Marilyn y Bert Stern, el último fotógrafo que la tuvo frente a una cámara. Están divirtiéndose. Él había pedido una cita, para hacer una sesión de fotos para Vogue. No se conocían.
«Los Angeles», dijo la estrella, y él, que venía de Roma, reservó una habitación en el hotel Bel Air. Marilyn se apareció con una valija cargada de vestidos y collares, pidió tres botellas de Don Perignon y desplomó su cuerpo lánguido sobre una silla de la habitación 261. Fue el jueves 21 de junio de 1962.
Él sacó dos cámaras de un portafolio.
-¿Cuánto tiempo tenemos?- preguntó.
-El que queramos- respondió ella, mientras se servía una copa.
Estaba un poco despeinada, no llevaba maquillaje. Stern se entusiasmó. Disparó casi mil veces, fueron cinco horas de tomas. En las fotos se ve a Marilyn riendo, Marilyn borracha, Marilyn desnuda, Marilyn etérea. Él descubrió una cicatriz, una línea tenue de color champán.
Después, ella misma tachó con un marcador rojo las pruebas que no le gustaban, pero Vogue consideró que las fotos eran inapropiadas y se negó a publicarlas.
Marilyn Monroe. Una imagen captada por Bert Stern.
Marilyn y Stern volvieron a reunirse, a reírse y a tomar alcohol. En las dos sesiones llegaron a completar 2.571 tomas. Y esta vez, Vogue aceptó hacer una acotada selección.
Marilyn nunca vio esas fotos reveladas. Murió seis semanas más tarde, el 5 de agosto de ese año, en circunstancias todavía confusas, y menos de 24 horas antes de que la revista llegara a los kioskos.
Stern supo que Marilyn lo había llamado por teléfono pocas horas antes de morir. Otra persona había atendido el llamado y había explicado que él no estaba en la casa. Cuando Stern lo supo, lloró.
Fuente: Clarín