En la cumbre de su consagración profesional, a la que llegó hace tiempo, Ricardo Darín se decidió a ensayar un camino inusual. Encarnar un personaje de la historia. Alguien con una vida concreta, irrepetible. Podría haber ido al pasado remoto, cuya bruma envuelve los hechos con cierta irrealidad. Pero decidió revivir a un protagonista reciente de nuestra vida colectiva. Una figura significativa, en especial para los que integran su generación. Santiago Mitre y Mariano Llinás convocaron a Darín para representar a Julio César Strassera. Recorrieron la trayectoria contemporánea del país y se detuvieron en 1985. En ese momento, el del Juicio a las Juntas promovido por Alfonsín, y en ese fiscal, que está entre los fundadores de la nueva democracia. Un funcionario de tribunales, que fue sacudido de su rutina de procedimientos, expedientes y dictámenes, para hacer frente a un desafío de otra escala: sumergirse en las atrocidades de la dictadura para pedir la condena de los comandantes, en un conmovedor alegato en el que acusó a quienes habían puesto al Estado a merced de la barbarie.
Ojalá la escritura y la edición de esta entrevista conserven para el lector la fascinante experiencia de escuchar a Darín reflexionando. El diálogo se inicia con una inevitable evocación de lo que significó aquel Juicio para el reencuentro de los argentinos con el Estado de Derecho. Las dificultades operativas y, sobre todo, los riesgos de encarar esa tarea en el marco de una república en proceso de restauración y, por lo tanto, amenazada.
Pero Darín va más allá del contexto en el que actuó Strassera con su equipo. Quiere sondear el drama que palpita en el alma del fiscal. El miedo, las dudas, las persecuciones imaginarias y reales. El enigma eterno del destino individual que, guiado por el torrente colectivo, asigna a un hombre, si se quiere, gris, la dimensión del héroe, por el solo hecho de cumplir con su deber. Por el solo hecho de, usando una expresión muy propia de Darín, “ponerse a cargo” de la compleja encrucijada en que lo ubicó el movimiento de la vida.
Darín nos explica por qué le interesa ese aspecto de la trama. Y mientras lo hace, sin proponérselo, sin que se lo propongamos, van asomando para nosotros, acaso también para él, los vínculos invisibles que lo comunican con Strassera. Durante la charla él y Strassera se superponen. Como una foto movida. Ahí está la propensión inevitable a interrogarse. Para ponerlo en sus palabras, a sospechar de sí mismo. A dudar. Darín nos lleva hasta Strassera y Strassera nos devuelve a Darín y a los misterios de su arte. La relación del actor con sus personajes. La plasticidad interior para convertirse en otro, es decir, para explorar sentimientos y sensaciones que nunca se experimentaron en la propia vida. La proximidad y la distancia, no siempre dóciles, que el actor debe tener con ese otro. Y la última frontera del oficio: la gimnasia de cruzar de ida y vuelta, todo el tiempo, el límite de la subjetividad, sometido a las rutinas de esa maquinaria implacable que es el rodaje.
La peripecia del Juicio invade la vida familiar de Strassera. El guion destaca la relación con su hijo de 13 años, que nos reenvía de nuevo al universo de Darín. La peculiaridad de haberse iniciado en la actuación siendo muy niño. “Un alma vieja, un chico medio anciano”, que es como él se ve. Y la evocación de la figura esencial, constitutiva, de su padre, a quien presenta de una manera conmovedora: “Él tenía la necesidad de tener un amigo. Y cuando tuvo un hijo empezó a tratar de construir en mí a ese amigo”.
Argentina, 1985, estará claro para quien la vea, queda claro en este diálogo, es más que el homenaje a un acontecimiento excepcional. Excede también el retrato de un hombre que lucha con su interioridad para estar a la altura del lugar en el que lo colocó la historia. La película es una impactante intervención sobre el presente. Y, en este sentido, hay que esperar que ejerza la antigua misión catártica que los griegos confiaban al teatro..
No hay mucho que aclarar: el tema de la obra es la Justicia. La capacidad de las instituciones para restablecer el orden después de un salvaje hundimiento de la ley. Por la magia de una narración en la que el arte se alía con la historia, Argentina, 1985 recupera para esta Argentina 2022 a un hombre dotado de la potencia movilizadora de la virtud. Ese maestro de la escena que es Darín, nos pone frente al espejo de Strassera 37 años después. Lo trae a este presente, desconcertante, depresivo, en el que, como dice el actor, “nos olvidamos cómo era”. Darín vibra, al final de nuestro diálogo, sintetizando el mensaje de la obra. Lo hace con esa formidable sencillez que hay que agradecerle, porque nos permite conectar con la densidad plena de una idea, de una emoción. Ese mensaje es, en sus palabras, “que hay cosas que se hacen y hay cosas que no se hacen. Que hay cosas que están bien y hay cosas que están mal. Que la justicia existe. Que tarda, pero, al final, llega. Por mucho que la intentemos ocultar, por mucho que intentemos distorsionarla, la verdad, al final, aparece”.
