Cuando hace 60 años se estrenaba La dolce vita, la imagen de un Cristo suspendido desde un helicóptero sobre la silueta de Roma anunciaba un nuevo tiempo para el cine, una modernidad rabiosa que no descansaba ante nada, que no dejaba en pie la narrativa ni las tradiciones, que sentaba las bases de un nuevo lenguaje, inspirado en sueños y deseos, en atrevimientos estéticos y melancólicas reflexiones. Con su estreno, Federico Fellini dejaba su Rímini natal detrás de aquellas fábulas de vitelloni y se erigía como uno de los maestros de una generación, hacedor de un cine de gran espectáculo, festivo y contestatario, que penetraba en las mentes de espectadores vírgenes de aquellas emociones y aquellos escándalos.
» La dolce vita era tan grande en Italia y en el resto del mundo -recuerda Martin Scorsese en su documental Mi viaje a Italia (1999)- que Pietro Germi la incluyó en una secuencia clave del éxito que filmó un año después, Divorcio a la italiana«. Y así fue, por ello para entender la magnitud del fenómeno, Scorsese cita en sus memorias del cine italiano un fragmento de Divorcio a la italiana en el que se escucha la voz de Marcello Mastroianni como un aristócrata en decadencia en la Sicilia recreada por Germi: «Precedida por el escándalo y la polémica, las protestas y la aclamación, una película sensacional se había estrenado en la ciudad. El párroco de San Fermín tronaba contra su libertinaje e instaba a sus fieles a boicotearla. Aunque con escasos resultados», reflexiona el personaje de Ferdinando Cefalù mientras sueña con amores imposibles. «Salen orgías, cambios de pareja, desnudos. ¡Vamos a verla!», dice un siciliano entusiasmado mientras Anita Ekberg bailaba en la pantalla al ritmo de «Ready Teddy» de Little Richard.
Scorsese nos confirma que para los sicilianos de Germi, La dolce vita supuso el atisbo de una nueva moral en la que la libertad no tenía límites y el pecado había sido desterrado para siempre. Era como si estuvieran viendo una emisión escandalosa procedente de otro universo. «El punto de vista de Fellini en La dolce vita era extravagante, inaudito. Usó su talento para orquestar una cruda visión panorámica, un gigantesco fresco repleto de frenética actividad».
La historia como un extravagante rompecabezas
John Baxter cuenta en su biografía del director, Fellini, que tras su regreso de los Estados Unidos a fines de 1957, el productor Dino De Laurentiis comenzó a presionar a Fellini para fijara la fecha del rodaje de su próxima película. El público, que tras el éxito de La strada había exigido el retorno de Gelsomina, ahora pedía la vuelta de Cabiria. Pero si bien Fellini, junto a sus guionistas Tulio Pinelli y Ennio Flaiano, ya tenía escrita la historia de una niña abandonada que vive con un vagabundo a orillas del Tíber, decidió venderla a De Laurentiis para que la dirigiera otro y así dejar con vuelo propio a Giulietta Masina. Finalmente Fortunella se estrenó en 1958, siguiendo el espíritu de las primeras películas de Fellini como El jeque blanco o la misma La strada, pero dirigida por Eduardo De Filippo. Luego de rechazar varias ideas de De Laurentiis, Fellini decidió rehabilitar un viejo guion, escrito hacía tiempo como una especie de continuación de Los inútiles, bautizado Moraldo in città (Moraldo es lo más cercano al alter ego de Fellini en Los inútiles, interpretado por Franco Interlenghi). Sin embargo, sus colaboradores estaban de acuerdo en que ese retrato de la Roma que Fellini había conocido en su juventud estaba pasado de moda. «Fellini prefería que el Moraldo de la nueva película reflejara a la Italia moderna, una nación que se precipitaba de la pobreza de la posguerra a la avaricia de los años 60», reflexiona Baxter en su libro.
El guion de La dolce vita fue cobrando forma gradualmente: de la historia de Moraldo conservó la visita del padre, la fiesta salvaje y la escena final en la playa; de un boceto llamado Viaggio con Anita escrito junto a Pinelli y Flaiano tomó la historia de un periodista viviendo en Roma, atrapado en una relación infeliz, deslumbrado por una mujer sensual; y el resto salió de los titulares de la prensa sensacionalista. Por entonces, luego de la muerte del papa Pío XII, la vida nocturna resurgió en la capital y los diarios se poblaron de escándalos, romances, trifulcas y chismes alimentados por la presencia de estrellas de Hollywood que filmaban en Cinecittà por los atractivos beneficios que Italia daba en las coproducciones. Via Veneto se había convertido en un hervidero de periodistas que circulaban a la pesca de informaciones y fantasías, escenario al que Fellini recurrió para dar forma a la vida de Marcello, ese nuevo alter ego ya maduro y desencantado que había reemplazado las ilusiones de su Moraldo partiendo de Rímini. Fellini se reunía con fotógrafos de Lo specchio y L’Espresso y juntaba anécdotas jugosas de la vida nocturna en Roma, de los escándalos sexuales de playboys y artistas, de todo aquello que condensaba esa nueva Italia que había despertado al calor del milagro económico.
