Algunos de nuestros mejores recuerdos del cine de los años 70, del más popular y liviano y a la vez del más exigente, reaparecen con la triste noticia del fallecimiento de Ryan O’Neal. Pintón, carismático y gran comediante, el protagonista de películas icónicas de aquella década como la exitosísima Historia de amor (Love Story), ¿Qué pasa, doctor?, Barry Lyndon y Luna de papel, en la que compartió protagonismo con su talentosa hija Tatum, tenía 82 años y estaba enfermo de cáncer de próstata desde 2012. También tenía leucemia crónica, una enfermedad que le diagnosticaron hace algo más de dos décadas.
La noticia fue revelada por otro de los hijos del actor, el comentarista deportivo Patrick O’Neal, a través de un extenso texto que dio a conocer desde su cuenta de Instagram. “Como ser humano, mi padre fue muy generoso. Y la persona más divertida en cualquier lugar. Fue claramente el más guapo, y también el más encantador. Una combinación letal. Le encantaba hacer reír a la gente, era prácticamente su objetivo. Sin importar la situación, cada vez que había una broma allí estaba. Realmente quería hacernos reír a todos”, es parte del mensaje que compartió a modo de anuncio para despedir a su padre, fallecido este viernes.
Esta descripción se acerca con alegría y una celebratoria nostalgia a la imagen que muchos de nosotros siempre tuvimos de O’Neal, a quien siempre le envidiábamos la pinta, el carisma y ese eterno aire de adolescente eterno. Así quedará siempre grabado su recuerdo en nuestra memoria y por eso nos parece extraña, casi inverosímil, que haya fallecido ya octogenario. Tal vez por no haber sido constante su presencia en la pantalla, relegada a la distancia y un virtual anonimato en las últimas décadas, lo que evocamos alrededor de su figura permanece inmutable en la estampa de los mejores tiempos, cuando desde la pantalla O’Neal ejercía de manera irresistible su poder de seducción o nos hacía reír a carcajadas con esos personajes despistados que también le salían, empezando por el musicólogo Howard Bannister en la extraordinaria ¿Qué pasa, doctor?, una de las obras maestras de Peter Bogdanovich.
O’Neal construyó su propio retrato mucho antes de llegar al cine. Cuando empezamos a verlo en pantalla, no tardamos en reconocer al típico muchacho nacido bajo el sol de Los Angeles que pasó buena parte de su adolescencia y su juventud sin preocuparse demasiado por los desafíos tempranos de la vida, disfrutando de la playa y de las buenas compañías. Hijo del reconocido guionista del cine de Hollywood (y ocasional autor de novelas) Charles O’Neal y de la actriz Patricia Callaghan, había nacido en Los Angeles como Patrick Ryan O’Neal el 20 de abril de 1941. El futuro astro creció sin rumbo fijo, como si dedicara un buen tiempo a disfrutar de la buena vida sin rumbo fijo antes de convencerse de que su destino estaba sellado desde el comienzo y en el punto originario de todos esos primeros viajes de prueba.
La herencia familiar y el entorno definieron en su caso el camino, pero lejos del hogar natal, en Munich (Alemania) cuando tenía 17 años y se reencontró con sus padres, que estaban trabajando allí, después de unos cuantos años errantes. Empezó muy joven como guardavidas y fue boxeador amateur. También mostró por primera vez un temperamento difícil de controlar cuando pasó casi dos meses de cárcel después de participar en una violenta batahola durante un festejo de Año Nuevo.
En Alemania apareció por primera vez frente a una pantalla como doble de riesgo y de a poco, ya de regreso en Estados Unidos, empezó a probar suerte en la televisión con pequeños papeles. Ese camino alcanzó un primer punto de consagración en la exitosísima telenovela La caldera del diablo (Peyton Place), que tuvo en más de 500 episodios a O’Neal como protagonista a mediados de la década del 60.
La consagración
El momento definitivo de convertirse en estrella llegó en 1970, cuando O’Neal se impuso entre 500 aspirantes y ganó el papel protagónico de Historia de amor (Love Story, 1970), uno de los mejores (y más exitosos) ejemplos de explotación sentimentalista a través del cine de una historia romántica. Millones de personas en todo el mundo presenciaron en la pantalla, gastando infinidad de pañuelos, el relato de un romance juvenil que tenía todo para ser feliz y eterno, y en cambio terminó de la peor manera. O’Neal y su compañera Ali MacGraw pasaron en un segundo de casi desconocidos a famosos. Todas las puertas se abrieron de inmediato para ellos, empezando por la del Oscar. La única nominación de toda su carrera la obtuvo por Historia de amor.
