La explosión del coronavirus y la prolongada cuarentena consiguieron que las historias de epidemias y realidades apocalípticas se convirtieran en tendencia en el streaming. Ver en pantalla una pandemia que se expande, que convoca a científicos a ensayar explicaciones y a fuerzas de seguridad a ejercer el control sobre el caos, resultó un paradójico antídoto para la ansiedad que despierta la realidad. En el muestrario de catástrofes cinematográficas y televisivas apareció un poco de todo, virus, bacterias, zombies, extraterrestres, desastres naturales, todo con el mismo resultado: cierto pánico que se expande por las calles, que se inocula en las poblaciones, que parece alterar la vida conocida de una vez y para siempre.
Es ese espejo extraño que nos devuelve la pantalla el que nos permite cierto equilibrio, aunque sea precario. La certeza de su conclusión, pese a la tragedia; la posibilidad de una empatía con aquellos personajes que viven lo mismo que nosotros; la convicción de que lo hoy desconocido antes ha sido imaginado, y por ello exorcizado de alguna extraña manera. Hay una entre todas esas ficciones premonitorias que resulta curiosa por su consciente austeridad, por adherirse no al thriller desenfadado sino al costado más atípico del film noir, ese que abandonó el barroquismo de los 40 para internarse en un realismo duro y desapasionado en los 50. Se trata de Pánico en las calles (1950), obra temprana de uno de los cineastas más controvertidos del cine de Hollywood, Elia Kazan .
En aquellos años, Kazan todavía era ajeno a las persecuciones del macartismo de los años siguientes, aquellas que lo llevarían a la delación en los tribunales y al oprobio posterior entre sus colegas cuando las listas negras se convirtieran en la vergüenza de ese Hollywood aterrado . Antes de eso, había sido un director de renombre en el teatro, un experimentador del arte de la interpretación, una figura atípica para el cine, que llegaba como un outsider a la industria, como un inmigrante a esa América de promesas. Pánico en las calles sería su prueba de fuego como cineasta, el abandono de proyectos hasta entonces motivados por encargos del estudio, por intereses ajenos, para pasar a nuevas ideas de puesta en escena, al uso de los exteriores de la ciudad de Nueva Orleáns como epicentro de la película, a centrar en sus recovecos portuarios y su clima febril ese espíritu de anomalía. Esa experiencia le dio la autoridad para luego encarar proyectos decisivos en su carrera como Un tranvía llamado deseo (1951) o Nido de ratas (1954), le permitió madurar su estética, y también poner en el centro de la discusión un tema extraño para el cine negro, como la propagación de un enemigo invisible que convertía a las calles de una ciudad en un oscuro infierno de paranoia y persecución.
«Con Pánico en las calles comprendí que el primer paso para hacer una buena película consistía en trabajar uno mismo el guion. Tardé más de lo que hubiera querido en comprenderlo y afrontarlo», le contaba Kazan a Jeff Young en una serie de entrevistas publicadas en el libro Elia Kazan. Mis películas . Hasta entonces había sido el director mimado de Broadway, aquel que se ponía en la piel de autores célebres como Arthur Miller o Tennessee Williams para llevarlos a escena, que conducía los cuerpos de Marlon Brando o Montgomery Cliff sobre el escenario porque todavía no sabía bien qué hacer con el propio. Su llegada a la Fox había estado precedida por alabanzas y expectativas y había dado a luz a películas intensas como Mar de hierba (1947), prestigiosas como La luz es para todos (1947) o incómodas como Pinky (1949), pero todavía seguía sin hallar una voz propia. «Fui muchos hombres pero nunca yo mismo», recuerda en una de las entrevistas que recogen Martin Scorsese y Kent Jones en su documental Una carta para Elia (2010). «Era un director de escena. Lo que hacía básicamente era organizar la escena, no importaba dónde tuviera lugar porque siempre era dentro del estudio, como en un escenario». Paradójicamente, fue una historia de epidemia y de contagio la que cambió las reglas de ese confinamiento.
