Hay familias gritonas porque se copian del modo que escuchan y lo imitan. Son costumbres adquiridas. Según demuestra la experiencia, gritonas y gritones se resisten a que los vea un especialista. Alguien que sabe asesorar al paciente para que aprenda a graduar el tono de su voz.
En el caso se los porteños, debemos reconocer que somos barulleros. Ya es imposible ir a un bar con la intención de charlar. Ocurre que el público se esfuerza para ser escuchado porque abundan los ruidos internos. La bandeja de metal que el mozo arroja sobre el mostrador, el ruido de las sillas al arrastrarlas y el sonido del televisor, ya infaltable.
Para peor, en tiempo de elecciones cercanas, los candidatos políticos gritan desaforados a la hora de pronunciar sus discursos. ¿Por qué no hablan normalmente? ¿Sus asesores, acaso, no sugieren evitar ese tono al máximo volumen?
¿Por qué grita la gente? Abundan las razones. Para meter miedo. Por inseguridad que, merced al grito, se enmascara. Para inspirar respeto, concepto equivocado: el respeto se construye, se gana y no, precisamente, alzando la voz.
“Disculpen que hable alto, me viene de familia: todos somos gritones”, se excusó la mujer mientras apagaba su celular.
“Estamos en un consultorio y al doctor le molesta. Para utilizar el teléfono pedimos salir al pasillo”, acotó la secretaria.
“Lo siento, no me di cuenta. Llevo este tono alto incorporado y, de pronto, hago papelones.”
El estilo gritón se copia, se imita durante la convivencia, del mismo modo que se pegan las habilidades manuales o el gusto por la música: clásica o popular. Se trata de hábitos que vamos sumando.
Citaré algo muy actual: me parecen insoportables los políticos que aspiran a ocupar cargos de relevancia, cuando durante sus discursos gritan desaforados. ¿Por qué lo harán? ¿Confundirán grito con énfasis? ¿Estarán convencidos de que los ciudadanos aumentarán su admiración?
Resulta extraño que ningún asesor (y abundan) les pida que moderen sus discursos. Si abordan determinadas situaciones sensibles, está bien aumentar el volumen de voz. El problema radica cuando se exceden y aturden. Los candidatos a intendentes, a gobernadores o presidentes, deberían disponer de un amplio arco de recursos para persuadir con tono coloquial (existen los micrófonos) y pegar el grito si el comentario lo requiere.
A gritonas y gritones les cuesta (o no se lo proponen) acudir al foniatra, para que los ayude a mejorar sus tonos desproporcionados e irritantes. Conviene tener en cuenta que en la práctica, cuando el grito se transforma en un hábito pierde efecto. Algunas veces, según las circunstancias, no queda otra que pegar uno bien fuerte: resulta una descarga emocional y señala un límite.
Apelar al grito por impotencia o porque no se sabe argumentar provoca una salida drástica. Equivale al portazo.
Pierde quien grita para demostrar autoridad. Si de veras la tiene, no necesita alzar la voz. El tono es fundamental: acompaña al mensaje y potencia o disminuye el valor de lo que decimos. Todos conocemos a esas personas que inspiran rechazo apenas abren la boca.
Quienes levantan su voz por costumbre o porque son inseguras/os y necesitan afirmarse, tienen desventajas para interactuar. Gritar como arranque temperamental genera desagrado, antipatía, porque se vincula con la incapacidad para gestionar las emociones.
El grito colectivo y gozoso que se gesta en los estadios de fútbol y en los recitales de rock, es una contagiosa explosión de alegría sin parangón. Pura adrenalina. Comparable, seguramente, a ese otro grito (en menor escala y privado) que provoca un placentero encuentro sexual.
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Dionisia Fontán, periodista y coach en comunicación
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