La mesa donde pidió casamiento, corrigió parciales, discutió de fútbol o se emborrachó. La vereda donde hizo fila, la sala donde festejó años, la barra donde ahogó penas, la tele que más penales mostró.
Los restaurantes y bares de barrio crean rituales y, cuando se van, se los llevan. El vacío que dejan es hondo, incluso en una gran ciudad.
Unos 2.000 locales gastronómicos porteños cerrados: poco dicen los números de un escenario arrasado. Muchos más son los empleados que perdieron sus trabajos y los propietarios que se quedaron sin sueño. Imposible de calcular la otra pérdida, intangible: la de historias y costumbres que terminaron con ellos.
La pandemia fue la gota en un vaso rebalsado. La crisis previa y la nueva se juntaron y nivelaron: los restaurantes viejos y nuevos, los exitosos y los no tanto. Aquí cinco historias detrás de los nombres incluidos en una lista que no para de crecer.
Cantina La Mamma Rosa
Julián Álvarez y Jufré, en el barrio de Villa Crespo
Comida italiana del sur y platos porteños típicos. Favorito de los vecinos para cumpleaños, reencuentros, primeras citas. Si había fila, la espera se hacía más corta con algún platito de mortadela con pistacho.
Abrió en 1986 y cerró en marzo de 2020
Dueño: Juan Converso
En el local se está instalando una cantina de la panadería orgánica Atelier Fuerza
“La Mamma Rosa fue la cocina de muchos en Villa Crespo”, dice Karen Zeolla, toda una vida en el barrio, a más o menos cuadras de esta cantina italiana que pronto será cafetería. Con su amiga y vecina Bárbara Sánchez creó la cuenta de Instagram @mammarosaporsiempre, rincón virtual para hacer el duelo del lugar que las cobijó casi toda una vida. Karen tiene 35. La Cantina, 33.
Un duelo colectivo, porque cuando cierra un restaurante en un barrio la gente lo llora como si fuera un vecino, un amigo. Un duelo que no encontraba lugar por varios motivos.
Porque en pandemia la agonía gastronómica es confusa: no se sabe si ese cierre temporal se volverá permanente. Porque en los primeros meses había que quedarse en casa y estaba prohibido juntarse. Porque la noticia del cierre no corría por los canales habituales sino por un cartel de “Alquila” que aparece de pronto, un rumor dicho al pasar, un comentario no confirmado. La tristeza queda ahí, atragantada, tapada por cuestiones se supone más importantes.
“Cenando aquí me dieron la noticia del embarazo de mi hija. Nació mi primera nieta. Hoy tiene 9. ¡Ahora tengo 3! No se vayan”, escribió Norma. “Una tristeza el barrio sin este clásico. Los vamos a extrañar”, reza una nota anónima. “Gracias x las ricas comidas y x la excelente atención”, dijeron Natu y Fran.
Dejaron sus notas en birome o fibrón, sobre cartulinas pegadas en la persiana de la cantina por Karen y Barbi, que se llenaban enseguida. O por mensaje privado a la cuenta homenaje en Instagram. Allí también enviaron fotos, anécdotas.
“Era punto de reunión familiar, de cumpleaños, reencuentros, hasta borracheras. Tuvimos varias primeras citas acá”, recuerda Barbi. Admite entre risas que si al susodicho no le gustaba la cantina, “ya arrancaba todo mal”. ¿Cómo no gustar de un lugar donde la comida motiva filas en la puerta, donde puede pedirse un plato de mortadela con pistacho para hacer más amena esa espera?
Mamma Rosa en Villa Crespo. Foto Maxi Failla
“Comida italiana del sur, pero también muchos platos porteños”, resume Ariel Converso, nieto de Rosa e hijo del fundador Juan, ambos llegados de Corigliano Calabro en 1951. Fueron primero a una habitación del Abasto, diez años después compraron una casa chorizo del tamaño del conventillo, al lado de lo que después fue la cantina.
Allí instalaron despensa y carnicería. Juan cortaba la carne. Llegaron los súper y arrasaron con la clientela. Hacía falta un negocio más rentable. Así fue como nació Mamma Rosa, al lado. Primero rotisería, a los dos años salón. “Al principio sólo iban a comer obreros, pero después cobró impulso. Su concepto es bien de barrio, de clase media a la que le gusta comer bien”, explica Ariel.