-Empecemos por lo más elemental: ¿cómo se les ocurrió esta película?
-Esto surgió de una charla con Santiago [Mitre], hace más de dos años y medio. Habíamos terminado de hacer La cordillera, y como suele ocurrir, fue: “Y bueno, ¿qué hacemos, con qué seguimos?”. Entonces surgió de su cabeza y de la de Mariano Llinás esta idea. A mí me gustó a pesar de que nunca fui muy proclive a recrear figuras que hayan existido. Siempre fui más amigo de la ficción que te da un poco más de libertades. Pero le dije: me interesa, es importantísimo, es un hecho trascendental. Hasta que apareció la primera versión del guion. Cuando me la hizo llegar, la leí y me entusiasmó. Me entusiasmó, te soy absolutamente sincero, básicamente por el enfoque, que es profundamente humanista. La historia se cuenta desde la perspectiva de los obstáculos que estas personas encontraron a la hora de tener entre manos semejante tarea. Eso empezó a mostrar el calibre de los personajes y me entusiasmó muchísimo. Me gustó mucho.
-¿Qué significa encarnar un personaje histórico? Cuánto tenés que ser él, cuánto tenés que ser otro… Es un misterio. Vos contaste que un amigo de Strassera te dijo algo muy interesante…
-Ese señor seguramente ni siquiera tendrá idea de cuánto me entusiasmó lo que dijo. Me detuvo con mucha educación en la calle. Yo estaba vestido de rodaje, en la manzana del Palacio de Justicia. Yo venía caminando por Uruguay, me detuvo él con su mujer, un matrimonio grande, divinos. Me dijo: “¿Tenés un segundo?”. “Sí, como no”, le digo. Me dice: “Yo fui compañero de colegio de Julio César y después nos tocó vivir en el mismo edificio, razón por la cual nos veíamos con mucha frecuencia y después la vida quiso que nos encontráramos todo el tiempo, nos cruzábamos por todos lados. No te parecés en nada, pero estás igual”. Fue de una contundencia lo que me dijo, porque resumió en una involuntaria síntesis lo que vos acabás de decir. La quintaesencia de cómo es asumir un personaje que tuvo vida propia, que es conocido y demás. Intentar copiarlo para mí siempre significó, más allá de una imprudencia, un error. Me parece que lo que uno tiene que hacer, a lo sumo, es intentar capturar cómo pensaba, cómo sentía. Después viene cómo se movía, cómo miraba y demás. Pero lo primero es encontrar cómo funcionaba como persona.
-En alguna medida, es la tarea del biógrafo que intenta capturar a su personaje.
-Me parece que es más sensorial, porque la verdad es que yo no había investigado tanto sobre él. Sí lo hicieron Santiago y Mariano. Yo empecé a involucrarme con él a partir de la responsabilidad de tener que hacerlo. Ahí empecé a escucharlo en entrevistas y me empezó a entusiasmar cómo era, su sentido del humor, características de convivencia, me llegó información de algunas personas que tuvieron contacto con él. Era todo alimento para mí. Pero también es cierto, tratando de ser lo más sincero posible, que hay una zona en la construcción del personaje que es absolutamente libre. Es decir, eso ocurre mucho en los rodajes, porque la perversión de la metodología de trabajo hace que vos hagas la escena 1, la 43 y la 127 el mismo día.
-Jamás voy a entender cómo funciona la emocionalidad de un actor en medio de ese método.
-Ahí es dónde arriesgás, ahí te jugás. Porque, ¿qué pasa? Por cuestiones de producción y de rodaje, tenés que hacer la escena 1, la 43 y la 127 el mismo día porque resulta que esa locación la tenemos ese día y nada más. Depende de en qué momento del rodaje eso te encuentre, a lo mejor te encuentra en la mitad y estás un poco más a cargo del personaje, pero te va a ocurrir la primera semana en donde no lo estás totalmente. Ese es el salto al vacío. Y de acuerdo a la confianza que tengas con el director, le podés proponer dos o tres opciones para momentos límites. Cómo serían la 43 y la 127 y después, en edición, se elige qué responde más al arco del personaje. Es lo interesante y lo divertido de nuestro trabajo.
