Una palabra yámana (mamihlapinatapai) es calificada por El libro Guinness de los Récords como “la más expresiva de la historia”. ¿Qué significa? La historia del matrimonio en una mujer yámana y el lobo marino. El niño yámana que era hijo de un árbol. Recorrer las islas fueguinas hoy abre la posibilidad de ver, en sus capullos, dónde y cómo florecieron aquellas palabras que ya no se hablan, pero que siguen siendo más elocuentes que las del inglés o el español.
Idioma de los inocentes
El viaje de Charles Darwin alrededor del mundo (1831-1836) resultó milagroso para la ciencia. Pero el joven naturalista cometió varios errores y el más grave fue su opinión sobre la lengua de los yámanas:
“Sus palabras son gruñidos inarticulados, no son un idioma”.
Sin embargo y contrariamente, Thomas Bridges, pastor anglicano, primer hombre blanco que habitó en Tierra del Fuego (1856), recopiló en su diccionario inglés-yámana 32.000 palabras y vivió asombrado por el vocabulario, la gramática y el sabio uso de los verbos por parte de estos nativos.
Tenían cinco palabras diferentes para nombrar la nieve (según el tamaño o la dirección de los copos) y eran muchos los términos que usaban para mencionar la playa, que cambiaba de nombre de acuerdo a que lado del agua estaba quien la mencionaba y según quien fuese el que la nombraba: hahshuk (playa con piedras), lahpicun (playa con barro), asetan (playa arenosa) o wahan (playa para ir a secarse).
Para vínculos familiares existían más de cincuenta denominaciones pero los números sólo llegaban hasta 10 (lo común era usar hasta 3): 1 (kavuéli), 2 (amaka) y 3 (maten).
Más de 10 era “mucho”. O más aún: “demasiado”.
Cada palabra variaba de significado según el sitio en la que se decía: una palabra no significaba lo mismo en una canoa que en el bosque, no representaba lo mismo cuando el sol estaba alto en el Estrecho de Magallanes que cuando la luna brillaba sobre el Canal Beagle.
Friedrich Nietzsche pensaba que las palabras jamás llegan a la verdad y que los diferentes idiomas y lenguas son un ejército de metáforas incapaces de alcanzar la realidad. ¿Pero qué hubiera pensado de haber sabido que las palabras de los fueguinos eran exactamente lo que ellos veían, pero pasado por el tamiz de una asombrosa poesía? Tal vez habría pensado, como quien escribe esta nota, que nunca como en el caso de los yámanas las palabras estuvieron tan cerca de ser lo que deseaban nombrar.
Bruce Chatwin (“Patagonia”, Londres, 1977) se asombró al encontrar un pueblo que, como el yámana, para definir la “monotonía”, decía que era “lo mismo que no tener amigos varones”. O que para decir “depresión” o “crisis” utilizaba la misma palabra que describía “el período difícil en que el cangrejo pierde su viejo caparazón y está esperando a que el nuevo le crezca”.
El peor insulto era Walapatuj que significa hombre que ha matado a otro hombre y esa palabra no se aplicaba a muertos en pelea. A un hombre que había perdido un dedo lo llamaban Wash terrh khomm (el zorro de la montaña que ha perdido una garra).
El escritor Bruce Chatwin advirtió que en aquellas palabras primitivas escaseaban los conceptos morales. Pero llegó a la conclusión de que eso no quería decir que no los tuviesen. Sólo significaba que, como suele suceder, los primeros habitantes de una lengua toman la materia prima de su ambiente inmediato y la moldean en metáforas para sugerir ideas abstractas.
O sea que en el extremo Sur de la Argentina y de Chile, la literatura y la poesía se despojaban de su carácter literario para ser un lenguaje cotidiano que se leía en la naturaleza que los rodeaba.
