Hace 50 años, el martes 26 de octubre de 1971, a las 21.20 horas de Buenos Aires, en la Sala Martín Coronado del Teatro General San Martín, el soviético de origen armenio, Tigran Petrosian, de 42 años, y el norteamericano, Robert James Fischer, de 28, ponían punto final a uno de los capítulos más fascinantes de la historia del milenario juego; tras 27 días y nueve partidas disputadas, Petrosian detenía el reloj de juego y extendía su mano en señal de abandono; una explosión de júbilo rompía el silencio que demandó las casi cuatro horas de ese juego; los casi 700 espectadores que acompañaron la escena premiaron con vítores y aplausos a los contendientes. El cartel que cada tarde el árbitro del duelo, el alemán Lothard Schmid, elevaba para exigir silencio durante las partidas, ahora era reemplazado por otro que sostenía en sus manos, y en el que se leía ¡Viva Argentina!
Así, el excéntrico y genial ajedrecista Bobby Fischer, se consagraba en el nuevo aspirante a la corona mundial, por entonces en poder del soviético Boris Spassky; había vencido a Petrosian en la serie final del Ciclo Candidatura por un contundente marcador de 6,5 a 2,5 tras nueve juegos, sin necesidad de completar la serie programada a doce. Nunca antes el soviético y ex campeón mundial (entre 1963 y 1969) había sufrido tantas derrotas (cinco en total y cuatro de manera consecutiva) frente a un mismo rival. El paso del “huracán Fischer” dejó una estela de recuerdos en Buenos Aires, y a medio siglo de aquel fenómeno las reminiscencias y sus efectos reverdecen con cada primavera porteña…
Hace medio siglo, en 1971, mientras el país estaba bajo el control de una dictadura autodenominada Revolución Argentina -el presidente de facto era el Teniente General Alejandro Agustín Lanusse, que había reemplazado por decisión de la Junta de Comandantes a su colega, el General de Brigada Roberto Marcelo Levingston, el que a su vez había tomado el lugar del General Juan Carlos Onganía, que en junio de 1966 había derrocado el gobierno constitucional del Dr. Arturo Humberto Illia-, el tablero mundial oscilaba sus lealtades políticas de Este a Oeste, entre los dos países más poderosos del planeta: Estados Unidos de América (USA) y la Unión de República Socialistas Soviéticas (URSS). Ambas potencias mantenían su sigilosa batalla, con servicios de inteligencias, espías y contraespionaje; la “Guerra Fría” se esparcía por el mundo.
Durante el invierno porteño de 1971, Bobby Fischer y Tigran Petrosian consiguieron el pase a la serie final del Ciclo Candidatura; en Cuartos, el norteamericano había superado al soviético Taimanov por 6 a 0, y en semifinal al danés Larsen, por el mismo score. Estos resultados sumados a los últimos siete juego en el torneo clasificatorio en Palma de Mallorca 1970 -Fischer los ganó de manera consecutiva- establecían un récord jamás visto: que un ajedrecista hilvanara 19 victorias al hilo frente a grandes maestros. En cambio a Petrosian no le sobraba nada; se impuso al alemán Hübner por 4 a 3 y el abandono de su rival, y en la semifinal logró una ajustada victoria ante su compatriota Korchnoi, por 5,5 a 4,5.
Fischer y Petrosian habían jugado 18 veces, con 3 victorias para cada uno y 12 empates
De esta manera, un norteamericano y un soviético debían disputarse la última plaza en juego, la del aspirante al título mundial de ajedrez. Una actividad, que en el viejo régimen de la URSSera interpretada como una cuestión de Estado; una propaganda utilizada para demostrar una mayor capacidad de inteligencia de sus ciudadanos frente al mundo occidental. Acaso, por ello, no resultaba extraño que desde hacía veintitrés años sólo los ajedrecistas soviéticos jugaban las finales de los mundiales. Desde 1948 y hasta esos días, Botvinnik, Smislov, Tal, Petrosian y Spassky, respectivamente, se pasaron la posta y conservaron el legado. Pero ahora, un ajedrecista occidental y norteamericano amenazaba con poner fin al reinado. Por eso la elección de la sede del duelo pasó de una simple negociación a una batalla jurídica; una lucha mezquina de intereses y de mutua desconfianza política.