-En algún momento te vi decir algo sobre la relación óptima entre un actor y un personaje. Cuánto entrar, cuánto salir. Es otro misterio, cómo es en el cine, cómo en el teatro…
-Sí, lo más saludable en el caso del teatro es entrar al juego y salir automáticamente. Cuando se terminó el juego hay que salir de ahí, a veces se puede y otras veces no. Hay personajes e historias que son un poco más residuales y te quedan un poco más impregnadas. Vos fijate lo que es la metodología de trabajo en teatro, que hace que la energía más elevada del día la tengas que tener en un horario a donde normalmente, humanamente, la energía decae. Eso también es un misterio. Nosotros tenemos esas dos horas y media de contacto con el personaje y con la historia que es a full, de entrada y salida. Lo recomendable es que cuando se terminó se terminó. No llevártelo a casa. Tuve un caso donde no me salía tan bien…
-¿Te animás a decir cuál era ese personaje?
-Sí. La obra se llamaba Algo en común, una obra dramática que hice con Ana María Picchio y Nicolás Cabré, que era chiquitito, tenía 14 años, y Silvina Bosco. Nos dirigía Emilio Alfaro. Era la recreación de una despedida de un ser que había partido, que había compartido su vida con nosotros dos. Con ella como mujer, madre de su hijo, y con mi personaje, que había sido su pareja en los últimos 15 años. Nos reuníamos para hacer una repartija de la herencia y eso generaba un buceo muy dramático. A la salida de cada función me encontraba con gente que había atravesado ese drama y que tenía la imperiosa necesidad de contártelo y devolvértelo, y te ibas muy cargado. Eran las dos o tres de la mañana, después de una función que había terminado a las 11 de la noche, y seguías cargado con eso. Por eso es que aprendí a tratar de separar los tantos. En cine la metodología es muy parcializada, es muy perversa, porque vos entrás y salís toma por toma, plano por plano.
-Cuando uno ve tu evolución como actor, es llamativa. ¿Cuánto de trabajo interior tuyo, a lo largo de tu vida, necesitan la actuación y los personajes? Alguna vez una chica catadora de vinos me dijo: “El tema de este oficio es que, cuando vos decís que tiene gusto a cuero o chocolate, tenés que haber mordido cuero o saboreado chocolate”. Uno nota que tenés muchísimo ejercicio interior. No es libresco. Es una inmersión en vos mismo…
-Sí, te entiendo. Citaste un ejemplo que es bueno, pero sirve más como contraste que como espejo. Si yo pudiera hablar solamente del dolor que conozco, mi espacio de trabajo estaría muy acotado. Tengo que imaginar el espacio que no conozco. Pude no haber probado nunca cuero o chocolate, pero tengo la obligación de hacerte sentir a vos el sabor del cuero y del chocolate si te lo describo. Creo que eso, dependiendo de cada caso, porque tampoco me quiero hacer el catedrático, tiene que ver con el camino recorrido y el nivel de observación y de permeabilidad que uno tiene para acumular registros. Creo que soy un alma vieja, porque era medio anciano cuando era un chico. Tenía 10 o 12 años y mis amigos, que eran más grandes, me preguntaban cosas que yo no había vivido, no había experimentado. Mi única ventaja es que yo tenía un diálogo muy profundo con mi viejo, que era un gran orador, era poeta, era escritor. Y, creo, su máxima aspiración era que yo pudiera entenderlo en profundidad cada vez que él establecía una charla conmigo, en muchos casos hasta altas horas de la madrugada. De ahí es que siempre fui medio adulto, incluso de chico y me sentí siempre bien en ese rol. Nuestro oficio se nutre muchísimo de ese gran campo que es la imaginación. Muchas veces nos consultan, sobre todo los más chicos, cómo es el tema de la emoción aplicada al trabajo. Hay actores que apelan a emociones genuinas, pero personales. Es como si tuvieran una bolsa de recuerdos traumáticos y meten mano y sacan esos recuerdos en función de tal o cual necesidad. A mí no me pasa eso. A mí me pasa que si yo me sumerjo en el camino de imaginar cómo será el dolor de la pérdida de un hijo, hago ese camino. Lo hago y mi plano emocional está absolutamente abierto y ávido de encontrar cuáles son las señales, los impactos, por dónde viajan, cómo se relacionan con mi vida, con mi personalidad. Te estoy contando esto ahora en forma absolutamente fría y analítica y estoy a un paso de entrar a esa emoción solo por haberlo mencionado. Estoy a un paso o a dos, pero estoy cerca. Y si en este momento vos y yo hiciéramos un ejercicio y vos me empezás a oficiar de interlocutor y nos sumergimos en eso, muy probablemente yo termine emocionado. Es un poco, si se quiere, esquizo. Porque es por un momento jugar a que sos otro.
-Es sentir el cuero que nunca probaste.
-Exacto. O intentarlo.