«Debemos hacer una película como una escultura de Picasso; romper la historia en pedazos y luego juntarlos de nuevo de acuerdo a nuestro capricho», les dijo Fellini a sus guionistas. Y así fue como el guion definitivo se fue formando en el verano de 1958, mientras Fellini recogía a sus amigos en su Mercedes negro y les pedía consejos para la estructura narrativa, sugerencias de locaciones, detalles de la vida romana que nutrían su radiante imaginario. Pier Paolo Pasolini -que había sido decisivo en el retrato del entorno de las prostitutas en Las noches de Cabiria-, Luigi Chiarini -por entonces director del Festival de Venecia-, y Piero Gherardi -quien sería el encargado del vestuario y la escenografía- lo acompañaban en esas noches por la ciudad de Roma, donde las imágenes nacidas de la mente de Fellini cobraban forma definitiva. La estructura era vaga todavía, pero todos estaban de acuerdo en que se concentraría en el movimiento de Via Veneto, cubriría siete días y siete noches, y terminaría, como muchas de las películas de Fellini, en el mar. Faltaba convencer a De Laurentiis, quien agotado por los vaivenes, no veía la hora de que se iniciara el rodaje. Sin embargo, a los pocos meses decidió que no podía financiar una película con tan pocas probabilidades de éxito y abandonó el proyecto. Fellini se la ofreció a productores de la talla de Franco Cristaldi y Goffredo Lombardo pero finalmente fue Angelo Rizzoli quien asumió el riesgo. Era un editor milanés que había hecho su fortuna en la publicación de libros y revistas. Finalmente, La dolce vita estaba en marcha.
A tomar Roma por asalto
«La primera imagen de La dolce vita, con los dos helicópteros volando sobre el ruinoso acueducto Felice, explota tanto la eternidad de Roma como su llamativo presente periodístico», sintetiza Baxter respecto al impacto que decidió Fellini como inicio de su película. Una inmensa estatua de un Cristo cuelga de uno de los helicópteros, el otro transporta a Marcello Rubini y su fotógrafo, un paparazzo (término que la película puso de moda). Debajo se ven los nuevos barrios periféricos de Roma, unas chicas en bikini que toman sol en una terraza de Parioli, el barrio de Fellini, y luego San Pedro, donde entregan la estatua. Todo convive allí en esa mirada que lo conjuga con audacia y aguda observación. Desde el comienzo, Fellini pensó en Marcello Mastroianni para dar vida a ese Moraldo rebautizado Marcello. Había luchado contra la insistencia de De Laurentiis en una figura internacional como Paul Newman, para poder vender la película en los Estados Unidos, y ya con De Laurentiis fuera del proyecto, reafirmó a Rizzoli su preferencia. Ese aire de vanidad, flaccidez moral y atractivo en decadencia de Mastroianni le sentaba perfecto al personaje y Fellini uso su insistente persuasión para convencer a su productor de que no había otra alternativa.
Para Sylvia, Fellini pensó en la actriz sueca Anita Ekberg, que había ascendido de un cuarto lugar en el concurso de Miss Universo de 1951 a una incipiente carrera cinematográfica que no terminaba de despegar. Lo que fascinaba a Fellini de su imagen, que había descubierto en una revista, era el asombroso parecido de Anita con sus fantasías adolescentes de los años en Rímini, modeladas en esas mujeres nórdicas exuberantes que venían a bañarse a las playas italianas. Esa idea de mujer salida de un sueño imposible, radiante y al mismo tiempo inalcanzable, fue la que presidió la inclusión de Ekberg en La dolce vita, tanto en las escenas del aeropuerto y el ascenso a la cúpula de San Pedro, como las del baile en las Termas de Caracalla y la célebre en la Fontana di Trevi. Ekberg y su marido, Anthony Steel, habían llegado a Roma en los 50 y desde entonces ella se había convertido en una celebridad para los fotógrafos, bailando descalza hasta la madrugada, peleándose por celos con Steel, en fiestas donde había bailarinas turcas que hacían striptease. Fellini inspiró sus escenas en ese imaginario que la rodeaba, haciendo la película más real de lo que se podía haber imaginado.
