Tampoco le gustaba ir por obligación a ninguna parte ni demostrar influencia cuando no era necesario. Para él, el poder era tener la libertad de hacer lo que quisiera, “siempre y cuando no afecte a mi mujer y a mis hijos”. La libertad de jugar al golf cualquier día (su gran pasión), o la libertad de tomarse un avión y pasar un tiempo en alguno de sus departamentos en París, Nueva York o Punta del Este. El otro poder, que también lo tuvo, siempre le importó menos.
Este sábado por la mañana, Carlos Ávila falleció en el Instituto del Diagnóstico, en Marcelo T. de Alvear y Larrea, en Barrio Norte de la ciudad de Buenos Aires, donde estaba internado desde hacía una semana por una enfermedad coronaria.
Hijo de Aurelio y Úrsula, había nacido en Asunción del Paraguay en 1942. Fue criado solo por su madre. Su padre era político y el gobierno de ese entonces lo destinó al interior del país, donde murió sin saber nada de su hijo.
Junto a su madre, llegaron a la Argentina en 1946. Lo primero que vio de Buenos Aires fue la estación de tren Chacarita. Lo esperaba “una niñez sin recursos, una niñez pobre, pero no miserable”, según la definió. Su madre era empleada doméstica y pronto se encontraron compartiendo la habitación de servicio de las casas donde trabajaba. Vivió su infancia en Villa Devoto, primero en la casona de un veterinario y luego en la de un abogado.
Ya adolescente, el mismo Carlos decidió cambiar de colegio y asistir a uno en Flores, donde nadie supiera su origen. Estaba decidido a construir para sí un destino diferente. No podía imaginar entonces que, cuando muriera, en la primavera del 2019, la Argentina entera conocería su nombre, su origen, su destino.
Empezó a trabajar en publicidad en 1958, en la firma Publitec. Primero como cadete, al final como director. Pero le quedó chico. “Yo soñaba que quería tener una gran agencia de publicidad propia. Recuerdo que en los años ’60 y ’70 las agencias de publicidad eran símbolo del prestigio del anunciante”, contó. Con los años, tuvo mucho más que eso.
Antes de encontrarse con su destino, trabajó para Unilever y Nestlé, y finalmente se animó a lo propio. Fue en 1982. Ya conocía el mundo de los anunciantes y las producciones, ya sabía moverse entre los tomadores de decisión. Ya sabía cuán tramposo era el mundo y cuán hábil podía ser él allí. Comenzó a producir un programa de golf (una afición que adoptó de joven) para el Canal 2. La intención era terminar la primera temporada y levantarlo, pero la marca que lo auspiciaba (Ford) le pidió que continuara.
A partir de entonces tomó envión y empezó a contactarse con cadenas internacionales para conseguir financiación. Llegó entonces el punto de quiebre de esta historia. Visitó en Cleveland la casa central de IMG (International Management Group), donde fue a buscar cintas con grabaciones de golf y tuvo la fortuna o la astucia para conocer a Mark McCormack, el fundador de la compañía. Volvió con mucho más que material de archivo: McCormack le dio un préstamo de USD 50 mil para que produjera algo en serio. El joven Ávila (Cacho o El Negro, como le decían), hizo honor.
Lo primero: El deporte y el hombre, con Pancho Ibáñez. El mismo Ávila contó que Ibáñez fue a verlo para pedirle tapes deportivos prestados y él le respondió ofreciéndole hacer juntos el programa. Funcionó, tuvo rating casi todo el ciclo. Y entonces sí, lo que vino fue lo que cambió para siempre la televisación deportiva en la Argentina.
Era 1985 y a Ávila se le ocurrió meterse en el fútbol, mundo popular si los hay pero aun inexplorado en ese momento por las televisión y las empresas. Creó entonces Fútbol de Primera. Nadie en el país podrá pasarlo por alto. No fue solo un programa, fue el ícono televisivo que llevó el deporte a su siguiente nivel, con Marcelo Araujo y Enrique Macaya Márquez en la conducción.
