el año 2000 tuve la oportunidad de charlar con el escritor Abelardo Castillo. Me acuerdo que me dijo algo así como «este siglo que empieza es de ustedes, las mujeres. Los hombres ya nos mandamos muchas macanas, armamos guerras… Ustedes saben cuidar mejor el planeta, tienen otra sensibilidad…».
En ese momento no entendía qué quería decirme. Yo creía que el mundo era así como venía, y no me entraba en la cabeza pensar que las cosas podían cambiar algún día.
Soy de la generación donde el rosa era de nena y el azul, de nene. De la que si a una nena le gustaba jugar al fútbol era «rara». Donde el hombre tenía que ser el macho proveedor y la mujer ocuparse de los hijos y de la casa. Nosotras teníamos que estar ahí para mantenerla limpia y decorarla. Porque también vengo de la generación donde los asuntos de las mujeres eran «la moda, la cocina y la decoración». Y si por alguna de esas casualidades, no te sentías atraída por esos temas, no había revista, ni programa, ni publicidad que te identifiquen. Las cosas cambiaron. Y aunque todavía haya mucha resistencia, veo con fe y alegría cómo las nuevas generaciones lentamente se van despojando de mandatos, y donde la diversidad es el nuevo paradigma.
Hay algo que se da entre nosotras cuando estamos unidas que es mágico y poderoso. Hace años trabajo especialmente para el público de mujeres. Me encanta analizar nuestros comportamientos. Esa forma tan nuestra de conversar, donde todo lo asociamos con todo, y nos abrimos… Y «si se abre una nos abrimos todas», y entramos en esa frecuencia que solo entendemos nosotras, y nos aliviamos porque nos sentimos acompañadas. Y aunque todas somos diferentes, todas somos un poco todas.
Me da mucha alegría vivir este momento histórico de las mujeres. Donde nos animamos cada vez más a levantar la voz, ocupar lugares importantes, ser parte de la toma de decisiones y convertirnos en protagonistas. Abelardo Castillo ya lo había anticipado, y ahora puedo verlo.
Somos potencia
Siempre que me preguntan sobre qué es ser mujer entro un poco en pánico. Durante mi infancia consideré que esa era la excusa de todos poder para opinar sobre mi sensibilidad, mis capacidades o mi cuerpo. En la pubertad, cuando me volví «señorita» -o mejor dicho, un monstruo gordo lleno de acné y pelo-, ser una mujer se convirtió en un sinónimo de ser deseable en condiciones adversas. Nunca voy a poder vanagloriarme en la menstruación: siempre es una cosa que me pone en contacto con situaciones muy extremas de mi cuerpo, entre el dolor y los cambios de humor. Pero ser una adolescente gorda con pretensiones de femineidad me llevó, en mis promiscuos once años, a empezar con los rituales depilatorios. ¿Cómo se habían vuelto un problema esos pelos de las piernas y mi potente entrecejo poblado? ¿Cuándo fue que escuché por primera vez en mi casa que las mujeres no éramos tan inteligentes como los varones? Ahí está el problema, si pienso en mi educación como «señorita», en esa serie de ajustes por los que debí volverme «deseable»: ser mujer era un tedio, y muy desventajoso comparada a la educación de mi hermano. Estuve muchos años enojada con mi condición de mujer, pero un día, en 2013, salí del clóset de los gordos. Me puse un jean, me corté el pelo, me transformé en esa gorda vanidosa ninja que quería disputar todos los espacios de deseo desde la incorrección total. Porque ser mujer, siempre se me representaba en ser amable, tener buen carácter y otras fantochadas tan propias de los estándares hegemónicos. Siempre fui gorda, exageradamente sensible, con un carácter pésimo, pero también perseverante con lo que creo. Ser una mujer no había sido un lugar cómodo hasta que me volví esa gorda que se tragaba el mundo. Recién ahí me di cuenta que preguntarme por mi singularidad era indagar sobre ¿qué es ser una mujer? O, mejor dicho, ¿cómo se llega a serlo?
En 2015 me encontraba en la calle, en pleno Ni Una Menos, con una sensación de incomodidad, algo que pasaba ahí, entre la incipiente marea verde que crecía me llenaba de preguntas. ¿Por qué nos matan si nos ven mujeres? De repente, me daba miedo invitar a un varón heterosexual a mi casa, me daba pavor volver sola a casa de noche, empecé a avisar cuando llegaba, entre otras cosas. Pero era una mujer gorda, entonces, hasta ese momento mi protección era aquello que me anulaba. Ser gorda en este mundo cubierto de estereotipos de delgadez, exitismo y belleza se volvía un lugar de invisibilidad para el peligro inminente.