Basada en una breve historia de Edward y Edna Anhalt, Pánico en calles está ambientada en la zona portuaria de Nueva Orleáns y trata sobre la aparición de un caso de peste neumónica en un cadáver encontrado en el puerto. A partir de allí, un médico y un policía persiguen por la ciudad a los asesinos, no tanto para someterlos a la justicia sino para evitar la propagación de la enfermedad. Kazan comienza la acción con la vida hogareña de Clint Reed, el médico militar que interpreta Richard Widmark. Lo vemos en un día de descanso, pintando un mueble junto a su hijo en el jardín de la casa, conversando con su esposa sobre su excesiva dedicación al trabajo. Los detalles de esa normalidad son los que Kazan delinea con precisión para recordarnos después el peso de su ausencia. La llegada del médico a la morgue y la detección del virus en el cadáver se convierten en alertas sobre las dimensiones de ese descubrimiento, desde el misterioso arribo de la plaga a bordo de un barco que llegó de Asia hasta su propagación silenciosa por la población costera sin que nadie pueda detectarlo. Widmark se erige como un héroe desesperado, enclave de la ciencia y la responsabilidad social, preocupado por convencer a las mismas autoridades de la ciudad del peligro al que se enfrentan.
Era importante desde el inicio del rodaje establecer los espacios en los que iba a trabajar el equipo. Kazan había conseguido salir de los estudios de la Fox en algunas escenas de Crimen sin castigo (1947), un melodrama de juicio de estilo austero y casi documental, protagonizado por Dana Andrews y Jane Wyatt. Sin embargo, Pánico en las calles requería dar un paso más allá, salir de las locaciones en estudios para captar el ambiente de esa ciudad asediada por una invisible amenaza que se esparce por el espacio urbano. Por ello decidió tener a su lado durante el rodaje al montajista Harmon Jones, para eludir el control posterior que el estudio pudiera ejercer sobre el material. «Me fue de gran ayuda», recuerda el director. «Lo llevé como parte del equipo para que aportara ideas, y logramos una importante colaboración creativa».
El espíritu del noir le sirvió a Kazan para otorgar a sus exteriores un aura apocalíptica sin saltar de género, sin nunca perder el horizonte de ese sustrato criminal que impulsaba la búsqueda de los contagiados. Así, Widmark y el policía que interpreta Paul Douglas establecen una intermitente alianza, no exenta de desconfianzas y chispazos por los temperamentos opuestos, que los lanza a las calles donde la población pulula todavía ignorante de lo que sucede. Zambullirse en ese clima extraño, alternar el itinerario de los perseguidores, corriendo contra el reloj de la epidemia, y el de los asesinos del enfermo, ignorantes de lo que sucede y enredados en sus propios negocios, le permitió al director dar la personalidad justa a la película: definida por un ritmo desconcertante, cuya angustia nos eriza la piel y nos instala en un estado de fantasmal inquietud.
«Lo importante para mí», señalaba Kazan, «fue que pude filmar la ciudad como si fuera su dueño. Me permitieron elegir las locaciones y filmar donde quisiera. Captar el pulso del ambiente portuario, el ritmo del trabajo en los barcos. Intenté hacer una película casi muda, en la que las imágenes hablaran por sí mismas, sin depender del discurso del guion». Kazan se había pasado el tiempo de preparación del rodaje reviendo algunas de las películas claves del cine de John Ford como El joven Lincoln (1939), tal como le revela al crítico francés Michel Ciment en una serie de entrevistas publicadas en el libro Elia Kazan por Elia Kazan . «Fue mi película marcada por la influencia de John Ford. Yo que había sido hasta entonces un director de escena, concentrado en los diálogos, ahora quería convertirme en un director de cine». Por ello el rodaje del asesinato del enfermo, perseguido por los criminales a lo largo de las vías del tren, está concebido a partir de planos abiertos, en profundidad de campo, con travellings a través de un espacio dramático que se convierte en el germen de la desgracia. Allí Kazan usó su inventiva al servicio de un conflicto que resultaba por demás original para su trayectoria hasta el momento.