Karen Zeolla y Bárbara Sánchez, creadoras de la cuenta de Instagram mammarosaporsiempre, que le rinde tributo al restaurante cantina La Mamma Rosa de Villa Crespo. Foto: Ale Bar
Y repasa un menú de 400 platos: “Pollo a la calabresa, fusilli al fierrito, bocatini de pollo”. El favorito de Karen, en cambio, era el matambre tiernizado con papas. Barbi evoca el pollo al verdeo con papas españolas, y el champagne y el lemoncello invitación de la casa: “Siempre te sentías agasajado, porque te dabas cuenta de que era una celebración, querían que la gente la pasara bien”. Ese ánimo de festejo tocó el cielo cuando la cantina ganó en 2014 el Sifón de Oro, el premio que otorga la Ciudad a los mejores bodegones.
La Mamma Rosa cerró el 19 de marzo y nunca más reabrió. La cuarentena catalizó el final de un ciclo. “A todos nos partió el alma cuando vimos el cartel de alquiler a los dos meses: ahí entendimos que no iba a volver y decidimos abrirle esta cuenta en su homenaje”, cuenta Barbi.
La cantina La Mamma Rosa de Villa Crespo cuando cerró el 19 de marzo. Foto: Ariel Converso
La última publicación de esa cuenta muestra la esquina en blanco y negro. Parece sacada del pasado, pero el mensaje mira al futuro: lo escribió la gente de Atelier Fuerza, la panadería orgánica que instalará allí una cafetería. “Entrando con mucho honor y responsabilidad a un espacio que viene cargado de historia en Villa Crespo”, escribieron desde la cuenta de Instagram @atelier.fuerza. Y crearon una especial para este nuevo emprendimiento, @f5cantina, donde pueden seguirse los trabajos de renovación.
Mamma Rosa, un clásico de Villa Crespo que cerró en pandemia. Foto: Maxi Failla
A diferencia de La Mamma Rosa, F5 Cantina dará desayuno, almuerzo y merienda. Por la noche, el local abrirá para una propuesta del sommelier Tomás Romero y el chef Rodrigo Sieiro, el dúo detrás del bar Soler Vino Pizza en Palermo.
Pese a todo, la familia que alimentó a un barrio en una esquina está tranquila, contenta. De que tome la posta gente con muchas ganas. De que en esa esquina siga dándose de comer bien.
Che Café
Av. Juan B. Justo y Gallardo, en el barrio de Versalles
Abrió en 1972 y cerró en marzo de 2020
Reducto tuerca a metros de la General Paz, convocaba a figuras como «Cocho» López y Gustavo Der Ohanessian, entre otros. Abría hasta bien entrada la madrugada
Dueños: Jorge y Gloria Durán
En el local ya arrancaron las obras para instalar una panadería
“Mirá cómo lo están dejando. Si no venía para hacer las fotos, ni me enteraba. Desde que cerró, jamás había vuelto a pasar”. Marina Méndez no es la dueña de Che Café, pero casi: administraba las cuentas de Instagram y Facebook, lo usaba de sala de estudio a la medianoche, o para buscar charla y café. O bien para ver por el ventanal cómo terminaba Capital y casi empezaba Provincia.
“Checa”, como lo llama, era una de las seis esquinas que Juan B. Justo forma con Gallardo y Fragueiro, en el barrio porteño de Versalles, frente al de Liniers, a metros de la General Paz. Debajo corre el arroyo Maldonado. Encima se construye una panadería. La venta de alimentos en todas sus variantes parece ser uno de los pocos negocios que aún funcionan y que hoy brotan en las ruinas de locales gastronómicos.
La cercanía de Che Café con los límites porteños lo ayudó a ser reducto tuerca. Una fama impulsada por habitués automovilistas nacionales e internacionales. Como “Cocho” López, primero amigo de la casa y después propietario del local. O Gustavo Der Ohanessian, su apellido aún pegado en la puerta del bar, letra cursiva.
