Hace unos días, la editorial norteamericana Arcade publicó sorpresivamente el controvertido libro de memorias de Woody Allen , llamado A Propos of Nothing (o A propósito de nada , tal como será editado en mayo por Alianza, con traducción del argentino Eduardo Hojman ). Curiosamente, este libro no se volvió polémico por su contenido sino por su mera existencia. A principios de marzo, Grand Central Publishing, una división del gigante editorial Hachette Livre, anunció que rescindía unilateralmente su contrato con Allen y que no publicaría su autobiografía, tras que un grupo de empleados organizara una protesta contra el autor «en solidaridad con Dylan Farrow y los sobrevivientes de abuso sexual «. Algunas voces reaccionaron denunciando que la decisión empresarial (que indudablemente apuntaba más a prevenir un boicot que a manifestar una postura moral) vulneraba el derecho a la libre expresión: «No me preocupa Allen sino quién será el próximo en ser amordazado», tuiteó Stephen King. Si bien la idea de que una empresa privada pueda ejercer censura es debatible, dado que no tiene la obligación de dar voz a todos ni el poder de policía para silenciar totalmente a nadie (tales son, más bien, atributos del Estado), resulta problemático que instituciones se hagan eco de la mentalidad de turba de Twitter y pretendan hacer «justicia» por mano propia, más aún cuando la justicia real ya emitió su veredicto.
Como es sabido, en 1992, Allen fue acusado por su novia de entonces, Mia Farrow , de abusar de su hija adoptiva Dylan, de 7 años, en medio de una separación muy tormentosa (el cineasta había sido descubierto en una relación con otra de las hijas adoptivas de Farrow, Soon-Yi Previn, entonces de 21 años y hoy su esposa). Es menos recordado que el caso fue resuelto en la justicia: dos equipos de especialistas independientes concluyeron, tras una investigación de meses, que la acusación había sido fabricada por Farrow para dañar al realizador. La denuncia, que había recibido una gigantesca difusión, resultó tan inconsistente que ni siquiera se presentaron cargos y el caso fue cerrado. Sin embargo, reapareció ante la opinión pública en 2017, cuando Dylan Farrow publicó una carta en el diario Los Angeles Times en la que reiteraba su acusación (llamándola ella misma «supuesto abuso», acaso para evitar problemas legales) y se preguntaba por qué el movimiento #metoo no había condenado a Allen. En medio del nuevo clima de época iniciado por las revelaciones de los abusos sistemáticos cometidos por Bill Cosby y Harvey Weinstein , esta vez la respuesta fue la inmediata «cancelación» del cineasta.Probablemente el libro resulte de mayor interés para aquellos más atraídos por la chismografía que por el cine de Allen: un cuarto del texto está dedicado a las acusaciones
Esta autobiografía acaso sea el intento de Allen, quien tiene 84 años, de dejar asentada su última palabra sobre estos los hechos. Probablemente, el libro resulte de mayor interés para aquellos más atraídos por la chismografía que por el cine ya que un cuarto del texto está dedicado a las acusaciones: ningún otro episodio es abordado con tanta extensión y detalle. Está claro que para Allen fue el momento de mayor turbulencia de su vida, pero su público de siempre se sentirá decepcionado cuando descubra que otros aspectos de su biografía, como su trabajo junto al legendario cómico Sid Cesar, su relación con Groucho Marx, su fanatismo por Fellini y Bergman, su colaboración con Coppola y Scorsese, su devoción por los músicos Sydney Bechet o Bud Powell o sus encuentros con Orson Welles, John Cassavetes o Jean Luc Godard son despachados en tan solo un par de líneas.
En 400 páginas, la levedad es tal que puede resultar exasperante. Cada tanto aparece alguno de los característicos brotes de ingenio del cómico («Truffaut, Resnais, Antonioni, De Sica y Kazan están todos muertos. Al menos Godard todavía vive, pero él siempre fue un rebelde»), aunque no hay ideas cautivantes sobre las disciplinas a las que Allen dedicó su vida. Es como si no tuviera mucho que decir sobre el cine, el teatro, la televisión, el jazz o, ni siquiera, sus propios trabajos. Allen explica que la noción frecuente de que es un intelectual no es más que un malentendido y se presenta como alguien modesto y autocrítico, que desestima su talento y sus films: es raro que dedique más de una página a cada uno, como si fuera de mal gusto hablar demasiado de sus logros.
Sacando la sección dedicada a Farrow, es posible leer el texto como la secuencia de créditos de su vida o una larguísima dedicatoria, en la que nombra a una celebridad, le adosa algunos adjetivos laudatorios y luego lo repite con otra. Mel Brooks es «brillante, talentoso y un músico competente»; Peter Sellers, «un genio de la comedia y un hombre hilarante», Jerry Lewis, «un talento enorme». Nadie puede culpar a Allen si no tiene una anécdota genial acerca de su encuentro con Alfred Hitchcock («encantador y gracioso») o una iluminación impensada sobre el trabajo con Gena Rowlands («grandiosa»), pero resulta frustrante no encontrar al menos una reflexión acerca de la obra de realizadores como Fellini o Bergman, a los que estudió y copió profusamente durante años.
Hay solo dos aspectos de su vida a los que dedica algo más que una atención pasajera. Uno de ellos es el trabajo de escritura: Allen, que se considera un guionista antes que un realizador, se explaya, siempre minimizándose, sobre sus inicios como creador de «one-liners» («tenía que escribir 50 por día, algo que parece muy difícil, pero si puedes hacerlo, no es gran cosa»), sobre cómo aprendió a escribir guiones de la mano de los hermanos Danny y Neil Simon o cómo su facilidad para inventar gags verbales desembocó en una carrera en el teatro y en el cine. Hay aquí una mirada amena, honesta y didáctica sobre la tarea de un escritor profesional. El otro aspecto es su vínculo con las mujeres. En esto Allen es un hombre de su tiempo y su tiempo es el siglo pasado. Ningún lector de menos de 35 años entenderá los esmerados elogios de Allen a las mujeres de su vida como algo menos que una cosificación vulgar. Regresa al cliché de que todo lo hizo para ser aceptado por ellas, de quienes pondera la inteligencia y el talento, pero nunca deja de mencionar su aspecto físico y su atractivo sexual. A pesar de que Allen escribió celebrados personajes femeninos (por los que Diane Keaton, Diane Weist. Mira Sorvino, Cate Blanchett y Penelope Cruz consiguieron Oscars), en estas memorias las mujeres son casi siempre recordadas sobre todo como objetos de deseo.
En cuanto a las acusaciones de abuso sexual, quien lea sin prejuicios lo que se cuenta aquí, o lo que cuenta en su artículo Moses Farrow, otro de los hijos adoptivos de Mia, o la investigación del productor y director Robert B. Weide, que estudió el caso para su documental sobre Allen encargado por el canal PBS (estos últimos textos pueden rastrearse online), difícilmente no verá a Mia Farrow como una mujer seriamente perturbada y su denuncia como abiertamente falsa, tal como lo hizo la justicia hace 27 años. Sin embargo, en la era de la posverdad, para la generación del #metoo, que se informa en las redes sociales, que se define por la pertenencia a un grupo de iguales y por su lucha ante la opresión ejercida por quienes detentan privilegio, un hombre blanco, heterosexual, rico y famoso, que mira el mundo desde un asordinado penthouse en la 5ta avenida, no puede sino ser culpable.
Fuente: Hernán Ferreiros, La Nación