Holanda y Yugoslavia fueron los primeros países que se postularon como anfitriones del duelo. Pero cuando Fischer se enteró que Petrosian prefería los Países Bajos, él se inclinó por la región balcánica; ni la mediación del maestro Gligoric permitió alcanzar un acuerdo. Esto abrió un nuevo frente: Grecia; el soviético dio el Ok, de inmediato pero Fischer desconfió de la sombra del Kremlin, y endureció su postura: “No me importa dónde jugar; mi prioridad es el país que más dinero ofrezca”. Fue entonces cuando salió a escena, Buenos Aires; una ciudad con fuerte cultura ajedrecística, organizadora del Mundial de 1927 entre Capablanca y Alekhine, y de la Copa de Naciones (hoy llamada olimpíada de ajedrez) en 1939. Además, tanto Petrosian como Fischer conocían la pasión de sus aficionados y mantenían amistad con varios maestros argentinos; ambos habían triunfado en los torneos de la Ciudad de Buenos Aires, 1964 (el armenio) y 1970 (el norteamericano).
“En verdad, todo comenzó porque un maestro muy jovencito por aquellos años, Miguel Quinteros, se presentó una mañana en mi oficina y me transmitió la siguiente inquietud: Señor, ¿no le gustaría traer el match Fischer y Petrosian a la Argentina? “, recordó el doctor Agricol de Bianchetti, que durante el gobierno de Lanusse se desempeñó como director de Deportes de la Nación. Y agregó: “Una vez que me interioricé del tema, lo hablé personalmente con el ministro de Acción Social, Francisco Manrique, que sólo atinó a decirme: ¿usted está de acuerdo? Entonces, actúe con entera libertad. Así fue cómo nos pusimos a trabajar con rapidez, pues teníamos sólo 72 horas para presentarnos en la licitación. Afortunadamente, todo salió como lo planeamos y el match se jugó en Buenos Aires”. El recuerdo tiene más de veinte años, fue una charla telefónica con el ex dirigente y apoderado de la AFA, fallecido en 2016, a los 92 años.
Con una oferta cercana a los 12.000 dólares, Buenos Aires se convirtió en la anfitriona del gran duelo previsto para los primeros días de la primavera porteña; el match pactado a 12 juegos (resultaría vencedor el primero que sumara 6,5 puntos) comenzaría el 30 de septiembre y finalizaría el 31 de octubre; el ganador recibiría 7.500 dólares y 4.500 el perdedor. Los juegos fueron programados para las 17 horas, con dos días de descanso entre cada partida. A pedido de Fischer, las tres primeras filas debían estar libres de espectadores, y la 4ª y 5ª fila sólo para fotógrafos. El Hotel Presidente alojaría a cada delegación. La federación argentina de ajedrez (FADA) a cargo del maestro Carlos Guimard mandó a construir especialmente la mesa de juego (con un costo de $50.000), mientras que las piezas de ébano elegidas fueron el modelo Staunton (similar a las del match de 1927).
Tigran Petrosian y Bobby Fischer durante la semifinal del mundial de ajedrez en Buenos Aires
Más allá del fuerte ideologismo que acarreaba el match, el enfrentamiento entre dos de los tres mejores ajedrecistas del planeta (el otro era Spassky) disparó una gran expectativa entre los aficionados, especialistas y la prensa mundial. Los análisis estadísticos le añadían un misterio aún mayor al desafío: bajo el ritmo de partidas clásicas (no se incluyen Blitz) entre 1958 y 1970, Fischer y Petrosian habían jugado 18 veces, con 3 victorias para cada uno y 12 empates. Por eso, una docena de periodistas europeos y otros tantos norteamericanos, sumados a seis sudamericanos y 15 de la Argentina se acreditaron en la cobertura del duelo. Por primera vez, las radios y la TV local, no quedaron al margen del acontecimiento.
“Soy el mejor jugador del mundo, y estoy aquí para demostrarlo”, fue la presentación que utilizó Robert Fischer, tras su arribo al Aeropuerto de Ezeiza, en el vuelo 301 de Aerolíneas Argentinas, en la mañana del lunes 27 de septiembre. De allí fue transportado junto a su comitiva, los maestros Larry Evans y Ronald Byrne (éste estaba acreditado como cronista para el Daily News) y el Coronel Edmund Edmonson (Presidente de la federación norteamericana de ajedrez) hasta el mismo hotel donde ya estaban alojados los soviéticos: Tigran Petrosian, su esposa Rhona, los maestros Yuri Averbaj y Alexander Suetin, y el fiscal militar y director del Club Central de Ajedrez, Víctor Baturinski. A la vuelta, en un hotel de la calle Sarmiento un par de agentes del KGB completaban la delegación. Aunque los norteamericanos se alojaron en el 13° piso y los soviéticos, en el 10°, la convivencia fue un sueño de corto aliento. Una vez comenzado el match, Fischer convenció al alemán Lothar Schmid para que le gestionara un nuevo lugar de descanso. “No me gusta ver también a Petrosian y a su gente cada vez que subo al ascensor”. Fue el pedido que hizo el norteamericano, y unos días después Bobby y su equipo fue trasladado al Hotel Claridge.