La vida -que es siempre cínica con quiénes adoramos las experiencias extremas- hizo que en el 2018 publicara mi primer libro, pero también que a los diez días me practicara un bypass gástrico por una enfermedad grave. En menos de seis meses, mi identidad constituida como gorda mutó socialmente. Empecé a sentir un nivel de violencia insoportable: bajar de peso hacía que los hombres consideraban que podían hablarme sin permiso, o tratarme como un objeto de deseo, las miradas acechantes en un cuerpo desconocido, incluso hostigarme si estaba acompañada cuando decía que no tenía interés. Por fin, entendía el miedo en su totalidad me había transformado en un blanco visiblemente hegemónico, las marcas de mi cuerpo intervenido exgordo eran tan inaprensibles que era otro objeto de deseo más disponible. Vuelvo, entonces, a pensar, en la “señorita” de once años a la cual le explicaban cómo depilarse, qué era tener el periodo o en todos esos símbolos que romantizaban un lugar subsumido como mujer ante los hombres.
No sé realmente aún cómo una deviene mujer, lo qué no quisiera es que esa condición me haga devenir imperceptible como se me recomendaba en mi casa. No tengo ganas de pasar por «esos días» yendo al baño y ocultando la toallita. Me cansa no poder decidir muchas veces sobre mi placer y optar por el deber de ser «una buena mujer» o «ponerme linda» o «estar disponible». Eso sí, me gusta ser la gorda monstruosa que acompaña su feminidad con un espíritu crítico y hasta a veces fetichista porque amo depilarme. Siento que desde ese Ni Una Menos nos une un reclamo, nos atraviesa como una necesidad insoportable de dejar de estar en condiciones de vasallas de un sistema que oprime a las mujeres bajo la mirada, control y placer de los hombres. No somos objetos que se usan y se desechan, no queremos que nos maten o nos violen, pero más que nada queremos poder decidir libremente sobre nuestros cuerpos y destinos. Me emociona pensar con un mundo menos violento, desde los transfeminismos y con el activismo gorde.
Somos potencia. Nos veo como una promesa por un futuro mejor, donde los femicidios no estén en todos los noticieros, en los que no se romantice la violencia y el maltrato, donde no se especule con si seremos madres, amas de casas o cualquier rol predeterminado por nuestro género. Quisiera pensar que este encuentro, donde nos une aquello que llamamos mujeres pero no sabemos qué es, es su heterogeneidad. Esa es la clave para pensar un mundo más inclusivo.
Abrazarnos en un feminismo popular
Hoy nos une la historia que venimos trazando por nuestros derechos. Esas huellas que seguimos de quienes estuvieron antes y esas que vamos dejando para que otras y otres puedan seguirlas. Nos encuentra el deseo de que los derechos alcancen a todas y a todes, que sean federales y latinoamericanos y que tengan a las infancias como horizonte, siempre.
Nos enorgullece sabernos parte de un momento en el que es posible cambiarlo todo. Donde avanzamos en decisiones, lugares de poder, encuentros y miradas hacia el futuro. Celebramos que cada vez construyamos y tejamos más redes y alianzas entre nosotras y que sepamos abrazar un feminismo que es, sobre todo, popular, porque no deja a nadie afuera.
A comienzos de 2015 nació el proyecto de Antiprincesas: Frida Kahlo fue la primera y en junio de 2015 salió Violeta Parra, en coincidencia con el primer #NiUnaMenos que llenó las calles de reclamos y necesidades de las mujeres y disidencias. Pasaron casi cinco años de aquel día y la realidad cambió para las infancias y para las mujeres. Ese impulso que llegó a las calles para pedir que se frene la violencia de géneros fue creciendo en organización y proyectos. Por eso es imparable y transformó el día a día, el lugar que ocupamos, la música, los programas de televisión y, claro, los libros.
Hoy la perspectiva de géneros nos dice que contemos la historia desde el punto de vista que fue menos contado: el de las mujeres. La literatura para las infancias fue creciendo porque también este punto de vista nos dice que tenemos que escucharles, que el adultocentrismo es parte de un mundo machista que no percibe la voz de las niñas y los niños. Hoy, también, las librerías tienen secciones de géneros y en las vidrieras los libros destacados son de esa temática.
Cuando pienso en el futuro, pienso en que la perspectiva feminista llegue a las editoriales, los medios de comunicación y las artes todas. Hoy peleamos por ampliar derechos, y también porque nuestras niñas y niñes crezcan con mayor libertad, que escuchemos lo que tienen para decirnos, que sepamos acompañar sus desarrollos y vuelos. El deseo es siempre que el futuro sea un mundo en el que niñas, niños y niñes den pasos individuales y colectivos hacia la libertad.