Algunos años después, la idea de Ávila crecería cuando en 1991 le ofrecieran los derechos de transmisión del fútbol por los siguientes seis años (licencia que luego se extendió hasta 2014). Por supuesto, aceptó. A partir de entonces ningún canal podía pasar los partidos hasta por lo menos un día después de la emisión de Fútbol de Primera. Había que esperar a cada domingo a la noche para ver el programa que resumía toda la fecha, los goles, las atajadas, los comentarios. Todo. Fue en esos años cuando el fútbol se convirtió en uno de los espectáculos más importantes de la Argentina, cuando pasó de deporte a show, de show a elemento de poder ineludible.
Al tiempo, el segundo gran paso de su carrera: la creación de TyC Sports (Torneos y Competencias). Así, empezó a transmitir muchos más partidos y generar programas propios de todos los tipos y colores, pero siempre deportivos. Los que intentó por fuera de ese rubro nunca prosperaron (pero esa fue, tal vez, la misión de su hijo Juan Cruz, hoy gerente de noticias del Grupo América).
Su emporio se volvió faraónico: dos canales de televisión (TyC y primero Canal 9 -lo vendió- y luego América), una radio (La Red), un diario, una revista, una línea aéra de aviones privada, manejó gran parte de la comercialización de la vía pública, trajo la señal Fox Sports al país. Su nombre se convirtió en sinónimo de poder y de fútbol.
En 1994 sucedió lo triste y lo sanador de las despedidas: la muerte de su madre. Ella, como nadie, vio la transformación de su hijo Cachito en Carlos Ávila, el hombre importante. Pasó de compartir un cuarto de servicio con él a poder vivir donde quisiera. Cuando murió, en el Instituto del Diagnóstico con todas las comodidades existentes, Carlos sintió la satisfacción de que ella pudiera vivir sus últimos tiempos “como una reina”. Fue el mismo día en que él cumplió 52 años.
Coqueto y elegante, quienes lo conocieron señalan que estaba siempre bien vestido. Se casó dos veces. Primero con Cristina, con quien tuvo tres hijos: Diego, Juan Cruz y Celeste. Se separó y en 1999 se casó con Inés, su segunda mujer. Se consideraba a sí mismo un buen padre. “Algo que me mantiene vivo en este negocio es la relación con mis hijos. Ahora estoy para que ellos me den los gustos”, contaba.
Según sus propias palabras, en los negocios nunca lo condujo el ego sino la estrategia. “Mis programas decían: Una idea de Carlos Ávila. Esto no era por una cuestión de vanidad. Yo tenía que vender al anunciante”. Sabía manejar las relaciones con la gente poderosa. Por caso, fue un aliado y luego una especie de enemigo de Julio Grondona. “A Julio Grondona no le debo nada. Hemos trabajado juntos durante 25 años: él no me debe nada a mí ni yo a él”, decía en 2007.
En 2006 se fue de TyC Sports. Significó otro duelo, que enfrentó motivado por otros planes. Empezó entonces a amasar un sueño que no llegó a cumplir, el de ser presidente de River Plate, el club de sus amores.
Durante la última década de su vida hizo terapia intensamente, dos veces por semana. “A mí me costó mucho creer en mí. Porque siempre pensé que los resultados eficientes de las cosas que yo hacía se debían al lugar donde yo estaba trabajando y a la empresa para la que yo trabajaba”, contó. Esa inseguridad, recuerdo recurrente de la vida de carencias que tuvo en su infancia, lo llevaron a hacer las cosas más extrañas. En 2007 confesó que cuando veía una búsqueda laboral acorde a su perfil, mandaba su curriculum con otro nombre, para ver si tenía valor en el mercado laboral. Lo convocaban siempre, pero nunca asistía. “Soy una persona difícil conmigo misma”, decía.
Nunca olvidó de dónde venía, nunca olvidó a dónde quería llegar. Lo contó en una entrevista hace años, como si se narrara a sí mismo el cuento de su vida: “Recuerdo un momento en Paraguay cuando, en un día de mucho frío, yo caminaba de la mano de mi mamá, saliendo de una casa muy humilde. Ese es mi primer recuerdo: yo nací ahí, en ese momento”.
Fuente: Infobae