Marina Méndez resguarda la memoria de Che Café, que por la pandemia cerró en el barrio de Versalles. Foto: Lucía Merle
Es ese sticker, uno de los pocos distintivos del bar que aún sobreviven, junto a los vidrios pintados de rojo, verde, azul, amarillo. Las letras negras curvilíneas sobre el alero ya fueron retiradas. También la barra por donde pasaron millones de capuchinos y cafés irlandeses, hoy reemplazada por cuatro filas de ladrillo hueco que en breve serán mostrador.
La mano que pintó esos vidrios de colores fue la del propio dueño, Jorge Durán, que murió en julio de 2019. Su esposa Gloria intentó mantener a flote el bar de casi medio siglo, pero la pandemia puso fin al estertor.
Che Café, en el barrio de Versalles.. Foto: Lucía Merle
En agosto del año pasado se remató todo online: muebles, vajilla, una vieja cafetera Cimbali. Marina se quedó con una de las mesas de madera, los chicles todavía pegados por debajo, el pie metálico delicadamente trabajado. También compró el cartel que exhibía los precios de los “cafeses” sobre la pared negra y bordó.
Por el “Checa” pasaron no sólo corredores, también figuras del fútbol, el arte y el espectáculo. Diego Capusotto o Leonardo Favio deberían haber tenido silla propia. Pero el elenco estable era de vecinos: algunos cuentan que Che Café abrió en 1972. Marina es terminante: “Fue en Semana Santa del 73”. Este diario intentó contactar a Gloria Durán para, entre otras cosas, aclarar la confusión. No tuvo éxito.
En Versalles, el bar Che Café era frecuentado por corredores de autos y vecinos. Foto: Juano Tesone
“Para nosotros, el Che Café fue un lugar en el mundo, desde la adolescencia hasta la pandemia. Tantos recuerdos, una parte fundamental del rioba”, escribió un vecino de Villa Luro en el perfil del bar en Instagram. “Charlas interminables sobre básquet. Mi primera cita con mi esposa. Reuniones con amigos y familiares para disfrutar del mejor café irlandés del mundo”, comentó Ángel Abate en la página de Facebook.
Marina está a cargo de esos espacios virtuales que encauzan pesar y nostalgia. Quiere mantenerlos abiertos todo lo que pueda. Una forma de conservar viva la memoria del bar que amó y que, de vez en cuando, también evoca en casa con uno de esos “cafeses”. Sin miedo a lo que diga la quiniela, se prepara un 22, con chocolate, crema y Tía María.
Baromero Restaurant
Del Barco Centenera y Saraza, en el barrio de Parque Chacabuco.
Un bar de viejos transformado en restaurante con platos típicos argentinos, y pescados y pastas de inspiración francesa
Abrió en septiembre de 1995 y cerró en marzo de 2020.
Dueño: Daniel Rinaldi, su cocinero
“Esto era una borrachería y yo lo convertí en un bar de amigos. La gente se hablaba de mesa a mesa. Los sábados teníamos pianista”. El cocinero Daniel Rinaldi separa bien el viejo Baromero nacido en 1915 de aquel que él abrió el 11 de septiembre de 1995.
Ambos se llamaban igual y quedaban en Del Barco Centenera y Saraza, en Parque Chacabuco. Pero uno era una opaca esquina blanca y ocre que sólo vendía vino y ginebra. El otro, el de los últimos 25 años, fue un restaurante familiar de frente terracota por donde desfilaban mariscos, ensaladas, guisos.
Salían de la cocina donde ahora Daniel posa para Clarín. Se para delante de la freidora, a un brazo de distancia de cuatro atados de sartenes que espera en algún momento volver a usar. Hoy lo ve difícil. Cerró en marzo del año pasado y desde ese entonces sólo levantó la persiana para dar esta entrevista.
Baromero abrió por primera vez en 1915 y luego se transformó en un clásico para Parque Chacabuco. Foto: Juano Tesone
“Podríamos haber vuelto en octubre, pero no pudimos. Tampoco a fin de año. Por un lado, hay recesión. Por el otro, hay que pagar boletas de luz de $ 35.000, multas de ABL, abogados, contadores, personal, $ 8.000 para habilitar la parte de adentro -repasa Rinaldi-. Todo eso me fue cansando y decidí cerrarlo”.
