Ginger Rogers, la actriz y bailarina que fascinó al público con su talento durante décadas Silver Screen Collection – Moviepix
“La cualidad más importante en la vida de una persona es darle a los demás. En mi caso eso supone aportar diversión, alegría y felicidad al público. Ese es mi talento”. La afirmación, que en boca de la mayoría podría sonar grandilocuente, exagerada y tal vez un poco arrogante, no es más que la pura verdad dicha por Ginger Rogers, la prodigiosa artista que durante décadas maravilló a los espectadores con su habilidad para el baile, la actuación y el canto en películas que fueron un antídoto contra el mundo sombrío que existía en los años 30 y 40 más allá de la pantalla.
Ya fueran las consecuencias de la Gran Depresión o los sufrimientos causados por la Segunda Guerra Mundial, las gráciles figura de Rogers y Fred Astaire en el cine teñían de glamoroso blanco unos tiempos rodeados de oscuridad. Siempre identificados como dúo, Rogers y Astaire hicieron diez películas juntos y su sociedad despertó la admiración y curiosidad del mundo entero ¿Estaban secretamente enamorados? Para muchos, la respuesta era obvia: no había posibilidad de que no fueran amantes, dado el modo en que sus cuerpos se entendían en las elaboradas coreografías. Aquella incógnita que desvelaba a la prensa y al público era un motivo de enojo y frustración para Rogers. El romance clandestino era pura fantasía y no solo eso: la dorada pareja trabajaba bien junta pero fuera de cuadro no tenían la mejor relación.
Astaire pretendía ensayar las rutinas de baile hasta el agotamiento y sus modos tiránicos no le caían bien a su partenaire, que siempre se ocupaba de aclarar que su exitosa carrera había comenzado antes de Volando hacia Río, el primer film en el que compartió escenas con el bailarín, y que trascendió más allá de las películas que hicieron juntos.
Lo cierto es que la vida y la obra de Rogers estuvieron llenas de dolores y triunfos tempranos, de éxitos y sinsabores que formaron su vida personal y profesional desde su nacimiento hasta su fallecimiento en 1995. Virginia McMath, la futura Ginger Rogers, nació en 1911 y aunque su llegada al mundo fue un evento feliz para su madre, Lela McMath, lo cierto es que su hogar seguía sumido en la trágica pérdida de otro bebé y la mala relación de sus padres. De hecho, poco tiempo después del nacimiento de Rogers se separaron. Su padre, William McMath, se resistía a firmar el divorcio y su método para evitarlo era llevarse a la pequeña Ginger sin la aprobación de su madre. Preocupada por la seguridad de su hija, Lela acudió a la Justicia y logró la custodia de la nena, que a partir de ese momento ya no tuvo contacto con su padre, quien falleció pocos años después.
Con el tiempo, la madre volvió a casarse con un señor de apellido Rogers y ambas adoptaron ese nombre de ahí en adelante. Periodista especializada en teatro y guionista ocasional, Lela supo detectar desde temprano que su adorada hija tenía talento para las artes. Así, la inscribió en clases de canto, baile y actuación que derivaron en su primer triunfo: a los 14, Ginger ganó una competencia de charleston, el popular ritmo de la época. Ese premio confirmó la sospecha de Lela: su hija había nacido para brillar sobre un escenario. Así, pronto, la talentosa rubia tuvo su propio espectáculo de vodevil y se dedicó a presentarse por todos los Estados Unidos. Con su carrera en marcha, la joven también parecía tener buena suerte para el amor. A los 17 años se casó con el actor Jack Pepper, con el que formó el dúo Ginger y Pepper. Claro que esa unión profesional le trajo más decepciones que alegrías y fue mucho menos prolífica y duradera que la que tendría con Astaire. Diez meses después de su casamiento, Roger se separó y tomó rumbo hacia Nueva York, el próximo escalón para una artista como ella.
Era 1929 y mientras la realidad socioeconómica de su país -y la del resto del mundo- se tornaba cada vez más oscura, a la artista el mundo le sonreía. Pronto fue contratada para encabezar un musical en el que, casualmente, también estaba involucrado como asistente de coreografías un tal Fred Astaire, aunque su primer encuentro ocurriría algunos años más adelante. Considerada una estrella en ascenso, Rogers y su madre –su representante hasta su muerte en 1977– se mudaron a Los Ángeles en busca de las oportunidades que Hollywood tenía para ofrecerles. Que en principio no fueron demasiadas. Como otras actrices de su edad en la época, su camino en el cine comenzó interpretando papeles secundarios en los que, aunque solía destacarse, no reflejaban su enorme talento.
Todo cambió en 1933 tras su aparición en Volando a Río con Astaire. Gracias a ese film, Hollywood tomó nota del potencial de Rogers y la sumó a proyectos que pudieran aprovecharlo. Y continuó juntándola con el brillante Astaire, quien solía cambiar de partenaires a repetición. Muchas bailarinas no resistían su estilo de trabajo y sus modos bruscos que las afectaban hasta las lágrimas. Ella era la excepción.
