Las palabras del médico fueron un golpe helado. Pero duraron eso, lo que tarda en esfumarse la conmoción de un impacto. De inmediato lo envolvió la calma. Y Álvaro supo -o así lo quiso comprender- que lo pasajero no sería su vida, sino el cáncer. Y que no haría cuestionamiento alguno, evitándole preguntarle a Dios, al Universo, al destino, a quien fuera… por qué él. Pero que no lo aceptaría. De ninguna manera. Y que iría contra la lógica del diagnóstico: viviría. Y algo más: saldría de todo aquello caminando.
El tratamiento clínico -aquel que lo dejaba tan cansado– y la fe -en sí mismo- le permitieron superar un «proceso duro», como lo define con simpleza, del que emergió siendo otro: a lo largo de esa batalla cruel, despiadada, sin tregua, Monte perdió para siempre el miedo. Y ganó una idea clara de cómo quería seguir de allí en más: quien crea que «sonreír cada mañana» es un cliché, quizás no sea más que un afortunado que no se topó con una situación semejante. Porque en ese proceso aprendió. Y aprendió mucho. Por caso, a no resignar jamás el buen humor.
Lo sucedido hace una década invita a trazar alguna clase de paralelismo con El Profesor, el papel protagónico en La Casa de Papel que terminó lanzando a Álvaro Monte al estrellato. Pues bien, lo hay. Las semejanzas existen. Sergio Marquina -tal el nombre del personaje de la serie- también debió lidiar con una salud endeble que lo postró en la cama de un hospital durante su adolescencia. Que su padre ladrón de bancos le contará en su reposo forzado distintas historias de robos, inspirándolo a planificar el atraco a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, de Madrid, ya es parte de otra historia. Ficcional, claro. Temporadas 1 y 2.
En cambio, el papá de este hombre de 1.83 de altura y nacido el 23 de febrero de 1975 (los dos datos sobre Morte que más se buscan en Google) era empresario. Estaba satisfecho con que su hijo se hubiera anotado en la universidad para estudiar ingeniería cuando, sin esperarlo, el joven le dijo que había cambiado de planes. Y se alarmó. «Pero… ¡¿de qué vas a comer?!«, fue su primera respuesta cuando Álvaro le contó que había decidido seguir su vocación: cursaría Arte Dramático.
Bien lejos de su Algeciras natal, en Cádiz, lo más al sur que tenga España, Morte embarcó hacia el frío nórdico. Recaló en la Universidad de Tampere, Finlandia, en una ciudad mediana que sin embargo contaba con una interesante escena teatral: abundaban las salas para sus más de 200 mil habitantes.
Al tiempo regresó a su país, instalándose en Madrid. Siguió con el teatro, participó de distintas series locales, no le iba nada mal: tenía continuidad laboral, para la tranquilidad de aquel padre que sospechaba de sus reales posibilidades de sustento económico. Pero el protagónico le daba la espalda a Álvaro, una y otra vez, año tras año.
En los guiones originales de la serie de Antena 3, El Profesor de La Casa de Papel era un hombre por encima de los 50. Malas noticias para un Morte que ya se asomaba al umbral de los 40. ¿Desistir? ¡¿Qué es eso?! Si no lo hizo antes, cuando estaban en juego otras cosas más delicadas, no lo haría ahora. Álvaro estuvo más de dos meses y medio participando de distintas pruebas hasta que convenció al director y los productores de que el papel debía ser suyo. Y en gran parte desde su impronta actoral se justifica que el cerebro de la banda de atracadores con la careta de Dalí se haya convertido en una pieza fundamental de la ficción que, al ser comprada por Netflix, pasó a ser un éxito mundial.