En la jornada previa al comienzo del match, los ajedrecistas cumplieron con el protocolar saludo al presidente Lanusse. El militar, en un salón de la Casa Rosada, le obsequió a cada uno, un juego de ajedrez de ónix producido por un artesano de la Provincia de San Luis. Frente a los fotógrafos, el armenio le puso condimento al duelo:“no hay dudas que seré el vencedor del match”. A lo que Fischer le redobló la apuesta: “Me marcharé de Buenos Aires antes que se programe la partida doce”.
Más allá del fuerte respaldo de la comunidad armenia en Buenos Aires, Tigran Petrosian contaba, además, con el apoyo de la federación soviética que puso a su disposición un equipo de maestros, entre ellos Boleslavsky, Polugaievski, Shamkovich y Vasiukov comisionados en el análisis de las partidas y estilo de juego del norteamericano. Más de 30 páginas demandó el informe que llegó a manos del armenio; el documento incluía una receta (una celada en una de las variantes de la defensa siciliana) para sorprender y vencer a Fischer.
Fischer no hacía rodeos para definirse: “Soy el mejor jugador del mundo, y estoy aquí para demostrarlo”
El 30 de septiembre, a las 17, comenzó la final con Bobby Fischer como conductor de las piezas blancas. El escenario de juego estaba cubierto por una alfombra roja, sobre ella la mesa de juego, el sillón negro elegido por Fischer y una silla color anaranjada escogida por Petrosian. Sobre el costado derecho, el árbitro Schmid se ubicó frente a su escritorio. La escenografía se completaba con un cartel sobre la pared del fondo, con el diseño de un círculo azul y dorado -de casi cuatro metros de diámetro-, en el que se lucia el lema de la FIDE “Gens Una Sumus” (Somos una familia), y el nombre de la Federación Argentina de Ajedrez. Detrás de los jugadores, y sobre el costado izquierdo del escenario, un tablero gigante, de casi un metro y medio por lado, los jóvenes ajedrecistas, Mariano Vargas y Daniel Green reproducían los movimientos de las partidas para los espectadores sentados en la sala.
Fischer abrió el juego con su movimiento predilecto Peón cuatro Rey (e4 en la nueva nomenclatura) y Petrosian planteó la defensa siciliana. La partida transcurrió de acuerdo a lo previsto por el laboratorio soviético y al llegar al movimiento undécimo, Petrosian efectuó la novedad Peón cuatro Dama (d5). La sorpresa no sólo alcanzó a Fischer sino que paralizó a toda la sala. En ese preciso instante un corte de luz dejó el escenario a oscuras. “qué pasó, qué pasó? consultaron a dúo los jugadores. “Saltó un fusible; lo repararán enseguida” fue la respuesta del jefe de mantenimiento del Teatro, mientras el árbitro detenía el reloj de juego. Petrosian se levantó de mal humor y se alejó de la mesa pero Fischer siguió sentado en penumbras. El soviético reaccionó de inmediato y le reclamó al árbitro que si Bobby continuaba pensando que lo hiciera con el reloj en marcha. Lothar Schmid le preguntó a Fischer si seguiría jugando bajo esas condiciones. Y, Bobby asintió. Mantuvo su concentración y entre sombras, con las pupilas dilatas y el reloj en marcha, profundizó sus análisis.
Once minutos demandó subsanar el desperfecto eléctrico; con el regreso de la energía Fischer continuó incólume y además le dedicó otros 15 minutos más a los análisis; seleccionando una jugada y la mejor respuesta y así repitiendo el sistema hasta casi el infinito. Pese a que Petrosian tenía todas las variantes en su memoria, de pronto la continuación de su juego se volvió imprecisa y finalizó en derrota. Fischer había refutado “en vivo” un estudio soviético, tomaba la delantera en el match y estiraba su record a 20 victorias consecutivas ante grandes maestros. Una hazaña aún hoy inigualable.
Pero si todavía le faltaba algo al match para despertar más la atención, la 2ª partida, disputada el 5 de octubre, Petrosian lanzó un ataque fulminante y en 34 jugadas y tres horas de juego consiguió su primera victoria, igualó el match y dejó al desnudo a Fischer; ya no era inmortal.