-Volvemos a la película. El Strassera que aparece es muy valiente, pero algo paranoico. Sobre todo, al comienzo, con mucho miedo a que lo usen.
-Creo que la historia a él lo sorprende en un momento en donde su autoestima no estaba muy alta. Porque él siente que no tiene una nota elevada que lo habilite a encarar semejante tarea. Por eso es que duda mucho, primero de sí mismo. Creo que la Flechner [Alejandra] está muy bien en su rol, porque oficia de poner el dedo en la llaga. De decirle: ¿Qué pasa? ¿No te considerás apto? ¿Creés que no te va a dar el cuero? El cuero, justo. Finalmente creo que esa frase fue cambiada, pero ella decía: “¿Pensás que no te va a dar el cuero otra vez?”, y no hacía más que provocar su reacción. Creo que la historia lo sorprendió en ese momento de su relación consigo mismo y que se fue envalentonando en el camino de la conformación del equipo de fiscalía. En muchos casos la adversidad es un empuje hacia adelante.
-Tiene también miedo a ser instrumento de un pacto entre el Gobierno y los militares. Pero se va convirtiendo en un tipo cada vez más valiente.
-Sí. Tan equivocado no estaba en sus paranoias, porque andaba circulando la idea de que probablemente eso no era más que un gesto político, intentando acomodar un poco los tantos. No estaba tan alejado de una posible realidad, de ahí que le costó muchísimo encontrar colegas que adhieran a la gesta. Por eso terminaron armando el grupo de fiscalía que armaron con Moreno Ocampo. Las cosas se dieron así y para él fue muy revelador sentirse paulatinamente la cabeza de ese grupo. Tenía esa obligación por ser el tipo más experimentado.
-Hay un personaje que no sé si históricamente existió o no, que es Bruzzo.
-Sí, existió, le cambiamos el nombre.
-Ese personaje, que es un emisario del Gobierno, introduce el contexto político en esa escena. La prudencia…
-Sí, la prudencia y la conciencia de estar en una zona minada.
-De que todo era muy frágil.
-Sí, muy frágil. Dicho sea de paso, Gabriel Fernández, que es el actor que hace ese personaje, para mi gusto está entre los puntos más elevados de la película.
-Es un personaje muy verosímil. Técnicamente, un radical.
-Él es un actor formidable. Está muy bien y tiene una misión entre manos muy delicada. A esa altura, venir a proponerle a un tipo como Strassera, mesura y prudencia. Que se manejen cuidadosamente a la hora de las condenas, es casi ir a provocar a un león. Esa escena me encanta. Y utiliza por supuesto la frase que a cualquiera detendría a reflexionar. Dice: “Si los militares se levantan, cosa que vos y yo sabemos que puede ocurrir, ¿quién va a contar los muertos? ¿Vos? ¿Yo? ¿Los jueces?”, lo pone contra la pared.
-Es el diálogo entre la convicción y la responsabilidad, diría Max Weber…
Es razonable también, en un país como el nuestro, con la historia que traía ya hasta ese momento, en donde todos sabemos que una chispa puede encender una fogata. En el 85 el reciente gobierno de Alfonsín no estaba solidificado. Y bueno, la historia quiso que la ciudadanía se enterara de cómo eran las cosas y de que pasara a ser, más que un gesto político, una necesidad de toda una sociedad. No podíamos seguir mirando para otro lado.
-La madre de Moreno Ocampo, muy bien representado por Peter Lanzani, encarna lo que estás diciendo. Es una señora burguesa, de derecha, que de repente ve un testimonio y hace clic… Mucha gente fue tomando conciencia durante el Juicio de las atrocidades que se cometieron.
-Eso es algo que en la película está muy finamente trabajado. Hay una escena entre Moreno Ocampo y Strassera en donde Strassera le dice: “¿Qué está mal? ¿Qué es lo que no te gusta?”, “Nada, nada”, “No, decime qué pensás”, “No, no pienso nada”, “Bueno, decime qué pensás”, “No, lo que pasa es que ayer estuve hablando con mi vieja…”, “¿Qué te dijo?”, “Bueno ya sabés lo que piensa mi vieja como tantos otros de la propaganda antiargentina” Y él le dice: “Nunca vamos a convencer a tu mamá. Si tenemos que convencer a la gente como tu mamá, estamos fritos”, “Claro”, le dice el otro. “¿Qué? ¿Vos pensás que sí?”, “No, no”, “¡Ah, sos un necio! ¡Vos pensás que sí!”. Esa línea está muy bien trabajada, por eso tiene uno de los momentos más emocionantes de la película que es la conversación telefónica que tiene Moreno Ocampo con su madre. Cuando finalmente le dice: “¿De verdad está pasando esto? Pero ¿cómo puede ser?”.
