“El mejor intérprete de los dañados” lo definió Ridley Scott hace apenas unos meses en una extensa entrevista con la revista Empire a propósito del estreno de Napoleón, disponible en salas a partir de este jueves y próximamente en Apple TV+. Al parecer Joaquin Phoenix todavía estaba algo enredado en los hilos de su interpretación del emperador francés semanas antes de que se enciendan las cámaras, así que el director inglés, familiarizado con la historia de Napoleón Bonaparte y su epopeya bélica desde su ópera prima Los duelistas (1977), lo acompañó durante diez días en el set y repasaron el guion escena por escena.
En esos largos ensayos, Phoenix reinventó la figura napoleónica en sus propios términos, sumándolo a la larga lista de personajes atormentados y viscerales, megalómanos y devotos, figuras que desde los márgenes asumen un protagonismo excepcional, casi digno de los elegidos. Ese Napoleón de Phoenix nació entonces de su propia historia, del esperado encuentro con el director que lo llevó a la fama en Gladiador (2000), y de una vida de película que solo necesitó al cine para consagrarla.
Mirándolo bien, Joaquin Phoenix tiene un claro parecido con el general de la Grande Armée, aquel nacido en Córcega para luego conquistar Europa a comienzos del siglo XIX y tras su caída en Waterloo esperar la muerte en Santa Elena. Personaje grande, controvertido, eje de una frondosa mitología, aquí desconstruido en su parquedad discursiva, su indocilidad política, signado por el amor por su esposa Josefina y la anunciación de su desoladora derrota en la estepa rusa, enclave de bizantinas discusiones que ahora habitan en el semblante curtido de Phoenix. “Pensé que nadie como él se parecía a Napoleón”, comentaba Scott asombrado por la versatilidad de su actor, a quien había convertido en el joven Commodus, villano despechado de Gladiador, abandonado por un padre al que adoraba. “Quedé impresionado con su actuación en Guasón y sentí que solo dos actores podían interpretar a una figura de la talla de Napoleón. No mencionaré al otro porque podría enojarse”, aclaraba entre risas. ¿Quién era el competidor de Phoenix en la carrera por ese personaje tan anhelado como polémico que Scott filmó con tanto arrojo? No lo sabemos, pero podemos imaginarlo.
Guasón (2019) fue, hace apenas unos años, la cima prometida en la carrera de Phoenix. La película fue la ganadora en el Festival de Venecia para luego convertirse en un éxito de público y en un nuevo horizonte para el cine de superhéroes. Una obra madura, heredera de los clásicos de los 70 como Taxi Driver de Martin Scorsese, termómetro de la violencia contemporánea y amalgama de la tradición del cómic y los nuevos contornos de la sátira. La interpretación de Phoenix conjugaba las dos dimensiones del personaje, su condición de víctima, forjada en el maltrato y la desidia que lo rodeaba, y la de victimario, alimentado por el resentimiento y la sed de venganza. Debajo de los actos impulsivos de Arthur Fleck yacía una obsesiva vocación de comediante, una máscara grotesca que escondía el dolor, una risa esperpéntica que alojaba una mueca de desolación. La tarea de Phoenix consistió en humanizar ese retrato ideado por el director Todd Phillips, darle espesura a una construcción salida de la historieta, arrebatar al cine de superhéroes la irrealidad para hundirlo en un mundo oscuro y casi palpable para el espectador.
La locura de Arthur Fleck no difería de aquella que Phoenix fue modelando en otros personajes, midiendo defectos y virtudes con una balanza de precisión. El adolescente problemático de Todo por un sueño (1995), el devoto feligrés de un líder mesiánico en The Master (2012), el proxeneta romántico de The Immigrant (2013), el detective estilo neo-noir en Vicio propio (2014), el dibujante alcohólico de No te preocupes, no irá lejos (2018), el aterrado Beau de Beau tiene miedo (2023), la última extravagancia de Ari Aster. Todos personajes en la cornisa de sus propias emociones, forjados con un estilo intuitivo y signado por una cuota de improvisación que el propio actor defendió como clave de su arte. “La exótica excelencia de Joaquin Phoenix” titulaba The New York Times en 2017, cuando Phoenix ganaba el premio a mejor actor en el Festival de Cannes a propósito de su interpretación de un asesino a sueldo en Nunca estarás a salvo de Lynne Ramsay.