Diez años antes de la observación de Chatwin, Michel Foucault (“Las palabras y las cosas”, Gallimard, 1966) propuso “La epísteme de la semejanza”. En ese concepto señaló que “las palabras y las cosas” se relacionan entre sí mediante cuatro tipos de semejanzas: 1° Conveniencia: Hay cosas que coinciden entre sí (muchas culturas dicen que “la nuez es buena para la cabeza porque al quitar la cáscara se ve un cerebro”). 2° Emulación: Hay cosas que se asemejan pero no hacen contacto entre ellas (los yámanas decían “granizo” usando la frase “escamas de pescado cuando lo raspamos”). 3° Analogía: Unidad entre conveniencia y emulación. Y 4° Simpatía: Que las dos cosas tengan un sentimiento en común (a un árbol que bloqueaba el camino los yámanas lo nombraban con la misma palabra que al hipo).
HABLABAN COMO POETAS PORQUE SUS VIDAS ERAN POÉTICAS. Antes de proseguir, conviene recordar cuales eran los nativos fueguinos de los que estamos hablando. Para la antropología básica, tres de esos pueblos eran los cazadores terrestres (selk’nam, aoniken y haush). Otros dos eran cazadores marinos y eran los yámanas (o yaganes) y los kawésqar (o alacalufes).
Pero esa clasificación tampoco es estricta porque los kawésqar eran tres grupos diferentes y los yámanas seis. Este trabajo habla sobre la lengua de los yámanas o yaganes (que habitaban la Tierra del Fuego que hoy pertenece a la Argentina) y la de los kawésqar (que vivían en la parte de la isla que hoy corresponde a Chile).
Yámana es una palabra que proviene del yagán y significa “hombre”. Yagán fue el nombre que dio Thomas Bridges a los nativos que vivían en el Paso de Murray que los nativos llamaban Yahga. En cuanto a kawésqar el significado de la palabra es «seres racionales de piel y hueso».
Los yámanas mencionaban la primavera imitando con la boca el sonido que parpaban los patos al llegar esa estación del año. Y cantaban en la costa para que se les acercasen las ballenas que eran parte de su alimento. Y las ballenas iban. Pero no era magia: sólo cantaban en la época en que los cetáceos se acercaban a esas costas…
Varios autores aseguran que los Onas, vecinos de los yámanas, creian entender lo que decían las aves con su canto. Y los distintos pueblos, por vecinos que fuesen, generalmente no se conocían entre sí, porque los separaban fiordos, canales y temperaturas antárticas.
Si las palabras son metáforas quiere decir que se parecen a la poesía. Pero en el caso de los yámanas y los kawésqar nosotros sólo podemos sentir que todas sus palabras eran poesía pura.
No conocían el vértigo, se cortaban el pelo con valvas de almejas, eran fuertes y musculosos (no tanto como ciertos cuadros que los pintan como a obreros de Ricardo Carpani) y no conocían la calvicie ni el dolor de muelas. Vivían desnudos en la nieve, sufrían de los ojos por el humo que encendían en las chozas para cocinar mariscos, sentían gran ternura por los animales (perros recién nacidos de perras que morían eran amamantados por mujeres kawesqar), las madres no usaban cunas y los bebés dormían en sus brazos contra el pecho desnudo.
Comían frutos del mar y frutillas (rubus geoides). Y eran tan inocentes que, cuando los golpeaban los hombres blancos, les decían la palabra frutilla creyendo que así los podían endulzar.
Los adolescentes (mujeres y varones) eran hermosos y presas preferidas de los hombres blancos. Y el largo pelo de las mujeres solía ser usado para hacer sedales de pesca.
La adaptación al presente de algunas palabras yámanas produce situaciones curiosas. Unos marinos le preguntaron algo a un indio y él les contestó muchas veces: “Tekénika… Tekénika” (“No comprendo lo que usted me quiere decir”). Hoy, en la Tierra del Fuego argentina o chilena, muchos lugares, comercios y personas se llaman así: “Tekénika”.
Hubo también una mujer yámana que llevó con orgullo el siguiente nombre: “Peine”. Pero los animales están en la mayor parte de la geografía fueguina: “Walanika” (isla de los conejos) o Lanushawaia (ensenada del pájaro carpintero).