El personaje de Steiner fue inicialmente modelado en uno de los primeros amigos de Fellini en Roma, el periodista Luigi Garrone, quien murió de cirrosis. Pero luego fue adhiriendo a él otros elementos, algunos tomados de una noticia sobre el suicidio de un profesor francés luego del asesinato de sus hijos, otros de la figura literaria de Cesare Pavese, intelectual insignia de esa generación de posguerra. Steiner es un personaje clave en La dolce vita, a pesar de las pocas escenas en las que aparece, una de ellas como cadáver. Es el que le sugiere a Marcello que vuelva a escribir en serio, el que representa un oasis de reflexión entre tanto hedonismo. Pero en la vida de Steiner ya no hay confusión sino desencanto, oscuro y radical. Ese sugerente cinismo que destila la Maddalena de Anouk Aimée se convierte en terror para Steiner, interpretado con la rigidez de un muerto en vida por Alain Cuny. Es interesante como Scorsese resume su presencia en la película: «Marcello cree que puede pasar por este mundo sin sufrir. Cuenta con Steiner para no perder de vista lo esencial. Y, de repente, todo se hunde. Por fin comprende lo desesperado que estaba Steiner del peor modo imaginable».
Las vestiduras de una decadencia
Piero Gherardi, el encargado de la escenografía, recreó las escaleras de San Pedro en Cinecittà para las escenas de ascenso a la cúpula con Anita Ekberg, que tenía un calendario ajustado por su participación en la película Bajo el signo de Roma. Fellini combinó varias locaciones en Roma con recreaciones realizadas por Gherardi con la más absoluta precisión. Así, el diseñador de arte construyó un cabaret contra los muros de las Termas de Caracalla para ambientar el Caracalla Club y demostrar que todo en Roma estaba en venta, incluso su pasado imperial; convirtió el Acque Albule, un manantial sulfuroso en Bagni di Tivoli, en el Kit Kat Club que Marcello visita con su padre; reprodujo a pedido de Fellini la manzana de Via Veneto frente al Café Paris en los estudios de Cinecittà, moderando la pronunciada empinada de la calle auténtica para lograr que luciera perfecta en la pantalla ancha. La dolce vita se filmó en un sistema llamado Total Scope -similar al Cinemascope patentado por la Fox- y eso le permitió a Fellini y a su operador de cámara, Ortello Martelli, trabajar con un lente de menor profundidad de campo, que mostrara cómo los personajes cargaban a la ciudad de Roma sobre sus espaldas, elemento esencial para el clima de locura y vértigo que definía a la película.
Las costosas escenografías y el vestuario de alta costura diseñado por Gherardi, siguiendo la moda de revistas como Oggi o L’Europeo que le había señalado Fellini, despertaron las primeras quejas de Peppino Amato, uno de los socios del productor Rizzoli. Pero Fellini le aseguró que el vestuario era la mejor expresión de la decadencia de Roma: las gorgueras de raso de Gherardi combinaban la máxima espectacularidad con el mínimo sentido práctico, síntesis de ese mundo que coqueteaba con la exuberancia mientras se asomaba al abismo de su autodestrucción. Para dar cuerpo a ese universo, Fellini logró persuadir a numerosas personalidades de Roma, artistas de varieté, strippers, aristócratas venidos a menos, fotógrafos y miembros del jet set de interpretarse a sí mismos en las escenas multitudinarias como la fiesta orgiástica, lo cual le dio al rodaje un aire de autenticidad al mismo tiempo que un ambiente de caos y locura. La fiesta del final de la película se filmó en un castillo del siglo XVI en Bassano di Sutri, a media hora de Roma, durante un día que simulaba ser la noche a través de filtros que oscurecían el sol de la mañana (conocido como «noche americana»). Eso consiguió una vívida impresión de ensoñación en la que parecía no existir el tiempo.