Por entonces ya lo señalaban como el mejor actor de su generación, en disputa con Leonardo DiCaprio, quizás el secreto contendiente para dar vida a Napoleón que Ridley Scott nunca quiso mencionar. ¿Qué lo hace tan brillante en su exquisita extrañeza? Quizás una verdad escondida en todas y cada una de sus interpretaciones, modelada en su infancia como niño actor y cantante de una familia trashumante. O tal vez el dolor por la temprana muerte de su hermano River frente a sus ojos, en aquella noche que siempre guardó como una herida imborrable. O quizás su vocación de colaborar con grande directores como Gus van Sant, Paul Thomas Anderson, James Gray y el propio Ridley Scott como estimulantes necesarios para su trabajo, impulsos imprescindibles para su compromiso. “Una gran interpretación siempre está en las manos del director –confesaba al Times- Los mejores directores con los que trabajé siempre se ajustaron a lo que pasaba con los actores, sacando lo mejor de ellos”.
Y lo mejor de Phoenix llegó de manera temprana. Con apenas 21 años regresaba a la actuación en Todo por un sueño confirmando la magnitud de su talento, bridando a ese joven seducido por la ambiciosa presentadora de televisión que interpretaba Nicole Kidman un matiz único, una incierta ebullición hormonal y extravío emocional que lo impulsaron a la consagración. Apenas hacía unos meses había regresado a su nombre original luego de haber sido Leaf por un tiempo, en su breve carrera como actor infantil mientras su hermano River era la estrella de la familia. Fue el propio River quien lo convenció y ese regreso al nombre original, al cine como actor, parecía un secreto homenaje. River había muerto por sobredosis en 1993 con solo 19 años, Joaquin y su hermana Rain había sido testigos de su agonía en la vereda de una discoteca en Los Ángeles. La tragedia lo empujó a un retiro temporal en la casa familiar de Costa Rica. Pasaron los meses, el duelo, hasta que Joaquin se decidió a volver.
La familia Phoenix tuvo una historia de película. Sus padres eran hippies de aquel flower power de los tardíos 60 y se unieron a una comunidad sectaria llamada “Los Niños de Dios”, liderada por el ex pastor David Berg. Hacia fines de los 70 viajaron por el mundo, desde Puesto Rico a Venezuela; nacieron todos sus hijos. Cuando la organización fue denunciada por prácticas abusivas y corrupción de menores –fomentaban la utilización del sexo como metodología para captar seguidores-, la familia se apartó, vivió un tiempo en Florida –donde Joaquin y sus hermanos se convirtieron al veganismo– y luego desembarcaron en Hollywood donde se reinventaron como una familia de artistas callejeros. Se cambiaron el apellido de Bottoms a Phoenix, la madre consiguió trabajó como secretaria de un ejecutivo en la NBC y los niños –River, Joaquin, Rain, Liberty y Summer- comenzaron a participar en comerciales, programas de televisión, especiales musicales. En esta época Joaquin cambió su nombre por Leaf y apareció en varias series de televisión, entre ellas un episodio de Alfred Hitchcock Presenta y un especial de los Afterschool Specials de la ABC llamado “Backwards: The Riddle of Dyslexia”.
El éxito de Cuenta conmigo en 1986 cambió la vida de todos. River era uno de los protagonistas de la película de Rob Reiner y se hizo famoso de la noche a la mañana. En 1987, la familia completa salió en la tapa de la revista LIFE bajo el título “Una gran familia hippie”. Sin embargo, al tiempo la familia se cansó de la dinámica de Los Ángeles y regresó a Gainesville, en Florida. River compró un rancho a sus padres en Costa Rica y allí pasaban sus vacaciones. Mientras él se hacía cada día más famoso –apareció en La costa mosquito (1986) de Peter Weir, en Al filo del vacío (1988) de Sidney Lumet, fue el niño Indiana en Indiana Jones y la última cruzada (1989), se consagró en Mi mundo privado (1991) de Gus van Sant-, Joaquin no conseguía papeles importantes así que repartía su tiempo entre un viaje a México con su padre, charlas sobre cine y actuación con River y una cinefilia veloz modelada en los VHS. Por entonces eran muy compinches con su hermano, salían juntos, compartían momentos emotivos. “Un día River me sugirió que cambiara mi nombre [de nuevo a Joaquin] y después, unos seis meses antes de su muerte, mientras estábamos en Florida en la cocina de nuestra casa, me dijo: ‘Vas a ser actor y serás más conocido que yo’. Con mi madre nos quedamos perplejos”, relataba a Vanity Fair en 2019. La profecía parecía cumplirse con la trágica muerte de River y el regreso de Joaquin a la actuación. Una etapa nueva comenzaba.
