—¿Qué dirías acerca de cómo es la relación que tenéis la Tata y tú?
—La relación que tenemos es como… Es que no se puede explicar.
Apenas bastó ese breve diálogo inicial del tráiler, con esos puntos suspensivos cargados de emoción, para comprender que le estaba por dar Play a una película que me iba a hacer llorar muchísimo. Aun así, decidí avanzar y embarcarme de lleno en un camino de emociones. Llorar tiene mala prensa, pero a veces es necesario dar el espacio, conectarse con eso y permitírselo. Entonces, un punto a favor de mi película para lagrimear.
Ya de por sí se suele perder un tiempo infinito eligiendo qué ver, ante cada vez más opciones y suscripciones a plataformas repletas de contenidos. Sin embargo, esa tarde de junio, en el crudo invierno porteño, no tuve muchas dudas. Hacía mucho tiempo que una de llorar no le ganaba a una comedia para ver en familia, una serie eterna de infinitos capítulos o algún escenario distópico que nos saca por un rato de la realidad. Segundo y punto definitivo para 100 días con la Tata, esta película documental que acaba de incorporar Netflix a su menú y que, junto al título, debería figurar en paréntesis una leyenda con instrucciones: “Ver con pañuelos a mano”.
Miguel Ángel Muñoz y su abuela Tata (Foto: @miguelamunoz)
El protagonista masculino -y quien lleva el hilo de la historia- es el bombón español Miguel Ángel Muñoz, una figura que en su país ganó el primer Masterchef Celebrity, bailó y fue jurado en The Dancer, y cuenta con una sólida trayectoria en cine y televisión desde pequeño. Pero la verdadera estrella de la película es ella, la Tata, Luisa Cantero, una mujer que a sus 97 plantea que aún tiene mucho por hacer. Con una vida sufrida y de mucho sacrificio, Luisa destinó sus primeros 40 años a cuidar a su madre, razón por la cual debió abandonar el colegio y relegarse hasta el día que la vio partir. Y ya se le había ido media vida.
La trama parece simple pero es enorme: la relación del actor con su abuela -que en realidad es la hermana de su bisabuela-,quien lo crio de chico mientras sus padres trabajaban y con quien forjó un vínculo amoroso, cómplice e indestructible. Luego de tantos años de dedicación, ahora que la Tata pasó las nueve décadas de vida y necesita cuidados y presencia, le toca a Miguel Ángel devolver una parte de todo ese amor que recibió en su infancia. Entonces, con su agenda llena de obligaciones laborales y metas personales, debió buscar la forma más simple de generarse tiempo para hacerlo.
Durante los meses de confinamiento, Miguel y su Tata no solo convivieron 100 días sino que también transmitieron en vivo cada tarde para llevar alegría a sus seguidores en todo el mundo y sentirse acompañados (Foto: @miguelamunoz)
¿Cómo lo hizo? Unió sus dos pasiones, la actuación y su abuela -su Tata-, escribió el guion de una película y la invitó a participar. Era todo risas y jornadas con de grabación hasta que llegó el COVID-19, se prohibieron las salidas, se suspendieron por ende el rodaje, y el actor se mudó a la casa de Luisa para cuidarla porque las tres mujeres que se ocupaban ya no podrían hacerlo. Entonces, la idea inicial se reconvirtió, y sin guiones tan estructurados, Miguel Ángel comenzó a registrar cómo fueron esos 100 días de confinamiento en un pequeño departamento y ocupándose de absolutamente todas las tareas de cuidado de una persona mayor.
“Una de las cosas que he terminado de descubrir de este tiempo con ella es lo difícil que se vuelve hacerse mayor”, relata el actor a cámara mientras lo vemos bañar a su abuela, vestirla, peinarla, ponerle cremas, prepararle la comida, ayudarla con los ejercicios para estimular la memoria y con la kinesiología, para que no pierda movilidad durante las semanas reclusión, que se vuelven cada vez más eternas. Además, lo vemos afrontar su propio encierro y la lucha interna por estar informando sin que su abuela -una fanática oyente de radio- se asuste con la incertidumbre global y las imágenes de ciencia ficción que narraban las noticias.