-Esa escena, impresionante, que es la del testimonio de Adriana Calvo de Laborde, es extraordinariamente fiel a lo que sucedió en la realidad.
-Es impresionante, porque nuclea y sintetiza toda la cantidad de testimonios que podés tener y que por razones obvias no pueden estar en la película. Es de altísimo impacto.
-Hay en ese diálogo algo muy significativo. Strassera se ofende porque Moreno le dice: “Vos eras fiscal del gobierno militar y no hiciste nada”. Strassera, también Moreno Ocampo y los jueces, eran jueces y fiscales que trabajaron durante la dictadura.
-Claro, lo que pasa es que todos fuimos seres humanos de la dictadura. A mí me preguntan muchas veces: ¿Cómo transitaste la dictadura? Y yo les digo que no fue la única. Yo también transité la del 66. Uno está a cargo de su vida en el contexto en el que te toque vivir y captás y reaccionás en función de las cosas que ocurren. A mí me han pasado cosas rarísimas en momentos en donde no tenía tanta conciencia, como creo que le ha pasado a mucha gente. Lo que le dice Moreno Ocampo en un momento determinado es: “Vos sabés perfectamente que hubo funcionarios que se hicieron los boludos durante la dictadura”, eso es lo que le duele.
-Strassera le dice: estás hablando de mí.
-Y decide tomar el toro por las astas: “A ver, explícame ¿Quién? ¿Yo?”, “No, bueno…”, “No, no te vayas por las ramas, decime ¿Quién? ¿Yo? Vos decís que yo soy funcional al gobierno de turno, que me estoy haciendo el boludo?”, “No, vos sabés de qué estoy hablando”, “Sé perfectamente de qué hablás. Qué creés que estuvimos haciendo durante la dictadura? ¿Estábamos de joda en Punta del Este? ¿Estábamos disfrutando de los beneficios de formar parte de una familia patricia?”. Esa escena es paradigmática también, porque es lo que decías vos, es el enfrentamiento entre dos posiciones y Strassera siente la necesidad de aclararlo. Y me parece que es muy valiente del guion de la película ponerlo sobre la mesa y no esquivarlo.
-No son héroes absolutos.
-No.
-En la película adquieren un lugar muy importante los interlocutores de Strassera. Está Bruzzo, está la esposa, está ese personaje increíble, encarnado por Norman Briski, cuyo nombre aparece al pasar en la chapa del estudio Muchnik, “el Ruso”.
-Que viene a ser como su padre, algo así.
-Un tipo con el que trata de analizar las contradicciones, los miedos… y está el dramaturgo Carlos Somigliana. Si voy a Darín, ¿quiénes han sido sus interlocutores?
-Uy. Igual te quiero aclarar que te falta un interlocutor que para mí es muy importante en la película, que es el hijo.
-Ya te voy a llevar a ese tema.
-En mi caso, mi viejo fue mi interlocutor más potente, te diría por excelencia, hasta mi adolescencia y un poco más también. Por esto que te contaba, él tenía la necesidad de tener un amigo. Y cuando tuvo un hijo empezó a tratar de construir en mí ese amigo y me convirtió en el receptor de un montón de ideas que estaban dando vueltas en su cabeza. Muchas ideas que no logré comprender en su momento exactamente, pero sí en el tiempo, como suele ocurrir. Empezaron a caerme como fichas. Mis amigos también siempre fueron interlocutores. Tengo amigos ante los cuales me puedo desnudar y mostrar mis miedos, mostrar mis incertidumbres. Pero también es cierto que hay un diálogo permanente con uno mismo. Vos me hablabas al principio, sin profundizar, esgrimiste como una evolución en mi camino.
-Capacidad de interrogarte, eso es lo que se nota. Y es lo que aparece en estos personajes.
-Yo me interrogo permanentemente porque sospecho mucho de mí. Y entonces me someto a diálogos permanentes. A veces mi mujer, Florencia, se ríe porque me sorprende y me dice: “¿Vos estabas hablando solo recién?”, y le digo “Sí, estaba hablando solo”, “¡Ah! ¿Necesitás hablar con alguien?, decime”. Le digo “No, no, es un diálogo que vengo trayendo desde hace mucho tiempo”. A mí me sirvió mucho hacer terapia, la vez que hice terapia. Fue como capturar la esencia de lo que significa esto de sospechar, amablemente, y de no dar nada por sentado. Esto, sumado a la interlocución con mi viejo. Porque mi viejo era muy provocador. Al punto tal que me hacía cosas raras. Estar por ejemplo un fin de semana yendo a la casa de unos amigos, en una quinta, como se solía decir en esa época –después aparecieron los countries–, a comer un asado, donde había un montón de gente y todos alrededor de la pileta, en verano, y mi viejo me decía: “Venga”, porque cuando me iba a tirar una máxima siempre me trataba de usted. Yo estaba jugando a la pelota con los pibes y me decía: “Venga, venga, ¿qué observa usted acá?”, “¿Eh?”, “¿Qué observa? Toda esta gente, pasándola bien, divirtiéndose, al aire libre ¿Qué le sugiere?”, permanentemente me estaba provocando el pensamiento. Me dijo alguna vez de forma concreta: “Yo intento que usted se haga cargo de que tiene que tener un pensamiento libre. No olvide nunca que las leyes fueron inventadas por personas, por unos señores, hace mucho tiempo, a los que no conocemos en profundidad y que se pueden haber equivocado. Usted revise y después acate. Pero primero revise”. Espero no haberlo defraudado, aunque en algunos casos sí lo hice.