Desde entonces Joaquin Phoenix se mantuvo siempre fuera del torbellino de la fama. Ha sido reacio a las entrevistas, no suele aparecer en fiestas ni eventos públicos salvo el estreno de sus propias películas, no está en redes sociales. Paradójicamente, uno de los picos de su celebridad pública sobrevino en 2010 con el estreno del falso documental I’m Still Here (2010) en el que se interpretaba a sí mismo como una estrella de cine que anunciaba su retiro de la actuación para convertirse en cantante de hip hop. Dirigida por Cassey Affleck -por entonces casado con Summer Phoenix-, la película se constituyó como una sátira del show business que mostraba a Phoenix barbudo y desalineado, anunciando en cuanta entrevista apareciera las miserias de Hollywood y el costado más patético de la fama. Esa performance, que excedió la barrera de la ficción, rozó el escandalo cuando dos mujeres del equipo de rodaje denunciaron a Affleck por acoso sexual y abuso emocional. La demanda se resolvió, pero el hecho afectó la relación de Affleck y Phoenix, quienes se habían conocido en el set de Todo por un sueño y habían vivido juntos en Nueva York. “Después de que él y mi hermana se divorciaron perdimos contacto”, fue su breve declaración sobre el tema.
Su vida social no se alteró pese a su romance con Rooney Mara, actriz con la que había compartido cartel en Her (2013) quedando como amigos y con la que formó una pareja a fines de 2016 cuando se reencontraron en el rodaje de María Magdalena. “Cuando la conocí creí que me odiaba, después me di cuenta de que solo era tímida y que yo también le gustaba. Fue la única chica con la que busqué contacto virtualmente, así que nos hicimos amigos, vía correo electrónico”, confesaba a Vanity Fair hace unos años. Luego del reencuentro se fueron a vivir juntos a Hollywood Hills y en 2020 tuvieron su único hijo. Ambos comparten el veganismo, el activismo por los derechos de los animales y otras causas vinculadas con la salud y la justicia que involucran el rol de la Cruz Roja y Amnistía Internacional. Fuera de las temporadas de entrevistas para promocionar su trabajo, Phoenix mantiene un perfil bajo: practica karate, mira documentales en televisión, pasa el tiempo libre con su familia y sus perros.
Para la preparación del rol de Napoleón buscó apartarse de las convenciones de las biopics, de la tiranía de los documentos históricos, de las interpretaciones miméticas. Tal como le revelaba a Empire hace unas semanas: “Si realmente quieres entender a un personaje histórico de la magnitud de Napoleón, deberías estudiar los libros de historia, leer biografías por tu cuenta. Porque la película te ofrece una experiencia contada a través de los ojos de Ridley Scott. Tanto él como yo intentamos capturar los sentimientos de este hombre tan complejo”. Un Napoléon distinto al de los libros de historia, como ya alertaron varios historiados ante el estreno de la película en algunos cines del mundo. ¿Ficción o realidad? Parece que la pregunta no se agota nunca.
La vocación de Joaquin Phoenix, como en cada uno de sus personajes, es explorar el corazón de sus criaturas, todas ellas contradictorias, dañadas, volcadas a una perpetua resurrección. Todos hombres dolidos, violentos y desarraigados, habitantes de un limbo personal en busca de respuestas que a veces llegan bajo la forma de la gloria, otras de la condena. Pero todos ellos se nutrieron de su alma, todavía intacta pese la tragedia familiar, llena de futuro pese a los recuerdos imborrables, ansiosa de trascendencia pese a la modestia de su humanidad.
Fuente: Paula Vázquez Prieto, La Nación