RECUERDOS EN LA NIEVE. Para colmo el viento del polo: nos apretujaba contra una puerta en aquel invierno de 2002. Éramos dos personas esperando entrar al Museo Cordero Rusque de Ciencias Naturales, en Porvenir, capital de la provincia chilena de Tierra del Fuego.
Quien escribe recién había bajado del barco que lo había cruzado desde Punta Arenas, del otro lado del Estrecho de Magallanes: flanqueando la nave sobrevolaban petreles inmensos y albatros de ojos oscuros (Nataniel Hawthorne vio un albatros embalsamado que con las alas desplegadas medía seis metros).
Como en Porvenir anochece temprano en invierno, a las 16 horas el cielo ya estaba color ladrillo. Y el hombre dijo que ese día tal vez no abrirían y que, aún en caso de abrir para qué iba a esperar: “A los indios siempre nos dicen vuelva mañana”, dijo.
Después me propuso tomar “la once” (merienda) en un lugar cercano.
Fuimos a una típica fonda del antártico chileno: mesas amplias, ambiente húmedo y oscuro adornado con racimos de algas, cangrejos barnizados, arcos, flechas, arpones de hueso y redes de pesca.
La primera sorpresa fue que la moza sirvió café con leche para mi y para Chacas trajo un plato de mejillones sin condimento (“Algunos descendientes de kawésqar no probamos salsas y comemos muchos alimentos al natural”, dijo).
Patricio Chacas fue el primero y el último al que le escuché la palabra del título de este trabajo (la misma que ahora recorre el mundo con el Libro Guinness). Y la dijo cuando le pregunté por las relaciones entre Chile y Argentina: “Y… como decían mis antepasados… estamos Mamihlapinatapai”, aseguró.
Los bisabuelos fueguinos de Chacas nacieron junto a los grandes lagos, en los bosques fragantes y enmarañados de la selva valdiviana, entre los pájaros de las selvas frías, en medio de la conversación de los ríos arteriales sobre los que en primavera volaban extrañas mariposas de color limón.
Pero ese lugar fabuloso, Isla Dawson, fue también, en dos oportunidades, un “campo de concentración. En 1890, en busca de alternativas para las matanzas perpetradas por los hacendados ganaderos, el gobierno chileno facilitó la isla a una congregación religiosa que, veinte años más tarde, la devolvió con un cementerio lleno de cruces cristianas para nativos fueguinos. Entre 1973 y 1974, la dictadura chilena, insistió con la isla y encerró en Dawson a 400 ministros y colaboradores del presidente Salvador Allende.
Chacas, en aquella tarde inolvidable de “la once”, me recordó algunos mitos de sus antepasados. Todos ellos, aunque no se lo dije, sirvieron para volver a comprobar las palabras de Claude Levy Strauss: “Un mito es una historia del tiempo en que los animales y los humanos eran hermanos”.
MATRIMONIO ENTRE MUJER Y LOBO MARINO. Una historia que cuenta Chacas es, con pequeñas variantes, la misma que narra Lucas Bridges en “El último confín de la tierra” (Sudamericana, 2000).
Una joven yámana amaba nadar, correr tras las olas y dejarse arrastrar por la rompiente. Un viejo lobo marino enamorado la observaba sin ser visto… Pero cuando una ola grande la volteó, la muchacha se encontró con el animal a su lado. Como todas las mujeres yaganes, ella era una gran nadadora y quiso escapar. Pero el lobo, con suavidad, la fue empujando lejos de la costa. Y, cuando la chica estuvo exhausta, se vio obligada a tomarlo del cuello.
Nadaron juntos muchas distancias hasta que llegaron a una gran roca en la que había una caverna. Allí la chica aceptó lo inevitable y convivió con el lobo marino que le traía toda clase de peces y mariscos. No tardó en sentir por él un gran amor. Y pasado un tiempo tuvieron un hijo: parecía humano, pero estaba cubierto de pelos como una foca.
El chico creció rápido, perdió los pelos y aprendió a hablar (cosa que el lobo nunca pudo hacer). No obstante, la chica extrañaba su hogar y decidió volver a su lugar con su amado lobo y su hijo. Mientras madre e hijo se reunían con sus parientes, el lobo marino se arrastró hasta una roca y se quedó durmiendo al sol.
