Kim Basinger y Mickey Rourke en Nueve semanas y media, una película que a ella la golpeó física y psíquicamente (Mgm/Ua/Kobal/Shutterstock)
A la hora de filmar Nueve semanas y media cada uno de los protagonistas llevaba recorrido de diferente manera su camino al estrellato. Mickey Rourke, se había criado en los bajos fondos de Miami, en un hogar disfuncional, en el que su padrastro abusaba de él y de su madre. Quería ser boxeador, pero dejó todo atrás para dedicarse a la actuación, y ya había trabajado bajo las órdenes de Steven Spielberg y Francis Ford Coppola. Empezaba a hacerse un rostro, y, sobre todo, un estilo. Ropa casual, el pelo grasiento, la barba de tres días asomando, lo hacían el aspirante natural para ocupar el sitio siempre caliente de sucesor de James Dean.
Por su parte, Kim Basinger ya había sido Chica Bond y tapa de Playboy. Nacida en Athens, Georgia y criada en familia de artistas, había superado traumas típicos de la adolescencia y estaba preparada a explotar su imagen, muy a pesar de su timidez. Luego de ganar un concurso de belleza viajó a Nueva York para trabajar como modelo y de allí saltó a la Meca del cine sin escalas. Su papel en Nunca digas nunca jamás cautivó a la audiencia. La carrera por ser “la nueva Marilyn Monroe” tenía una candidata dispuesta a dar pelea. También llevaba seis años casada con el maquillador Ron Snyder-Britton, quince años mayor que ella.
Elizabeth, una bella marchante de arte, entabla relación con John, un broker de Wall Street.
En tanto, Adrian Lyne venía de otro mundo… literalmente. Nacido en Inglaterra forjó su carrera en Londres en el ámbito de la publicidad. Contaba con dos largometrajes a sus espaldas: Foxes, con el protagónico de Jodie Foster, y la célebre Flashdance, ganadora de dos Oscar y una de las más taquilleras de la década. Para su nuevo proyecto lo que llegó a sus manos era más que interesante. Una historia real, basada en la novela autobiográfica de Elizabeth Mc Neil –seudónimo de Ingerborg Day- con pasajes de perversión y sadomasoquismo, ideales para jugar al límite. Solo había que elegir a los intérpretes justos y establecer sus propias reglas.
Cuando Kim Basinger se presentó al casting algo le decía que no debía aceptar ese papel, que no estaba destinado para ella. La producción quería actrices con más recorrido en la pantalla, y así desfilaron nombres pesados como Kathleen Turner, Jacqueline Bisset e Isabella Rosselini.
Durante el casting, Kim tuvo una muestra de cómo sería la mano. El director solo le daba órdenes a Mickey Rourke mientras que a ella la ignoraba. Su personaje, Elizabeth, jugaba a ser una prostituta que gateaba tras los billetes que le arrojaba su pareja, hasta que él dijera basta.
Cuando terminó la prueba, el director se frotaba las manos: había encontrado finalmente a la protagonista. Basinger, en cambio, se juró no participar de ese proyecto.
Al llegar a su casa, encontró 24 rosas rojas y una carta firmada por Lyne y Rourke y cambió de opinión. Todavía no había empezado el rodaje y la perversión comenzaba a traspasar la pantalla.
El director estaba encantado con Kim. Su cruza de ingenuidad y bomba sexy era exactamente lo que había interpretado de la novela y eso era lo que quería trasladar a la pantalla. “No podría haberlo hecho cualquier actriz. Es como una niña. Es inocente, ahí radica su encanto. Es una actriz muy instintiva”, contó Lyne.
Pero para que la relación sea más creíble, el director había diseñado una estrategia de no comunicación entre los protagonistas. Nada de fotos, nada de salir a comer, nada de hacerse amigos. “Ella debía tenerle miedo”, justificaba Lyne. También se planteó filmar las escenas en orden cronológico, para que el deterioro físico, y sobre todo psicológico, de Kim fuera simultáneo al de Elizabeth.
“Adrian quería que yo reaccionase exactamente como reaccioné, porque el personaje de Elizabeth era así, ingenua y transformada después por un hombre en lo que él quería de ella”, contó entonces la actriz al New York Times.
El director vio en el casting la llave del éxito de la filmación. “Se produjo tal hostilidad y tal energía sexual entre ellos que yo no quería que desarrollasen una relación sin mí ahí presente. Ella debía vivir al filo del terror. Quería que esas diez semanas de rodaje fuesen como las nueve semanas y media de la relación”, contó Lyne.
Para mejorar su plan, decidió ignorar a la actriz, y que ella lo notara: solo Rourke iba a recibir las indicaciones del rodaje. También solía gritar “corten” dejando a Basinger casi desnuda en posiciones incómodas o vulnerables o repetir sus escenas decenas de veces. Actor y director solían “ningunearla”. Rourke se ausentaba en las escenas donde debía darle pie a una frase y el que se la decía a Kim era un asistente de cámara. También se presentaba sucio y oliendo a sudor lo que provocaba las quejas de ella y las justificaciones de él que aseguraba que lo hacía para huir de su imagen sexy.