Organizándonos contra el patriarcado
Conmemoramos el 8 de marzo con una conciencia creciente sobre el sentido político de las luchas femeninas transformado en programa de acción en los movimientos que se reconocen como feministas. Porque hoy sabemos que la violencia en la casa o en las calles, la doble o la triple jornada laboral, la precarización y el «techo de cristal», el aborto clandestino no nos «suceden» en nuestras vidas de modo particular, sino que forman parte de un sistema social que llamamos «patriarcal». Y también sabemos que solo organizándonos vamos a transformarlo.
Es evidente que las luchas históricas del movimiento social de mujeres fueron moviéndose «desde los márgenes» hacia «el centro» de los debates públicos. Ese es uno de los mayores logros: haber evidenciado que las demandas feministas no son periféricas en la lucha contra la desigualdad social porque la exclusión económica y cultural tiene expresiones particulares vinculadas con el sistema patriarcal, en que los cuerpos sexuados no valen lo mismo. Y acá sumo a las subjetividades LGBTTTIQA+, porque las luchas han sido convergentes y con sinergia. Así como los logros y los pendientes.
Hoy peleamos por profundizar esa visibilización, pero sobre todo para transformarlas desde las políticas públicas y en nuestras vidas cotidianas. Caracterizamos todas las formas de las violencias, hemos logrado un Ministerio nacional y está en construcción una enorme trama institucional de prevención y atención que enfrenta el enorme desafío, porque las violencias persisten. Conocemos a fondo que las mujeres están a cargo de las tareas de cuidado de la primera infancia y de las personas mayores y están desplegándose muy diversas políticas para formar a quienes cuidan y para multiplicar y fortalecer las instituciones de cuidado (escolares y no escolares), porque esas instituciones faltan. Hemos estudiado a fondo los modos de la segmentación horizontal (los «trabajos femeninos») y vertical («las mujeres en la base» de la pirámide y los puestos de conducción masculinizados), y tenemos que trabajan en normas para cambiarlas. Y el aborto sigue siendo clandestino.
Creo que tenemos algunos ejes claros por los que caminar. Honrando a la lucha de nuestras antecesoras, honrando nuestros compromisos políticos y, sobre todo, por las generaciones jóvenes que nos empujan.
En el umbral de un tiempo de cambio
Estamos en el umbral de un tiempo de cambio definitivo. Las cosas no cambiaron de un día para otro, ni tampoco este cambio se dio de una manera prolija y ordenada. Muchos años de silenciarnos provoca reacciones diversas, enojos y confrontaciones. Estamos en plena deconstrucción: no nos pidan prolijidades al respecto. Estamos aprendiendo. La deconstrucción la realizamos entre todas y todos, es individual y colectiva. Y pido paciencia: no va a ser fácil. Son muchos siglos de estar inmersos en otro tipo de cultura. Seamos respetuosos de las decisiones de los otros, y seamos consecuentes con nuestro propio deseo; atrevámonos a eso y entendamos en paz las diferencias, aceptándonos. Es un camino que estamos haciéndolo al andar.
«Perdonen las molestias, estamos trabajando para todas». En lo personal -y aclaro esto porque me resulta inevitable no pensarme en el colectivo de las mujeres contemporáneas que estamos atravesando una época de reafirmación nuestro potencial femenino-, intento estar muy atenta a lo que me rodea, a mis mayores y a los que me siguen. Intento no juzgar, no encasillar y ampliar mi canal de comprensión. Las mujeres estamos rompiendo viejos patrones, nos desnudamos de trajes que ya nos quedan estrechos y no queremos vestir más.
No estamos solas, marchamos juntas. Empezamos a andar juntas. Marchamos abrazadas contra el femicidio, gritamos juntas denunciando el Me Too, «te metés con una, te metés todas», y luchamos por una ley de aborto legal, seguro y gratuito que nos permita elegir ser dueñas de nuestros cuerpos y nuestras vidas.
Todavía hay mucho por hacer. Fuimos criadas en una cultura machista. Recibimos mandatos que las mujeres «éramos» de determinada manera: debíamos responder a viejos patrones que nos mantenían adormecidas y sin posibilidad de ejercer nuestra propia libertad de decisión.
Atravesamos el umbral de tiempos gloriosos para nosotras. Admiro la libertad sexual de los más chicos, la manera en que la viven y la ejercen. Esos hijos fueron criados por nosotras, madres que ya venimos de otro modelo de madres, abuelas y bisabuelas que hicieron lo propio.
El feminismo no arrancó hoy, sino desde hace tiempo. En casos individuales se viene luchando para darnos lugar y hacernos escuchar y de manera colectiva muy sólidamente en las últimas décadas.Ya no nos callan, no nos paran.