Como un actor malacostumbrado a que, en trabajos anteriores, fueran sus compañeros estelares -y no él- quienes recibieran el reconocimiento del público, Álvaro todavía se asombra por la repercusión que consigue. Y casi sin importar el país donde se encuentre. ¿Cómo puede ser que un admirador lleve tatuada la cara de El Profesor? ¿O que un grupo de fans siga por toda Roma, y en una camioneta a gran velocidad, a las estrellas de La Casa de Papel, en plena gira promocional? Cualquiera sea la respuesta -si es que la hay- Morte accede con predisposición al requerimiento cholulo de una selfie.
«Mi día a día sigue siendo igual: resido en la misma casa», destaca en sus reportajes este vecino de Pozuelo de Alarcón, en las afueras de la capital española. En su «piso humilde», Álvaro cocina, lee (lo atrapa el realismo mágico de Gabriel García Márquez), mira series (The Clinic y This is Us, entre sus favoritas), y gusta del mejor cine, el de hace décadas (recomienda Un americano en París, de Vincente Minnelli, de 1951).
Lleva al colegio sus pequeños hijos, los mellizos Julieta y León. Participa incluso del chat de padres del WhatsApp, donde coincide con un tal Ismael Serrano, de quien se hizo amigo. También cultiva las amistades que le aportó el trabajo: bromea al decir que bien podría ser «el padrino» en un eventual casamiento de Úrsula Corberó con el Chino Darín (con él filmó Durante la tormenta, disponible en Netflix). Y su plan predilecto es quedarse en casa con su esposa, la estilista Blanca Clemente, que reniega de los flashes de la prensa tanto como lo hace su marido.
Con ella creó la compañía 300 Pistolas, un sueño compartido… realmente: el proyecto nació cuando los dos se quedaron dormidos mirando una función de una obra de teatro clásico. Al despertar y sacudirse el tedio, Álvaro y Blanca se propusieron armar una productora que acercara al público las grandes piezas de la dramaturgia -como La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca– de una «forma clara y directa, fresca y entretenida».
Al fin, con 300 Pistolas, Morte despunta el vicio de director teatral, como lo hacía antes del furor de La Casa de Papel. Y si bien no reniega de El Profesor, ahora ha optado por escoger papeles que nada tengan que ver con lo que hizo en la serie. Pero que ni siquiera cuenten con «un retazo» de ese hombre calculador y meticuloso, a quien tan poco se parece, historias clínicas al margen.
«Deseo mantener mi vida normal. Soy una persona sencillita, y quiero que la vida de mi familia y la mía siga siendo así», ha declarado quien entiende que no debe viajar a los Estados Unidos para codearse con la fama. Porque los tiempos han cambiado con las series y el streaming, y ya no hace falta armar las valijas y cruzar el océano -a lo Antonio Banderas, digamos- para alcanzar el éxito global y la popularidad masiva. Álvaro se encuentra a gusto dentro de las fronteras de la Península Ibérica, y considera que en su país se hacen producciones «a lo Hollywood». Si un día va a Los Ángeles será de paso, para trabajar en un proyecto puntual.
De ocurrir aquello, Morte regresaría de inmediato a la calidez de Pozuelo de Alarcón. Y les contaría a los vecinos qué le pareció Norteamérica, del mismo modo que ahora les habla de Tailandia, adonde viajó para filmar la tercera temporada de la serie. También continuaría veraneando con su mujer y sus hijos en su destino preferido, Mallorca, aunque también lo atraiga Londres y su meticulosidad (bueno, ¡algo debía tener de El Profesor!). Y sonreiría con gusto porque en la calle ya lo llaman por su nombre al reconocerlo y no por alguno de sus personajes, como le venía sucediendo hasta aquí.
Sí, eso haría una y otra vez: sonreír, a gusto con los suyos. Porque a diferencia de su personaje, Álvaro Morte disfruta de cada bocanada de vida. Y de su máxima expresión: el amor, aquel que no duda en expresar. Por el contrario, en la tercera temporada, El Profesor y la Inspectora Murillo recién cuando están por… ¡Huy! Menos mal que aquí mismo debe concluir la crónica.
Estuvimos a unas pocas palabras de caer en un spoiler.
Fuente: Infobae