La estrategia se pasó de la raya en una de las escenas finales, en la que los protagonistas pactan un suicidio. Ella debía aparecer destruida ante la cámara, pero, en cambio, se la veía tranquila y saludable. No era lo que el director se traía entre manos. Su plan estaba a punto de fallar. Llamó a Rourke y le pidió que fuera más enérgico. De vuelta en el set, el actor la agarró fuerte del brazo. Ella empezó a gritar, pero él no la soltaba. Ella intentó defenderse y lo golpeó, y él respondió con una cachetada. Recién cuando las lágrimas brotaron del rostro de Basinger, el director gritó “Acción”. Había conseguido lo que quería.
La actriz entendió el juego, a regañadientes: “Sabía que si hacía esto me haría más fuerte y más sabia. Me sentí humillada y a disgusto. Todo aquello iba contra mis principios. Pero cuando vas contra tus principios surgen unas emociones que no sabías que tenías”, confesó en la entrevista de promoción.
El recorrido de la película es conocido. Pasó desapercibida en los Estados Unidos, donde la censura se encargó de cortar algunas escenas, como la mencionada del casting. “La audiencia americana tardó en apreciar lo que hicimos. Aquí la gente tiene miedo a cierto tipo de romances”, contó luego Zalman King, uno de los guionistas. La crítica fue implacable y Basinger fue nominada al premio razzie como peor actriz. Mejor suerte tuvo en Europa, y también en la Argentina donde el público se agolpaba en los cines. Luego se metió en el circuito de videoclubs y hoy se la considera de culto.
La filmación dejó secuelas físicas y emocionales en Basinger, que de repente se había convertido en una celebridad.
Dos años después se separó de su marido, quien en una biografía ventiló un touch and go de la rubia con Richard Gere, su partenaire en No mercy. En 1989, fue elegida para el papel de Vicky Vale en el Batman de Tim Burton. A cargo de la banda sonora estaba el artista por entonces todavía conocido como Prince. Vivieron un romance intenso, ella se instaló en Minneapolis y su familia estaba tan sorprendida que aseguraba que el músico la había hechizado. Él le cumplió uno de sus sueños y le produjo un disco, Hollywood affair, donde un mito asegura que pueden escucharse los jadeos de la pareja.
“En esa época no me privé de nada”, confesó la rubia, sin remordimientos ni falsas modestias. Si hasta se compró un pueblo entero, con el que soñó hacer un Hollywood en miniatura. De lo que sí se arrepentiría, fue de aceptar la siguiente película.
En el umbral de los ’90, a Basinger le llovían las ofertas. Aceptó participar en Esa rubia debilidad, donde conoció a Alec Baldwin. La atracción fatal de la pareja duró mucho más que nueve semanas y media. Kim y Alec confundían los límites del guion y desoían la orden de corte. Repitieron la fórmula en La huida, el otro filme en el que compartieron cartel, y donde aseguran que las escenas íntimas tienen un exceso de literalidad.
Se casaron en 1993, en 1995 tuvieron a su única hija, Ireland, se separaron en 1998 y en 2002 iniciaron un divorcio escandaloso ante los ojos del mundo. Hicieron públicas sus diferencias y en el medio, sufriendo los golpes de un lado y del otro, la pequeña Ireland. “Un divorcio es difícil para un niño sin importar cómo se produzca. Pero el nuestro fue muy público y sucio”, reconoció la actriz, quien se permitió bromear con aquella elección de comienzos de década: “Deberían pegarme un tiro por haber tomado esa elección. Rechacé Durmiendo con el enemigo para rodar Esa rubia debilidad y acabé siendo yo la que dormía con su enemigo”.
Mickey Rourke y Kim Basinger tardaron 23 años en volver a mostrarse públicamente luego de todo lo que significó Nueve semanas y media. En ese tiempo, supieron de caídas y resurrecciones, éxitos y fracasos; amores y traiciones. Incluso hubo una remake del célebre filme, a la que él dijo sí, y ella dijo no. A cada uno le llegó el reconocimiento profesional. Ella ganó un Oscar por su papel de prostituta en Los Ángeles al desnudo y él lo acarició –y según todos menos la Academia, lo mereció- por El luchador. Dicen que entre las miles de felicitaciones que recibió Rourke, había un remitente a nombre de Basinger.
En 2009 coincidieron en el elenco de Los informantes aunque no compartieron escenas. Cuando llegó el día del estreno en Los Ángeles, todos los flashes estaban listos esperando el momento. Ella llegó radiante, de traje negro. Él vestía una chaqueta amarilla y su rostro había cambiado demasiado. Cruzaron algunas palabras al oído, un minuto que pareció eterno. Los fotógrafos exigían una mirada y ellos les dieron el gusto.
De qué hablaron Kim Basinger y Mickey Rourke mil doscientas semanas después de la película que los consagró, solo lo saben ellos. Lo cierto es que el rodaje quedó en la historia por permitir abusos físicos y psicológicos propios de un tiempo en el que el #MeToo era una utopía y que conducen inevitablemente a la pregunta sin respuesta. ¿Cómo hubieran reaccionado los Rourke y Basinger del 2019?
Fuente: Infobae