Automáticamente, cada una de esas escenas llevan al espectador a pensar en su propia pandemia, la personal, la de nuestros seres queridos, esos meses de aislamiento que cambiaron nuestra forma de sentir, de hacer y de relacionarnos. Los festejos por videollamadas, el temor por perdernos, las despedidas a la distancia, y los duelos sin abrazos. El desgarro permanente de pensarnos solos.
Pero Luisa y Miguel no están solos: se tienen uno a otro. Y es un gusto espiar algo de ese vínculo que a cada uno lo transportará a distintos lugares. Infancias felices, refugios seguros y vínculos amorosos, tengan el nombre propio o el título que sea, y donde sea también que se hayan formado. Tal vez en la propia casa o lejos de ella, en una madre, un padre, una tía, una abuela, un abuelo o una vecina. Es prácticamente imposible no empatizar con el leitmotiv de esta historia, o al menos, no querer volver por un ratito al nido, hacerse bolita y dejarse abrazar por esa persona tan especial que en algún momento de la vida nos dio abrigo, con toda la amplitud de esa palabra.
Miguel Ángel y su abuela Tata, cuando el actor era pequeño y estaba a su cuidado (Foto: @miguelamunoz)
Entonces cierro los ojos -y se me desbordan las lágrimas a estas alturas, tengo que reconocerlo- y retrocedo en el tiempo. Veo a mi abuelo Wilson corriendo a mi lado una tarde de marzo de 1985 cuando le sacó las rueditas a mi flamante bicicleta roja. A las largas partidas de dominó y escoba de 15. A su pedido de hacerme repetir los versos de los poemas de Almafuerte –Pedro Bonifacio Palacios-, para que se los recite a quien los requiriera: “Si te postran diez veces, te levantas/ otras diez, otras cien, otras quinientas/ no han de ser tus caídas tan violentas/ ni tampoco, por ley, han de ser tantas”.
Veo a mi abuela Kico, ya en sus últimos años de vida, cuando le llevaba la compra del súper. O le pintaba a las uñas para levantarle el ánimo y no quería que me fuera -siempre encontraba una excusa para hacerme quedar un ratito más-. A sus llamados puntuales, todos los días a las siete de la tarde, para contarme los chismes de toda la familia pero más para asegurarse de que había llegado bien a casa. Su permanente rubia -que aún busco con ilusión en las cabelleras de cada señora por la calle-, el olorcito a crema para las manos, su piel suavecita que en el tramo final ya se lastimaba y los días de falsa espera por una mejoría en el hospital.
Pero en ambos casos, consciente y afortunada, pude devolverles algo de todo lo que me dieron, que es infinito. Porque nosotros también nos tuvimos. Como Miguel y su Tata. Como seguro muchos de nosotros hicimos o haremos con nuestra persona especial, con ese lugar seguro al que siempre desearemos volver, darnos la mano hasta el final.
“Desde hace algunos años, y aunque sé que indefectiblemente sucederá, me atormenta pensar que ella se va a morir”, se sincera Miguel Ángel en una sesión de terapia. Y lejos de pensar en un reality, su interrogante nos abre nuevas preguntas. ¿Alguna vez estaremos listos para ver morir a nuestros seres queridos? ¿Los estamos disfrutando lo suficiente o siempre encontramos en nuestra rutina alguna excusa para relegar tiempo de calidad? ¿Somos verdaderamente conscientes -si aún no tuvimos una gran pérdida- de cómo se extrañan luego cada uno de esos abrazos que ya no podremos recuperar?
La última reflexión de la película termina siendo tan sencilla como inabarcable: “El tiempo de mayor felicidad fue simplemente estar juntos”. Y vaya fortuna que aún puedan compartirlo.
La reflexión final, termina siendo tan sencilla como inabarcable: “El tiempo de mayor felicidad, fue simplemente, estar juntos” (Foto: @miguelamunoz)
Fuente: Infobae