Todo comenzó con un ambicioso inmigrante de quince años y origen austríaco llegado al país en 1890: Max Glücksmann, el «hombre de suerte», si traducimos su apellido.
Trabajó como cadete en la casa de artículos de fotografía del barón belga Enrique Lepage, un negocio de prestigio ubicado en Bolívar y Belgrano que, entre otras novedades, instaló la primera sala de cine en Mar del Plata, más precisamente en la Rambla de la Bristol. Años más tarde, el belga le vendió el negocio a su gerente -y ex cadete- Glücksmann. El joven emprendedor venía mostrando capacidades. No solo trajo el primer proyector cinematógrafo (por instrucciones de Lepage), sino que también produjo el primer documental de la historia argentina junto con Eugenio Py, y lanzó el primer largometraje de sello argentino: Amalia. Además, fue designado representante de una empresa alemana, dueña de la discográfica Odeon, para la importación y venta de discos y fonógrafos.
Con el bagaje de conocimientos que venía acumulando, encaró la construcción de una sala, el Splendid Theatre, en Santa Fe 1848 y Callao, que se inauguró en agosto de 1914. Allí se realizaron funciones de música, de actuación, reuniones de beneficencia, de estudiantes (entre las cuales podemos mencionar las de la Escuela Normal Nro. 6 de Maestras o los «mitines» universitarios de la Facultad de Arquitectura) y la proyección de vistas cinematográficas. Entre las primeras, los porteños pudieron asistir al horror de la Primer Guerra Mundial en crudas imágenes exhibidas en la gran pantalla.
El éxito de las funciones en el Splendid Theatre empujó a Glücksmann hacia un nuevo y aún más ambicioso proyecto: el Grand Splendid Theatre. En 1917, dispuesto a competir consigo mismo, compró un terreno en la misma cuadra.
Este nuevo solar, en Santa Fe 1860, tiene su historia. Había pertenecido a una fábrica de carruajes y luego fue sede del Teatro Nacional Norte, nombre que recibió para diferenciarlo del Teatro Nacional ubicado en el centro de la ciudad. En 1906 se convirtió en Cinematógrafo del Salón del Norte. En 1914, mientras Glücksmann se instalaba en la misma cuadra, el salón se convirtió en Parisién y vivió una de sus épocas más grises. El Parisién, con su teatro de variedades y bailarinas, llevaba adelante actividades paralelas reñidas con la moral. El diario Crítica se ocupó del tema y la investigación evidenció una serie de infracciones que dieron por resultado el cierre del futuro Grand Splendid. Reabrió antes de terminar 1914 con el antiguo nombre de Teatro Nacional Norte y Crítica anunció a aquellos lectores que podrían sentir algún rechazo de concurrir, que el salón había sido desinfectado. La denominación le duró poco. En enero de 1915 pasó a llamarse Teatro Battaglia, en homenaje a Guillermo Battaglia, actor de renombre, considerado el mejor de su tiempo, que había muerto de manera instantánea y prematura (hoy diríamos que le dio un ACV) en julio de 1913.
El Battaglia funcionó hasta fines de 1916 y luego fue el turno del emprendedor Glücksmann.
El proyecto del Grand Splendid Thetare estuvo a cargo de los arquitectos Rafael Peró y Manuel Torres Armengol, y la construcción por los arquitectos Pizoney y Falcope.
Todo era de vanguardia, pero aún más allá de la propuesta artística: la obra también traía lo último en seguridad y comodidad. La estructura era de cemento armado, a prueba de fuego. Instalaron, además, una sala de primeros auxilios y equipos de calefacción y refrigeración, ubicados en el sótano para no empañar su estética. En verano podía adaptarse el lugar y optar por la brisa natural, ya que en la cúpula había un techo corredizo. Al mirar hacia arriba no sólo se contemplaban las estrellas: convocaron al pintor italiano Nazareno Orlandi para embellecer esta cúpula con una alegoría a la paz que representa el fin de la Primera Guerra Mundial.
Frente de la emblemática sala en sus últimos años dedicados a los espectáculos de cine y otras actividades, como actos musicales de la Escuela Argentina Modelo. Fuente: Archivo Crédito: Archivo General de la Nación
La marquesina era -y sigue siéndolo- de estilo griego, con unas cariátides que sostienen los balcones del frente, obra del escultor italiano Troiano Troiani, quien también se ocupó de crear los torsos de mujer que se encuentran sobre los ángulos del cielorraso, a los costados del escenario.
Trabajaron para que los palcos y las plateas fueran como una prolongación del Colón y cada uno de los 3.400 metros cuadrados reluciera. Entre platea, palco y paraíso, había capacidad para novecientos espectadores.
Funcionaba a sala llena en todas sus representaciones. Ecléctico como su dueño, el Grand Splendid se brindaba entero al ocio mejor invertido. Teatro, conciertos de ballet, óperas, fiestas a beneficio y tangos con sus revelaciones. Todo se gestó allí, incluso Carlos Gardel. Circula una leyenda urbana que cuenta que Glücksmann le enseñó a darle más potencia a su voz haciendo que el Zorzal Criollo se tomara con las manos del respaldo de una silla y así expandiera su caja torácica.
El paso de los años fue marcando su propio ritmo. Entre 1921 y 1930 se empleó el último piso como estudio de grabación. 1923 fue el año en el que inició sus transmisiones Radio Splendid. Se abocó a la cinematografía a partir de 1926 y fue escenario de innumerables estrenos. Y romances: los escritores Horacio Quiroga y Alfonsina Storni se besaban en sus butacas mientras vaya uno a saber qué estaba pasando en la gran pantalla.
En 1930, volvió a lucirse en formato de teatro, para retomar con el cine recién en 1973. El Capitol (ex Splendid Theatre) y el Grand Splendid marcaron la identidad de la cuadra. De ahí en más, la prestigiosa sala resistió los años y las crisis como pudo, cerró y fue refundada.
En febrero de 2000 el grupo Ilhsa, más las cadenas El Ateneo y Yenny, realizaron una inversión de más de tres millones de dólares para dejar al Ateneo tan grandioso como su nombre. Y lo hicieron librería.
Los libros se extienden en todo lo que antaño fuera la sala, los palcos se han transformado en sitios de lectura semiprivados, y el escenario devino en confitería. Nadie puede vaticinar cómo le hubiera caído la noticia al pujante Glücksmann; ¿Le hubiera molestado ver entrar a la gente en shorts y remera? ¿Se le habría dibujado una sonrisa al enterarse que la caminan turistas de todo tipo y color por figurar en el ranking de librerías más bellas del mundo y por ser la más grande de Sudamérica? Quién sabe. Puede que el espíritu de Max aún ande por ahí, atrayendo con su suerte al casi millón de personas que la visitan al año.