Después que se hubo tranquilizado el ambiente y producido el retorno, las mujeres del pueblo, incluyendo a la muchacha, propusieron ir en canoa hacia el Este en busca de mejillones de aguas profundas y de un tipo preciso de erizo de mar (tenía forma de manzana achatada y el cascarón cubierto de púas como clavos).
Los niños, incluido el hijo de la mujer y el lobo marino, se quedaron jugando. Antes de irse la madre alertó varias veces a su hijo: “Amma sum undupa” (“No comas carne de lobo marino”).
En ausencia de las mujeres los hombres cazaron un lobo marino y lo asaron. El chico comió una porción y le pareció sabrosa. La madre, a su regreso, al verlo, sacó un erizo de la bolsa y lo golpeó con fuerza en la frente. El chico cayó muerto y al entrar en el agua renació, pero convertido en el pez syuna conocido por su cabeza achatada y marcada con los hoyitos que le dejaron las púas del erizo.
Entre los mitos kawésqar también existen los que narran la hermandad de los nativos con las aves, las plantas y los árboles. Por ejemplo “El hijo del canelo” quien, después de una matanza hecha por un extraño animal marino, se salvó llorando y por ser hijo de un árbol. Dice la leyenda: “Saltáxar k’iuc’éwek ak’uás aselájer kuos saltáxar aihiól aselájer-s kok” (“Lo encontraron llorando debajo de un canelo, y así después era el hijo del canelo, eso se dice”).
ZOOLOGICOS HUMANOS. Theodor Adorno escribió una tremenda frase: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Sin embargo, no ha sido menor lo que hicieron con algunos fueguinos los europeos primero y luego los argentinos y los chilenos.
En el otoño de 1881 y con la venia de las autoridades de Chile, el empresario belga Maurice Maitre secuestró en el Canal Beagle a once nativos kawésqar, llevándose en un barco ballenero a cuatro mujeres (una de ellas embarazada), cuatro varones y tres niños pequeños.
Tiempo después, en la Exposición Universal de París de 1889, realizada en homenaje a los cien años de la Revolución Francesa que había proclamado los principios de “Libertad, igualdad y fraternidad”. A pesar de tales consignas, los nativos fueron encerrados en jaulas en las que levantaban sus ojos al cielo pidiendo clemencia y recibían (sin saber para qué servían), las monedas que les tiraba la multitud de visitantes.
Pero Maurice Maitre no era más que un filibustero y, en verdad, el inspirador de los llamados “Zoológicos humanos” era el alemán Carl Hagenbeck, un empresario circense que antes había expuesto a unos hermanos siameses y que, después de exhibir a los inocentes fueguinos, cruzó a una pantera africana con un tigre de Bengala, tan sólo para poder mostrar los cachorros deformes a los europeos.
A esas muestras, precursoras de los experimentos genéticos del nazismo, Hagenbeck las llamaba “antropozoología”.
Del Jardín de Aclimatación de París, que en definitiva no era más que un zoológico, los kawésqar fueron llevados a Londres y expuestos en el Royal Westminster Aquarium. Pero entonces apareció la Sociedad Misionera Sudamericana (una entidad religiosa), que puso el grito en el cielo y denunció el trato humillante que sufrían los cautivos.
Maitre, en respuesta, buscó nuevos horizontes y llevó sus prisioneros a Bruselas, en donde los expuso como “antropófagos”, rodeados por enfermos mentales, enanos y otros seres dolientes que, sin comprender por qué padecían semejante destino, cerraban sus puñitos ante los visitantes.
El embajador chileno en Francia, Carlos Antúnez, no pudo ocultar los hechos y dijo que actuaría en la cuestión, aunque antes debería “establecer si los prisioneros eran chilenos”. Pero quedó claro, rápidamente, que los prisioneros habitaban en el territorio de ese país sudamericano.