A partir de entonces, Buenos Aires se convirtió en una ciudad de ajedrez. El colorido del espectáculo alteró la escenografía del centro porteño; en la Avenida Corrientes se interrumpía el paso de los vehículos como consecuencia de las largas filas de curiosos, entendidos y turistas que pugnaban para ingresar y ver en acción a sus ídolos. El descontrolado fervor obligó a la intervención de la Policía Federal, cuando un desborde hizo añicos una de las mamparas de vidrio del frente del teatro que dejó varios heridos. El periodista y escritor, Osvaldo Soriano lo resumió en una crónica en “La Opinión”: “El match entre Fischer y Petrosian despertó en Buenos Aires una curiosidad que desbordó el ambiente especializado. Los comercios agotaron sus stocks de libros, tableros y juegos”.
El match sufrió una ligera suspensión por algunas nanas en los jugadores –Fischer padeció un cuadro febril, y Petrosian de baja tensión arterial-, el armenio se refugió en la música clásica (Tchaicovsky, su compositor favorito) y con paseos por la ciudad; visitó el Colón junto a su esposa y degustó un chivito al asador en la quinta del empresario Dicran Murekian. El norteamericano recibió un carné de socio honorario del club GEBA; allí concurría, casi a diario, y utilizaba la pileta de natación, la cancha de tenis y la mesa de ping pong. Por las noches viajaba hasta Martínez para jugar bowling porque prefería hacerlo con máquinas automáticas. Al promediar el duelo, Fischer y Petrosian igualaban 2,5 por bando.
“Después de la 6ª partida Fischer jugó como un genio y yo me hundí; las últimas tres partidas no fueron ajedrez”, contó Petrosian tras el último juego
Aunque las partidas arrancaban a las 17, la venta de entradas -700 localidades a 300 pesos Ley- comenzaba en la mañana; un ticket en los últimos juegos llegó a cotizarse hasta $ 1500. La sala Carlos Morel, en el hall de entrada al Teatro recibía a diario a más de 1500 personas, que provistos con termos, bebidas y sus tableros de bolsillos seguían las alternativas de las jugadas y los comentarios de los maestros, Herman Pilnik y Miguel Najdorf.
En la 6ª partida Fischer “olió” sangre en la apertura, descubrió un error de su rival, y no lo perdonó. Ese día en cuatro bocados engulló un bife de chorizo sobre el mismo escenario de juego y detrás de un improvisado biombo; también rechazó dos jugos de naranjas porque eran concentrados. Sólo bebió el jugo de naranjas exprimidas. Petrosian no se repuso de la derrota y entró en caída libre; Fischer ganó también la 7ª, 8ª y 9ª partida.
“Después de la 6ª partida Fischer jugó como un genio y yo me hundí; las últimas tres partidas no fueron ajedrez”, contó Petrosian tras el último juego, acompañado por su esposa Rhona en el escenario de juego mientras el público se abalanzaba en búsqueda de un autógrafo de Fischer. Por primera vez el norteamericano soltó algunas sonrisas; se lo veía feliz. Regresó sobre sus pasos, se sentó frente al tablero y permitió que los fotógrafos completaran su tarea. Luego se marchó y ensayo una huida por la puerta trasera del Teatro; en la calle Sarmiento amagó tomar un taxi pero cuando la gente lo reconoció comenzó a correr por la calle Uruguay, cruzó Cangallo y llegó hasta el Teatro Argentino sobre Bartolomé Mitre. Allí encontró otro taxi que lo llevó al restaurante Oyster (London Grill); lo aguardaban el maestro Schweber, Carlos Guimard, el árbitro Lothard Schmid, Carlos Gómez, Luciano Cámara y otros conocidos. Allí hubo una pequeña celebración por la conquista.
El jueves 28 se realizó la ceremonia de clausura; el ministro Manrique homenajeó a los ajedrecistas con la Orden Mayo. Los periodistas británicos, David Edmonds y John Edinow, en su libro “Bobby Fischer se fue a la Guerra” señalaron que lo sucedido en Buenos Aires “fue un preludio del circo mediático que se desató en Reikiavik”. La final entre Fischer y Spassky se jugaría a partir de julio del año siguiente en Islandia.
Este fue el paso de un fenómeno llamado Bobby Fischer; un hechizo que cautivó a sus seguidores y encendió un romance que hoy cumple medio siglo. Recuerdos y aromas de otra Buenos Aires; todo está guardado en la memoria.
Fuente: Infobae