Por ahí te pasaste de rosca.
-[Ríe] No, no creo.
-Hay una dimensión de la película que atraviesa el tema de la paternidad. Es un Strassera desconocido.
-Es verdad. Santiago fue muy generoso conmigo. Me participaba: “¿Qué pensás? Porque acá yo pienso tal cosa, pero no estoy seguro. Yo fui un gran defensor entre la relación de Strassera padre y su hijo. Porque no solo supuso la línea obvia, que es que ese chico es el futuro y que hoy vive, que estuvo muy cerca de nosotros, sino que tuvimos la suerte –porque eso sí es una suerte– de encontrar un actor como el chico que hace de mi hijo, que es Santiago Armas, que es un fenómeno. Yo fui actor niño, vi actores niños, los vi sufrir, los vi padecer, los vi luchar, los vi escuchar a sus padres que creían que tenían la verdad de lo que tenían que hacer y los vi lidiar con esa controversia de a quién se le hace caso. Yo me encontré con Santiago, el que hace de mi hijo, el hijo de Strassera, un chico muy inteligente y pensante a la vez a la hora de actuar. Cosa que no me había ocurrido.
-¿Qué edad tiene?
-Ahora debe tener 14 o 15 como mucho; tenía 13 cuando rodamos. Y pensaba antes de actuar. La primera vez que me encontré con él me quedé frío, porque tuve acceso a su estructura de pensamiento. El chico pensaba muy bien, planteaba incógnitas e incertidumbres con respecto al personaje y ejecutaba en función de eso. Después lo vi actuando y me volví loco. Para mí es un baluarte dentro de la película. Es maravilloso mostrar hasta qué punto Strassera confía tanto en su hijo que tiene 13 años. Tienen varios diálogos muy buenos. Tienen uno que a mí me encanta, que es muy cortito, que es cuando le dice: “¿El gesto neroniano?”, “Sí, el gesto neroniano”, “¿Y por qué no ponés el gesto neroniano del pulgar hacia abajo?”, “Sí, tenés razón”, y corrige. Este no es un niño, es un tipo de 50 años disfrazado de niño de 13. Es un fenómeno.
-Bueno, un poco lo que decías de vos mismo, ¿no?
-Si puedo saltar esta sensación de pudor que me embarga en este momento, te diría que sí, sentí eso. Lo vi pensante y yo era un chico que a esa edad pensaba. Pensaba para mis amigos, para mi familia. A lo mejor está relacionado con que mis viejos se separaron cuando yo tenía 12 y quedé medio como el hombrecito de la casa, con mi vieja, mi hermana y mi abuela. Trabajaba ya en esa época.
-Vos trabajaste de muy chico.
-Sí, de muy chico. Demasiado chico.
-¿Y cómo veías el trabajo al que ibas a dedicar toda tu vida?
-Me crie con gente grande. Desde muy chico yo trabajaba, tenía 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13 años, toda esa escalera que te cito, al lado de Norma Aleandro, de Héctor Alterio, de Lautaro Murúa, de (Ernesto) Bianco, de Carlos Carella. De gente que todo el tiempo te estaba haciendo sentir una sensación muy particular que es estar becado. Tenía acceso a las herramientas de su oficio sin que ellos estuvieran a cargo de enseñármelas, que es la mejor forma de aprender. No había una bajada de línea, de esto se hace así y esto se hace asá. Los veía. Cómo funcionaban, cómo incorporaban, cómo llegaban al momento de un rodaje, en qué estado llegaban y cómo se convertían en otra cosa que era la que estaban marcando a la escena que tenían que hacer. Era todo altamente nutritivo, pero yo no lo sabía, estaba ahí, desde un ángulo. Por eso siempre digo que no hay nada más importante para los chicos, para la educación, no el discurso, sino el ejemplo. Los chicos siempre están observando, aunque nosotros creamos que están distraídos. Siempre están observándonos, siempre están cotejándonos. Si lo que decimos tiene algo que ver con lo que hacemos o es un chamuyo. Nada es más claro para ellos, porque son un cuaderno en blanco. Están intentando colocar las fichas exactamente en los casilleros en los que corresponde. A mí me pasaba un poco eso, perdón el divague, en términos del oficio. Los veía hacer, no decir cómo se hace. Entonces, cuando veo ahora y tengo la oportunidad de cotejar con un chico como Santiago, que yo veía que venía del colegio, que tenía que preparar un examen y al mismo tiempo escindirse de la responsabilidad de su persona aplicado al trabajo y ponerse a leer un texto. Y decís: ¡Wow! Este tipo qué bien funciona.