“Todas las chicas con las que bailé pensaban que no podían lograrlo, pero yo sabía que sí. Eso llevaba al llanto constante. Ginger fue la excepción. Ginger nunca lloró”, contaba el bailarín sobre la sociedad creativa que, según Katharine Hepburn, a Rogers le aportaba clase y a él, el sex appeal que le faltaba. El público estaba de acuerdo. Juntos eran dinamita, una explosión de belleza y destreza que los espectadores querían ver en la pantalla. Con el paso de los años, aquel suceso compartido le fue adjudicado más al bailarín que a su compañera de danza, a la que muchos calificaban como su mejor creación. Rogers siempre se ocupó de aclarar la confusión: ella había hecho veinte películas antes de Volando a Río y Astaire, solo una. “Nos divertíamos y se nota en pantalla. Nunca fuimos amigos fuera de ella. Teníamos intereses muy distintos”, contaba la actriz en su autobiografía.
Lo cierto es que mientras el público imaginaba el romance entre la pareja, la vida afectiva de Rogers iba por carriles mucho más sobresaltados. En 1934, la actriz se casó con Lew Ayres, un músico y actor que había conocido filmando un año antes. Pero, una vez más, el matrimonio no duró mucho. Dos años después, nuevamente separada, Ginger se transformó en el objeto del deseo de Howard Hughes, el millonario y mujeriego más famoso de Hollywood, que estaba decidido a enamorarla. E incluso a proponerle matrimonio. Un pedido que desconcertó a la actriz, especialmente porque su divorcio no estaba listo y ella no quería volver a pasar por el altar. Mientras Hughes insistía con sus avances, Rogers seguía trabajando sin descanso.
Entre sus proyectos más destacados estuvo Ritmo loco, otro film con Astaire que dirigió George Stevens, un realizador de notable éxito que quedó fascinado con la actriz. Aunque él estaba casado y Rogers aún no se había divorciado, comenzaron un romance que se extendió por tres años. Sin embargo, cuando esa relación terminó, Hughes volvió a la carga. Esta vez su propuesta matrimonial estuvo acompañada de un anillo de esmeraldas tan extravagante que terminó por convencer a la estrella de que sus intenciones eran honorables. De todos modos, argumentando que su religión así lo indicaba –Rogers era devota del cristianismo científico desde la infancia– la actriz insistió en seguir viviendo con su madre hasta el casamiento: Hughes debía pedir permiso a Lela cada vez que la invitaba a salir. Su énfasis en el decoro también se aplicaba al trabajo.
Cuando en 1940 le ofrecieron protagonizar el film Espejismo de amor, Rogers rechazó el papel porque el personaje de la novela que serviría como inspiración quedaba embarazada fuera del matrimonio y decidía tener un aborto. Escandalizada por la temática, la actriz no quería saber nada con el proyecto, pero su madre la convenció de que leyera el guion. El consejo fue más que acertado: su trabajo en el film le consiguió el Oscar a la mejor actriz. El reconocimiento profesional parecía alinearse por fin con su vida sentimental. Los planes de casarse con Hughes seguían adelante, aunque el comportamiento cada vez más obsesivo y extraño de su prometido empezaba a preocuparla. La actriz estaba segura de que alguien seguía todos sus movimientos y de que sus teléfonos estaban intervenidos, una práctica que el magnate había aplicado con otras de sus novias. El punto de quiebre entre ellos terminó siendo no ya el espionaje, sino las constantes infidelidades de Hughes.
Al tiempo que su carrera crecía y evolucionaba y ella se transformaba en la estrella femenina mejor paga de Hollywood, la artista no se resignaba a su mala suerte en el amor. En 1943 se casó con el actor y militar Jack Briggs, quien se alistó para luchar en la Segunda Guerra Mundial. Comprometida con los esfuerzos bélicos, en esos años filmó algunas de sus comedias más exitosas como La pícara Susú y Aventura matrimonial y participó de giras organizadas por el gobierno para entretener a las tropas. Su suceso continuo en el cine no fue, una vez más, tan firme y duradero de puertas adentro. En 1949, Rogers se divorció de Briggs, pero no se rindió. Siempre optimista en el terreno del amor, la actriz se casó dos veces más: en 1953 con el francés Jacques Bergerac, unos años más joven que ella y tras separarse de él, en 1961, volvió a pasar por el altar junto al actor y director William Marshall de quien se divorció diez años después.
Por años muchos especulaban con que sus desengaños amorosos estaban relacionados con el peculiar vínculo con Astaire, pero se trataba de fantasías del público, que nunca dejó de soñar con los vaporosos vestidos, el smoking hecho a medida y esos pasos de baile que Rogers ejecutaba con la misma gracia y elegancia de su socio, aunque en su caso con la dificultad agregada de hacerlo todo en tacos altos.
Fuente: La Nación