No se sabe bien qué pasó con cada una de las víctimas pero, en 2002, 130 años más tarde, los restos de cinco kawésqar fueron devueltos a la Tierra del Fuego. Los justicieros que los encontraron fueron el historiador chileno Christian Báez y el antropólogo inglés Peter Mason, quienes recorrieron parte de Europa y hallaron restos y objetos pertenecientes a los nativos.
Con ese material, escribieron un libro (Zoológicos Humanos, Editorial Pehuén, Santiago de Chile, 2002) y realizaron, también, una película con el documentalista chileno Hans Mülchi.
Los restos fueron devueltos a Chile en donde los recibió la ex presidenta Michelle Bachelet que, públicamente, pidió perdón en nombre del Estado chileno que “permitió estos tratos vejatorios contra los pueblos indígenas”. Y el 13 de enero de 2010, las osamentas fueron trasladadas a la isla de Karukinka (palabra cuya traducción aproximada es lugar alejado), tierra histórica y mítica de los nativos y parque nacional de Chile.
ARMAS DE LA TERNURA. Los fueguinos eran ágrafos y nunca habían visto un libro. Cuando fueron avistados por la expedición de James Weddell (descubridor de las islas Órcadas en 1821), el marino ordenó a un pastor que los saludase. El religioso bajó, Biblia en mano, y ante el desconcierto de los kawésqar empezó a leer un versículo.
Al verlo y escucharlo un nativo se acercó, le sacó el libro, se lo llevó a la oreja para escucharlo y, diciendo que no con la cabeza, se lo devolvió.
Fue grande la impresión de los nativos al ver una montaña que navegaba y unos seres que tenían la cara llena de pelos.
Otro fueguino tuvo una participación definitiva en uno de los mayores descubrimientos de Darwin. La historia ocurrió así: en mayo de 1830, Robert Fitz Roy, al mando de la nave Beagle, secuestró a cuatro nativos yámanas y los llevó a Inglaterra.
Es conocido que a uno lo bautizaron Jemmy Button (porque le llamaban la atención los botones dorados de los marinos). Jemmy, en Inglaterra, fue llevado ante la Reina Consorte Adelaida y el Rey Guillermo IV. Cuenta Mark Twain que, otro de los fueguinos decomisados, fue presentado en un baile en St. James al que asistió con su traje natural fueguino (“La pista se vació en dos minutos”, cuenta Bruce Chatwin).
Dos años más tarde, en el regreso de la nave “Beagle” que los había llevado, y ya con el joven Darwin a bordo, el naturalista le preguntó a Button qué le parecían sus hermanos. “Parecen monos…” fue la respuesta del fueguino que había visitado el Zoo de Londres.
Esa frase inspiró la idea de que los humanos descienden de los monos y de que algunos evolucionan más que otros.
Cuenta Joseph Emperaire, etnólogo que convivió con los kawesqar entre 1946 y 1948 (“Los nómades del mar”), que algunos aprendieron a hablar en español. Pero señala que sus respuestas siempre iban más adelante de lo que les preguntaban. Por ejemplo:
Pregunta: “¿Cómo dicen ustedes que la madre mece al niño?”.
Respuesta: “Pero por qué está llorando el niño”.
Pregunta: “¿Cómo hacen ustedes para pescar?”
Respuesta: “No, no habrá buen tiempo”.
Los niños sólo recibían nombre cuando aprendían a hablar y eran llamados Ganso, Mosquito, Ombligo, Nutria o Coipu. El nombre de los perros era tomado de los visitantes europeos: Flaco, Lenteja, Corbata, etc.
El autor de este trabajo, después de interesarse en las lenguas fueguinas por breves lapsos pero durante muchos años, considera fascinante y acertada una reflexión del linguista español Rafael Sánchez Ferlosio (“Semanas en el jardín”, Destino, 2003): “La palabra nos hace. No podemos percibirnos desde afuera. No existe un exterior de la lengua”.
*Este trabajo está dedicado a Juana Frontera que sabe que la condición común entre humanos y animales no es la animalidad, sino la humanidad: ya que ambos pertenecen a ella.
Por: Luis Frontera.
Materia/Lenguaje/Antropología. “Clase Magistral” publicada en Revista “Noticias”: 27.2.2016.