-Es otro misterio. Hay una teoría que afirma que solo tres disciplinas te permiten ser genial de chico: música, matemáticas y ajedrez. Son formales. En cambio, ¿cómo hacés para ser actor de chico? Con todo lo que ya dijiste: la conjetura, la exploración de sentimientos que nunca tuviste…
-Claro, es difícil, pero existe. Así como existen los superdotados en el piano.
-Pero en eso parece que hay algo de técnica.
-Sí, esto es un poco más sensorial. Es un juego. Para mí la madre de todas las madres es la imaginación en términos de nuestro oficio. Y se ve que hay algunos que están más dotados que otros para imaginar. O se atreven. A mí me llaman mucho la atención los chicos que están a cargo de resolver cosas como si fueran adultos. Vos hacés un relevamiento de lo que es su contexto y decís claro, tienen razón, es el más habilitado para estar a cargo de la situación. Una vez, mi hijo, el Chino, a los 12 años… Ya me había tirado máximas en su camino, pero me tiró una que fue tremenda y que delineó nuestra vida para siempre. Andá a saber qué fue lo que yo dije y él en un momento me dijo: “Papi ¿sabés qué?, yo me di cuenta de que vos no siempre hacés las cosas como decís que hay que hacerlas”. “¿Cómo?”, le dije yo. “Sí, me parece que a veces decís que las cosas hay que hacerlas de una forma, pero vos actuás de otra”. Fue una patada en el pecho. Dije: “Sí, tenés razón. A veces no me sale, a veces me distraigo, a veces estoy fuera de foco, fuera de eje, eso es una lucha”. Tratar de alinear lo que pensás con lo que hacés es la máxima de la vida. De la misma forma que es muy difícil que un ser pueda ser feliz si al transcurso de lo que hace en su vida no está profundamente conectado con lo que quiere ser. Se está alejando de la posibilidad de la felicidad. Me acuerdo de una película de Nikita Mikhalkov que se llamó Sin testigos. Un personaje en un momento determinado dice una cosa que a mí me marcó para siempre. Decía que cada ser humano tiene una nota que suena en su interior, esa es la nota de su singularidad. Si la sinfonía total de ese ser no está alineada, en armonía con esa nota, ese ser nunca puede ser feliz. ¿Y viste esas revelaciones culturales, literarias, cuando uno lee algo que te hace vibrar por completo? Me marcó. Siempre hablo con mis hijos de que es importante la búsqueda de la felicidad. Porque no vamos a ser felices todo el tiempo. Pero es importante no decaer en la búsqueda de la felicidad. Y eso está relacionado con la nota que suena dentro de uno que es nuestra singularidad.
-Te quería llevar a otro tema que es central en la película. Y es que no es solo un homenaje, es una intervención impresionante sobre el presente.
-Sí, tiene una conexión ineludible.
-Primero, el tema es la justicia. Vos ya estuviste en tribunales, pero en la ficción. Ahora estás como Strassera y agrego una cosa más: mi experiencia cuando la vi. Me emocionó desde el primer minuto.
-A mí también. Pero eso es por nuestro camino andado. Hay un juego permanente de que cada escalón que vamos subiendo en el relato sabemos a dónde va. Es difícil escapar a la emoción.
-Pero aparece algo muy significativo para la Argentina actual. Aparece algo tan elemental como un grupo de personas virtuosas.
-Claro, entonces aparece la moral y la ética.
-Y la virtud. La virtud de un tipo común. Esto que vos decías de Strassera, de que no le daba el cuero.
-Sí, no es un illuminati.
-Vos pensaste en esto obviamente.