Dice que extraña mucho a sus clientes. “Pero tengo la suerte de levantarme a la mañana y no tener una preocupación encima”, admite. Él, que se formó en cocinas de Francia y en el Instituto Argentino de Gastronomía (IAG), prefirió apostar a su barrio, y no se arrepiente. Los afectos para él son clave y los destaca en las paredes, aún tapizadas por fotos de vecinos y visitantes ilustres, y por banderines y tapas del club de sus amores, Racing.
Un sábado de cumpleaños en Baromero, en Parque Chacabuco
Gambas al ajillo, calamaretti fritos, mejillones al vino blanco: la carta de Baromero ponía acento en los mariscos. Pero incluía también platos típicos de cualquier restaurante barrial, como milanesas, matambre y locro el 25 de mayo. “Teníamos flan mixto y postre vigilante, porque en un bodegón siempre va a haber alguien que te pregunte: ‘¿No tenés un flan? ¿No tenés un queso y dulce?”, resume Rinaldi.
Daniel Rinaldi en la barra de Baromero, que tuvo que cerrar por los efectos de la pandemia y la cuarentena. Foto: Emmanuel Fernández
Mientras se ilusiona con volver, por ahora lo que vuelven son recuerdos: “En esta esquina vivió el escritor Víctor Sueyro con su mamá. Además, había un patio con una barra donde se jugaba al sapo. Es un lugar con muchas historias”. De hecho, con más de un siglo de historia, ininterrumpida hasta que llegó la pandemia. Daniel espera que esta etapa sea interludio y no escena final.
Dorian Café Bar
Av. Salvador María del Carril y Artigas,
en el barrio de Agronomía.
Punto de reunión de vecinos de Agronomía, Villa Pueyrredón y aledaños. Lo más pedido: hamburguesas, ensaladas y cerveza tirada.
Abrió en agosto de 2016 y cerró en abril de 2020
Dueños: Lucas y José Carozzo
“Los vecinos estaban acostumbrados a que esta fuera una esquina fantasma. Por eso se pusieron tan contentos cuando abrimos, en 2016”, cuenta Lucas Carozzo. Es la mitad de la dupla de mellizos que instaló Dorian en el barrio de Agronomía, casi Villa Pueyrredón. El sueño duró hasta abril del año pasado, cuando otro fantasma, el de la pandemia, se volvió definitivamente real y los hizo bajar persiana para siempre.
“En febrero empecé a leer lo del Covid en Europa y me alarmé. Le escribimos al propietario del local para ver qué hacíamos y nos dijo que no nos preocupáramos. No llegó a pasar ni un mes que hubo que cerrar por la cuarentena y en abril nos fuimos del todo”, explica Lucas.
Los hermanos Carozzo frente al bar Dorian, en Agronomía, que tuvieron que cerrar. Foto: Fernando de la Orden
Es que vender por moto o ventanilla ya no les servía en una zona de casas bajas. Cuando nadie salía a la calle, era más negocio tener cerrado que mantener en pie un local de 70 cubiertos adentro y 30 afuera.
Pero antes de eso, hace cinco años, el home-office aún era una rareza y los mellizos soñaban con un proyecto que los sacara de la oficina. Así fue como el abogado Lucas y el administrador de empresas José se entregaron a la idea romántica de poner un café. “Queríamos algo fuera del circuito de Palermo, al que alguna gente le escapa porque está siempre explotado -recuerda José-. Por eso empezamos a mirar por Agronomía y Parque Chas”.
Ahí estaba, esa era: una esquina abandonada en Carril y Artigas, una ex pizzería devenida depósito con mucha chatarra pero aún más potencial. Le insistieron al dueño y arrancaron la obra. Los vecinos veían cómo nacía Dorian Café Bar y se asomaban a preguntar cómo venía, cuánto faltaba.
Entre ellos había uno de casi 90 años. Eran las 8 en punto de un día de agosto de 2016 cuando finalmente inauguraron. Eran las 8.05 cuando entró el viejo Emilio para dejar de preguntar e inaugurar su cargo de habitué más ilustre.
Bar Dorian en Agronomía que debió cerrar pandemia. Foto: Fernando de la Orden
Dice Lucas: “La asistencia de los vecinos al bar fue clave, porque el lugar era bien barrial”. Quizás por eso, aunque la carta tuviera bagels y bruschettas, lo que más recuerdan quienes iban son los sándwiches de bondiola, la cerveza tirada, los cafés con leche en gran taza, los tostados con queso gratinado encima.
