Entonces haríamos recortes para abreviarlas. Practicaríamos un lenguaje verbal económico. Diríamos lo necesario. Nos libraríamos de los/as charletas y de los insufribles monologuistas. Además, todavía decimos palabras demasiado contundentes, definitivas, que ya no funcionan en este tiempo de incertidumbre. Habría que revisarlas.
Navegando por internet, me detuve en un reportaje que recién comenzaba, con una profesional del mundo universitario. Por tratarse de una persona destacada, el entrevistador quiso averiguar los detalles de su formación académica. A partir de ahí, sin prisa y sin pausa, la invitada relató con lujo de detalles cada etapa de sus estudios, describió sus múltiples capacitaciones, los lugares donde realizó cada una, los nombres de los prestigiosos profesores que le tocaron en suerte…
En fin, una catarata de información apabullante. Al punto de que la cámara que televisaba la escena recaló en las nerviosas manos del conductor: se movían sin cesar apretando fuerte su birome. Mientras, las manos de la mujer permanecían serenamente apoyadas sobre la mesa.
El pobre hombre no había podido meter bocado. Ignoro cómo continuó la historia porque escapé de allí. Me irrita esa gente tan dotada para el estudio que, sin embargo, carece de inteligencia emocional y es incapaz de aplicar el más mínimo sentido común. Por ejemplo, darse cuenta de que nadie dispone de una escucha tan activa para prestar atención a semejante curriculum. Menos, todavía, si se cuenta de corrido, sin pausas, ni respeto por el interlocutor.
A propósito de las palabras que se derrochan porque no pagan impuestos, días atrás, involuntariamente, fui testigo de una discusión cuyos protagonistas empleaban palabras que ya no deberían decirse. Es mi punto de vista. Me refiero a palabras rotundas, terminantes, absolutas, como jamás, para siempre, nunca, definitivo. Son tiempos en los cuales el lenguaje verbal debe aggiornarse.
Las expresiones rígidas demuestran una personalidad con iguales características. Es necesario ser flexible como el junco o la palmera. La dureza, al revés, nos lleva por el camino de la cerrazón porque no concede espacio para el cambio.
Hoy reina la incertidumbre. Desde hace casi dos años la pandemia obliga a planear sobre la marcha, día a día. Entonces, si vivimos -prácticamente- sostenidos con alfileres, de qué sirve exclamar: “Esto ya no va más”. “Lo nuestro se termina para siempre”. “Nunca volverás a verme”. La verdad, habría que revisar el vocabulario.
En nuestro país una palabra ha ganado demasiado terreno. Duele reconocerlo. Y, por momentos, también enoja, angustia. Me refiero a “Odio”, que se repite y repite hasta la exasperación, desde los funcionarios hasta los ciudadanos de a pie. Admitamos que, por tratarse de una palabra muy negativa, convendría evitarla.
Necesitamos palabras con buena energía, sinceras, cálidas, amigables. Palabras que nos arrimen como puentes solidarios.
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Dionisia Fontán, periodista y coach en comunicación.
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