«Hay un sentido de libertad e invención en esta película que resulta asombroso», reflexiona Scorsese en su documental al pensar en el impacto que la película tuvo en su vida. En las primeras escenas, donde vemos a los maleantes liderados por Jack Palance jugar a las cartas, ya se tiene un sentido notable de ese ambiente. Es el jugador que va ganando quien manifiesta los primeros síntomas de la enfermedad, quien sale del bar doblegado por la fiebre para vagar por los rieles del tren en búsqueda de sosiego, mientras los criminales intentan regresarlo al juego creyéndolo un tramposo. Ese asesinato que asume la condición de desencadenante de un mal mayor, casi incontrolable, adquiere inspiración en la conexión que Kazan establece con ese entorno, con su precariedad y su paulatina tensión. Lo mismo ocurre cuando el médico y el policía se suben a los barcos anclados en el puerto en la búsqueda del paciente cero, siguiendo la pesquisa del origen de la plaga. La vida de los marineros, las condiciones lamentables de su estadía en las embarcaciones, los problemas de higiene en la cocina, son elementos del contexto de esa crisis que se crispan en las imágenes de manera exponencial.
La elección de los actores fue crucial en este punto. Kazan, como uno de los fundadores del Actors Studio, tenía en claro qué tipo de interpretaciones estaba buscando y qué rostros eran necesarios para darles vida a esos personajes. Widmark y Douglas eran actores ya veteranos del cine negro: Widmark, más tenso y más versátil; Douglas, portador de una rústica entereza. Los criminales eran más difíciles de hallar, tenían que proyectar ese peligro que los excedía con su sola apariencia, con su peso en el encuadre. Por ello el desconocido Jack Palance resultó la elección decisiva, con esa imponente fortaleza que le daba su estatura, con ese rostro geométrico que no parecía atender razón alguna y se desplegaba por la película como el efecto dominó de toda tragedia. «El tipo más duro que he conocido, y el único actor que me inspiraba verdadero miedo por su físico», señalaba Widmark, quien también había inspirado varios terrores nocturnos a los espectadores. Con esa extraña agilidad y vocación de riesgo, Palance se animó a filmar sin dobles la escena final en la que asciende por la cuerda de amarre a un barco anclado en el puerto. Luego de una escapatoria monumental por los depósitos, impulsado por una fuerza casi inhumana, su cuerpo asciende recortado sobre el cielo ante la mirada del médico y el policía que esperan la caída definitiva por la enfermedad.
El otro descubrimiento de Kazan fue Emile Mayer, un trabajador portuario de Luisiana al que hizo aparecer como capitán de barco, cuya presencia impactó en Hollywood y le abrió una importante carrera como actor. La atracción de Kazan por esos rostros de la calle, elegidos entre los habitantes de la misma Nueva Orleáns, como aquellos que desfilan en la escena del bar cuando Widmark espera toda la noche algún dato que ilumine su pesquisa, o los cocineros que se ríen del estado de la comida que preparan cuando Paul Douglas los entrevista, fue esencial para establecer ese ambiente local, inconfundible, imposible de recrear en un estudio. Casi como un atentado al mandato de la distancia social, todos los personajes se muestran apiñados en los encuadres, confinados a un hacinamiento inevitable que la plaga convierte en letal. Todos se tocan, se acercan peligrosamente, el aire que los separa se vuelve espeso y amenazante, en una danza que resulta a cada minuto más inquietante. Y el clímax se consigue en esa carrera final contra el tiempo, interminable en su despliegue por el mercado portuario, por los recovecos de los muelles, por el agua estancada que germina y dispersa los males.
Como una coda explosiva y espeluznante, Kazan consigue cierta reflexión hacia el final. La ciencia, representada en la firme convicción del médico, y la seguridad, en la progresiva evolución del policía del descreimiento a la prevención, establecen más allá de la dinámica de la ficción, que consigue equilibrar la narrativa entre ambos personajes y al mismo tiempo formar un curioso vínculo de compañerismo que concluye con la emotiva despedida final, un claro retrato de las fuerzas en colaboración que atienden al freno de la epidemia. La sensación de creciente peligro, que la película establece en una enérgica puesta en escena, forma también su contrapunto en esa alianza entre dos hombres que asumen la vanguardia de la protección de la ciudad. Frente a los codiciosos criminales y algunos descreídos políticos, ellos funcionan como la punta de lanza de esa búsqueda, de la fibra del relato que se tensa hasta su resolución final. Extraño exponente del film noir, curioso anticipo del cine catástrofe, hoy termómetro de la experiencia de la paranoia por la pandemia y el encierro, Pánico en las calles es una película fascinante para redescubrir.
Fuente: Paula Vázquez Prieto, La Nación