Sí. No solo rebota en el presente, sino que rebota en nuestro pasado, seguirá rebotando en nuestro futuro y está directamente relacionado con nuestra idiosincrasia. Perdón, con una deformación de nuestra idiosincrasia, si la podemos llamar así. Este juego de entrar y salir de nuestro país, que a mí me viene ocurriendo desde hace 25 años, me ha permitido formar parte, salir y mirarnos. Este juego de entrada y salida que se parece bastante a la actuación, te da un poco de distancia para analizar las cosas. Estoy mucho en Madrid. Muchas veces, no ahora por suerte, pero durante estos últimos 20 años me vi obligado a hacer descripciones de cómo somos los argentinos, qué nos pasa, qué pasa con estas cosas cíclicas de que vamos y volvemos. Y uno se ve realmente en situaciones muy difíciles a la hora de diagnosticar. Creo que no digo nada nuevo si digo que venimos sufriendo un deterioro a nivel educación y cultural desde hace ya muchas décadas. Es lamentable. Creo que ha hecho mella porque nos ha transformado en unas cosas que no sé si son exactamente las que elegiríamos. Siempre cito un ejemplo que es de difícil resolución: en España, un tipo es parado en la vía pública por una infracción que cometió y no se le cruzaría ¡jamás! por la cabeza coimear a un agente para zafar de esa situación. Y no porque sean todos virtuosos. Es por una cuestión de atmósfera de comunidad. En el caso nuestro, yo había escuchado personas pensantes decir: “Y no, sabés qué pasa, porque la multa es de tanto y yo sé que el señor que me acaba de detener cobra una miseria, entonces yo le estoy haciendo un favor, y él a mí”. Error. Encontraste un camino de justificación que no hace más que describir hasta qué punto nos fuimos a la mierda. Y sin embargo, ese señor termina convencido de que tiene razón, porque en definitiva no fue que pasó un semáforo en rojo, era un amarillo naranja. Y nadie salió herido, entonces tampoco es tan grave. Ahí es donde entramos a patinar y nos vamos al pasto. Ahí aparece la justicia, la ética, la moral, aparece todo eso. Una salsa en la que venimos nadando. Nos olvidamos cómo era. Y esto está directamente relacionado, como lo hablamos antes, con que lo que educa es el ejemplo y no el discurso.
-La película tiene un mensaje extraordinariamente optimista en este sentido. Porque fuimos también eso. Se pudo hacer algo tan complejo como juzgar a los militares, que estaban todavía en los cuarteles, no en los geriátricos. Strassera, Moreno Ocampo, todo su grupo, dan una sensación de vulnerabilidad, pero alcanzaron su objetivo, que era cumplir con el deber.
-Sin duda. Ahora que estamos con esta ronda de festivales [Venecia, San Sebastián, Londres, Zurich], muchos me preguntan qué expectativa tengo. Yo, que soy un muchacho grande, he aprendido que el tema de las expectativas con respecto a los reconocimientos es absolutamente inútil, no tiene ningún sentido. Mejor que las cosas transcurran. Pero tengo una gran aspiración con esta película, que es que llegue a la gente joven.
-¿Qué estás diciendo con ese personaje a esa gente?
-Que hay cosas que se hacen y cosas que no se hacen. Que hay cosas que están bien y cosas que están mal. Y que eso no va a variar, no debe variar. No debemos encontrar el enlace entre lo que está bien y lo que está mal, el camino intermedio que está plagado de zonas grises. No. Hay cosas que se hacen y cosas que no se hacen. Eso es así y todos lo sabemos aunque nos distraigamos. Y en ese sentido el camino de la esperanza es que el mensaje de esta historia llegue a los más jóvenes. Que la justicia existe, que tarda, pero al final llega. La que quieras y por donde quieras, pero al final la verdad aparece. Por mucho que la intentemos ocultar, por mucho que intentemos distorsionarla, al final la verdad aparece. Me parece que eso es muy importante para la juventud. Para no sentirse aislados, no sentirse solos, no sentirse decepcionados. Creo que los chicos están atravesando un momento de estupor en muchos sentidos, pero también es cierto que la mirada de ellos es de mayor alcance. Porque ellos son los que nos muestran cómo va a ser el mañana. Si nosotros no ayudamos a construirles un diseño del mañana mejor del que están viendo, nos estamos equivocando. Tenemos que ayudarlos, nutrirlos, abonarlos, alimentar la posibilidad de que miren un mañana mejor, con personas cabales, con personas que se hacen cargo de lo que dicen, de lo que hacen. Porque ellos van a hacer el camino, no vamos a ser nosotros. Y tienen que saber que ese camino, el de hacer las cosas como se debe, es un camino satisfactorio que va estar plagado de reconocimiento y de virtud. Es necesario que lo sepan, que entiendan ese mensaje, pero mucho más necesario es que lo logren abrazar. Y creo que por eso la literatura, el cine, las artes en general están más próximos a ofrecer eso como servicio, porque no es una bajada de línea, es una propuesta. No es una imposición, es una demostración. Ojalá ellos se puedan abrazar a eso.
Fuente: Carlos Pagni, La Nación.