En ese momento, O’Neal tenía 30 años y dos matrimonios a cuestas, uno ya terminado en divorcio con la actriz Joanna Moore y otro que iba en ese mismo camino con su colega Leigh Taylor-Young. De la primera unión nació Tatum O’Neal, la primera de sus cuatro hijos. Tan precoz resultó Tatum al seguir los pasos paternos que a los 10 años se convirtió en la actriz más joven en ganar un Oscar por su papel en la deliciosa comedia Luna de papel (1973), que hizo junto a su padre, de nuevo a las órdenes de Bogdanovich. Tatum se casaría más tarde con el tenista John McEnroe y mantuvo durante casi un cuarto de siglo un largo distanciamiento con su padre, hasta que se produjo una reconciliación que todo el mundo vio a través de un reality show producido por Oprah Winfrey en 2011.
Fue justamente Bogdanovich quien mejor supo aprovechar el inmenso talento para la comedia que tenía O’Neal, cuya habilidad para mezclar seducción y torpeza llevó a muchos a imaginar que estábamos en presencia de una especie de heredero del estilo característico de Cary Grant. La tercera y última colaboración entre actor y director se produjo en 1976, en la fallida Nickelodeon.
En esa misma década del 70, por lejos la mejor de toda su dispar carrera en el cine, O’Neal llegó a lo más alto de su compromiso (no demasiado extenso) con el cine más prestigioso al ser convocado por Stanley Kubrick para protagonizar Barry Lyndon. En el medio hubo más comedias ligeras como El ladrón que vino a cenar, Dos vaqueros errantes y Pelea de fondo, en este caso junto a Barbra Streisand, en la que muestra algunas de sus tempranas dotes boxísticas. Esa década llena de grandes augurios para O’Neal se cerró con otro de sus mejores papeles en una excelente película convertida con los años en film de culto: Driver (1978), de Walter Hill, junto a Bruce Dern e Isabelle Adjani.
Pero con el tiempo la mayoría de las expectativas en su caso quedaron truncas. La carrera posterior de O’Neal tuvo algunos escasos momentos atractivos cuando en los 80 volvió a mostrar su destreza para la comedia en Socios, Irreconciliables diferencias y El cielo se equivocó. Pero de allí en adelante su nombre estuvo más asociado a episodios de su vida personal y familiar que a un recorrido artístico que empezó a andar a los tumbos.
O’Neal encontró el amor de su vida en otra gran estrella, Farrah Fawcett, a quien conoció cuando todavía era pareja del forzudo Lee Majors, el Hombre Nuclear de la tele. Tal vez el último gran papel de O’Neal fue el que compartió en el telefilm Small Sacrifices (1979) con Farrah. Vivieron juntos más de dos décadas y tuvieron un hijo, Redmond, que terminaría arrestado junto a su padre por posesión y consumo de drogas en 2008.
No fue este el único episodio resonante que tuvo a O’Neal como protagonista por cuestiones familiares bastante peliagudas. Otro de sus hijos, Griffin (el segundo que tuvo con Moore) llegó a acusarlo de haberlo iniciado en las drogas a los 11 años con una dosis de cocaína. O’Neal cargó durante buena parte de su vida el dolor de otro hecho protagonizado por su hijo Griffin. En 1986, mientras piloteaba una lancha motora, mató en un accidente a Gian Carlo Coppola, hijo del director Francis Ford Coppola.
Las idas y vueltas de la relación entre O’Neal y Farrah también fueron durante muchos años la comidilla de las publicaciones más indiscretas. Fue Farrah quien decidió en un momento perdonar las infidelidades de su marido y regresar a su lado cuando le diagnosticaron leucemia crónica en 2001. Estuvieron juntos hasta la muerte de Farrah, en 2009.
O’Neal nunca recuperó el lugar de privilegio que había ganado en los años 70 y perdió rápidamente, entre decisiones apresuradas y las traiciones de su propio temperamento. Supo vivir amoríos fugaces con varias mujeres famosas, algunas de ellas compañeras suyas en el cine (Streisand, Jacqueline Bisset, Anouk Aimée, Diana Ross, Anjelica Huston, Ursula Andress) y dejó escritos sus recuerdos en el libro de memorias que publicó en 2012.
Su estrella reapareció fugazmente, junto al recuerdo de los mejores tiempos, cuando se reencontró con Ali MacGraw para hacer ese mismo año una gira teatral con Cartas de amor, de A. R. Gurney. En medio de tantos vaivenes artísticos y personales, que lo acompañaron hasta el final, quedó como síntesis de su carrera una frase del director Paul Mazursky en 2009: “Ryan es dulce como el azúcar y a la vez muy volátil. Tiene ese aire irlandés que a veces lo hace explotar. Un día estaba haciendo una escena con él, le pedí algo, se enojó porque supuestamente se lo había dicho en voz alta y le advertí: ‘Si renuncias te rompo la nariz’. De repente se puso a llorar. A veces tiene estas cosas. Es un buen tipo y tiene mucho talento. Tuvo una carrera extraña, pero siempre fue una estrella monstruosa”.
Fuente: Marcelo Stiletano, La Nación.