“En el local empezás a ver lo cotidiano de las personas, podés darte cuenta de quién está en la primera cita, quién vino a festejar, quién llegó solo para charlar con otros. También vimos peleas de pareja, con uno de los dos yéndose y todo”, rememora José, con alguna que otra risa.
Su recuerdo más vívido es un poco más triste, pero pinta bien el rol que este bar supo ocupar. “Uno de los que más venía era Richard, mecánico de viejas motos BMW de la zona. El día en que se le murió la perra también vino. Le pagamos la cena, lo escuchamos. Queríamos ayudarlo a ahogar su pena”.
Restó del Día
Tacuarí 1744, en el barrio de Barracas
Menús del día con una vuelta de tuerca. El baba ganoush y el flan casero con huevos de campo convocaban a oficinistas y periodistas que trabajan en la zona.
Abrió en noviembre de 2002 y cerró en septiembre de 2020
Dueños: Graciela Verdura y Carlos Berman
La calidad, la calidez. El baba ganoush de la abuela alemana. El flan casero con huevos de campo. “Huevos desestresados’, los llamaba yo”, bromea Grace por teléfono desde Junín, a donde se mudó junto a su marido y coequiper, Charly.
Aunque hayan tenido que cerrar hace cinco meses, a Graciela Verdura y Carlos Berman se los escucha enteros. Tienen ganas de hacer chistes, de recordar los buenos momentos que vivieron e hicieron vivir en Restó del Día, en Barracas, a una cuadra de la redacción de Clarín.
Es larga la lista de motivos que convocaban a trabajadores de la zona a comer o merendar en Tacuarí al 1700. Y a seguir comiendo sus platos durante la pandemia, cuando los ofrecían por delivery. Y a dedicarle una columna en Clarín, escrita por Gabriela Pintos, que de marzo a septiembre recibió por WhatsApp el menú del día.
Restó del día, en Barracas. Abrió hace 20 años y tuvo que cerrar por la pandemia. Foto: Andrés D’Elía
Ese mensaje era un mimo y un alivio. Era saber que, pese a todo, Grace y Charly seguían cocinándole a una cuadra de su lugar de trabajo. A ella y a tantos más, que allí leyeron los diarios, hicieron entrevistas, festejaron bienvenidas, ascensos, cumpleaños.
Hasta que al fin del invierno la dupla dijo adiós a su vida de casi dos décadas: cerró el restaurante, se mudó a Junín, dio vuelta la página. Ella recuerda: “Con el Covid, le encontramos la vuelta a seguir solos pero vimos que, cuando todo reabriera, las exigencias iban a ser mayúsculas. Íbamos a tener que invertir sin tener espalda para soportarlo”.
Se refiere no sólo a adaptar el Restó a los nuevos requisitos de ventilación: había que pagar las habilitaciones, sumar personal, saldar deudas, hacer frente a boletas de servicios que no se achicaron aunque hubiera pandemia.
Ninguno de los dos quería bajar los costos bajando calidad. Su sello era el esmero, elaboración propia hasta del pan árabe, una carta que demanda tiempo: revuelto de zapallitos, fingers de pollo y cereales, sándwich de blanco de ave con rúcula y queso, milanesa de peceto con fusilli a la manteca.
Restó del día, en Barracas., tuvo que cerrar por la pandemia. Foto: Juano Tesone
Charly y Grace siempre vivieron en el barrio. Él tenía un taller mecánico. Después instaló una parrilla en la calle Uspallata, La Parrillata. Apenas pasada la crisis, en noviembre de 2002 abrieron Restó, que al poco tiempo se convertiría en hijo único.
“Restó del Día dio todo lo que tuvo que dar. Ahora podemos ayudar a amigos en su negocio en Junín y así aceptar este cambio. Quedarnos en Barracas era boyar dentro del mismo ambiente”, explica Grace. Cierra la charla tranquila: “La única angustia es dar vuelta la página, pero igual estamos felices. Quién te dice, quizás, en otro lado, algún día, podamos volver a abrir”.
Fuente: Clarín