Crear algo diferente a lo que aprendimos
Ser mujer, ser latinoamericana, ser argentina y de clase media profesional cuenta con un montón de filtros para entendernos como una persona que cumple un rol histórico inédito, que dialoga con un contexto y que, además, ese contexto está en constante cambio, si pensamos la porosidad de lo global en nuestra cotidianeidad. ¿Qué es ser hoy mujer en el mundo? No podemos negar que tenemos puntos en contacto que, a su vez, nos hace leer cómo aún los derechos no son los mismos.
En este escenario, los últimos años nos une que pudimos encontrarnos con algo poderoso como lo es crear algo diferente a lo que aprendimos. Es algo que me enorgullece porque mientras estamos generando una transformación grande, estamos creando cómo hacerlo. Eso puede tener aciertos, y desaciertos, y tenemos que permitirnos atravesarlos con respeto y cuidado (caso contrario, seguiríamos respondiendo a la reacción-acción). Esto se activó por decisión (cuando encontramos barreras en los crecimientos profesionales y personales) o por supervivencia (ya que uno de los detonantes fue la visibilización masiva de la cantidad de femicidios que tiene el país), ya que somos un grupo que somos mayoría pero, por condicionamientos culturales y sociales, actuamos como una minoría.
Entendernos, en este escenario, nos hace actuar de una manera diferente; como solía decir Jocelyn Bell: «Las mujeres y las minorías no deberían hacer la adaptación. Es tiempo que la sociedad se mueva hacia las mujeres, no las mujeres hacia la sociedad», y entendemos ahora también que somos parte activa de esa sociedad para pedir acceso a derechos y dejar de pagar el costo alto de la adaptación.
Es difícil definirnos, porque esa acción en sí misma supone un etiquetamiento, que nos ha causado muchos problemas. Creo que lo más importante que nos define este tiempo es el de poder posicionar nuestras voces, y encontrarnos también en las divergencias que eso supone. Ya no queremos, ni podemos, estar fuera de las decisiones que luego se imponen en nuestras posibilidades y limitan nuestro potencial. Este es un proceso que además reconoce a muchas voces y acciones de mujeres que fueron históricamente invisibilizadas, es decir, somos parte de un proceso más grande, colectivo y de muchos años.
Crear una solución diferente para acceder a derechos, supone una responsabilidad y no una respuesta binaria (hombre/mujer); hoy hay muchas identidades de género que se están escribiendo, y que son necesarias considerar en este recorrido o reconstrucción del lugar de la mujer en la sociedad.
Perspectiva feminista para modificar lo establecido
Desde mi lugar de diseñadora aprendí que un proyecto solo tiene sentido si conmueve o modifica algo de lo establecido. Ese fue el espíritu con el que “diseñamos” un espacio dentro de la universidad que cruza el pensamiento proyectual con el pensamiento feminista. Generalmente en la formación del diseño existe la cultura de la preparación del genio individual. Hay una prioridad en marcar un enfoque individualista del diseño que genera la invisibilización de sujetos y procesos de trabajo conjunto. Incorporar la perspectiva feminista en el campo del diseño implica señalar la importancia de la construcción colectiva como el camino para desarrollar un proyecto, y es comprensible que genere resistencias.
La cultura de la admiración por el o la arquitecta o diseñador/a me parece muy problemática porque tiende a ubicar a las personas en lugares inalcanzables y desalienta la potencia política de un movimiento de mujeres. Si bien en un inicio algunas críticas feministas del campo del diseño mostraron las razones ideológicas del silencio sobre las «diseñadoras mujeres», tiempo después, la crítica post-estructuralista evidenció la necesidad de repensar esos significantes: «mujeres», «diseñadoras», ya no como una identidad sustancial, sino como un efecto de tecnologías sociales diversas y articuladas.
Es por ello que desde nuestro enfoque en la materia que dictamos en FADU UBA, se retoman, por un lado, las críticas feministas al «canon de reglas» del diseño moderno centrado en la funcionalidad y la neutralidad: históricamente se proyecta pensando en un sujeto universal, que se reconoce como neutral y que no es más que un cuerpo hegemónico. Muchos estudios han demostrado lo problemático e inclusive peligroso que se vuelve no considerar, por ejemplo, a los cuerpos feminizados en el espacio público. Asimismo retomamos los estudios de género para explicar los mecanismos que definen y producen normas de inteligibilidad cultural a través de las cuales lo diseñado se reconoce y clasifica genéricamente. Es decir, cómo lo diseñado participa en la construcción respecto de qué significa ser mujer o varón en un contexto histórico y geográfico concreto.
Estos enfoques, que han sido desde hace décadas trabajados en otros campos, empiezan a resonar en la arquitectura, los diseños y el urbanismo locales. Creemos que nuestro desafío como parte de la comunidad académica es lograr que permeen de manera sostenida y que no queden en un mero ejercicio de pinkwashing.
Fuente: Clarín