Luego de la extravagante escena de la orgía, nutrida de consultas con Pasolini, Gualtiero Jacopetti, director del impactante documental Mondo cane, de anécdotas de Terence Stamp y del propio imaginario onírico de Fellini (que harían eclosión en sus próximas películas), el equipo se trasladó a Passo Scuro, a treinta kilómetros de Roma, a filmar la escena final en la playa. Para representar al monstruo marino que emerge del mar frente a los atónitos asistentes, Fellini consiguió una raya gigante. Filmó sus ojos acuosos y la textura blanda de su cuerpo en primer plano y recurrió a un modelo construido por Gherardi solo para un breve plano de lejos. La idea era condensar en esa misteriosa aparición el abismo al que se precipitaba Marcello luego de la muerte de Steiner y la crisis de sus esperanzas. Pero, al mismo tiempo, Fellini conjugaba un retrato del presente, al citar de manera indirecta un caso policial que había sacudido a la opinión pública hacía unos años. La aparición del cadáver de Wilma Montesi, una joven de 21 años, en una playa de Ostia había concluido en un juicio con acusaciones a figuras del gobierno y el jet set. Ese recuerdo ominoso sobrevolaba en el final de la película, condensando la muerte de la inocencia bajo el peso implacable del poder y la indolencia.
La música de Nino Rota, innovadora en el uso del Cordovox, un órgano eléctrico cuyo sonido se convirtió en distintivo del universo de Fellini, selló el ambiente fascinante y absurdo de esa playa solitaria, en la que Marcello intentaba comunicarse con una joven que le hacía señas a la distancia. Ese clima de seductor libertinaje, ese saboreo de una inconsciente agonía que se hacía tan inminente como placentera, resultó decisiva para la suerte de la película. Cuando se proyectó para los productores, todos quedaron encantados, nadie creyó que podía resultar ofensiva. Se proyectó el estrenó en toda Italia para el mes de febrero de 1960 y en Milán, la ciudad de Angelo Rizzoli, se daría gratuitamente en el cine Capitol Cinema. Fellini tenía las mejores expectativas porque no podía imaginar nada de lo que vendría.
La piedra del escándalo
«¿Sabe lo que la alta burguesía milanesa no pudo tolerar?», dijo Fellini a un periodista tiempo después. «La escena de la orgía. Los trastornó. Sufrieron una lenta agonía al verse a sí mismos en el espejo». El escándalo fue atravesando toda Italia. Il Quottidiano, periódico de la Acción Católica, publicó una crítica a favor, pero después se retractó y llamó a la película «blasfema, pornográfica, bestial y no italiana», cita Baxter en su libro. El novelista Alberto Moravia convocó a una reunión de intelectuales para salir a defender a Fellini, mientras el director recibía cientos de telegramas que lo acusaban de ateo, traidor y comunista. El gobierno tuvo que salir a dar un comunicado que negaba que fueran a sacar a la película de circulación, pese a las insistentes peticiones desde distintos sectores de la sociedad civil. Y para Fellini tuvo un claro impacto personal, como recordaba en una entrevista años después. «En Rímini, a mi madre todavía se la conoce como la madre del hombre que hizo La dolce vita«.
Finalmente, el escándalo se convirtió en la mejor estrategia de marketing de la película. Los cines que la proyectaban estaban abarrotados y la gente hacía cola durante días para conseguir una entrada. Desde el interior de Italia viajaban hasta ciudades como Milán o Turín para verla, y cuando llegó al Sur, como muestra la película de Pietro Germi, se convirtió en un acontecimiento que inspiraba mayor fascinación en tanto cargaba con el atractivo de lo prohibido. En tres meses la película recaudó más de un millón de dólares en Italia, convirtiéndose junto a Rocco y sus hermanos de Luchino Visconti en los dos grandes éxitos de ese 1960. Cuando se estrenó en Nueva York en abril de 1961 -con doscientas copias en total, todas subtituladas, lo que solía ahuyentar al público norteamericano- superó en poco tiempo los ocho millones de dólares de recaudación. De pronto se había convertido en un fenómeno.
La dolce vita no solo consagró a Fellini como uno de los nombres del reinado del cine italiano que duraría casi dos décadas sino que abrió a los espectadores a ese mundo impensado de fascinantes locuras y delirantes provocaciones. Puso de cabeza las formas narrativas tradicionales, desestabilizó los pilares de la seguridad de ese nuevo mundo que había dejado la posguerra, instaló al cine como un arte exuberante y reflexivo, capaz de disputar el prestigio de cualquier panteón. Y también dejó imágenes inolvidables, como la de Anita Ekberg caminando por la Fontana di Trevi, la de Mastroianni sentado con sus anteojos oscuros en la Via Veneto, la del jet set convertido en un circo romano y la de una ciudad desbordante de lujuria y decadencia, arrebatada de luces y melancolía. «Lo más importante de La dolce vita vista hoy», cierra Scorsese en su película homenaje a aquel tiempo y aquel cine, «es que pese a ser una película sobre la desesperanza no es una película desesperanzada. Hay demasiada felicidad en el amor de Fellini por el cine y, por tanto, por la vida».
Fuente: La Nación.