Marcello Mastroianni y todo su carisma Micheline Pelletier – Sygma
“Frente al espejo no me gusto. Cuanto más lo pienso, más me pregunto cómo es posible que una cara como esta me pueda dar de comer”. Cuando Marcello Mastroianni dejó esta frase para la historia, ya era uno de los actores más reconocidos y admirados del mundo, y el más amado de todos los tiempos por sus propios compatriotas.
El dueño de ese rostro común y corriente (qualsiasi, “cualquiera”, así lo definía él mismo a modo de autorretrato) hubiese cumplido este sábado 28 cien años. Y es una pena, como ocurre con tantas otras figuras de su época, que no tengamos hoy la posibilidad de evocarlo a través de sus películas, completamente ajenas a la programación de las plataformas de streaming disponibles en la Argentina.
Esa ausencia quizás tenga que ver con la materia que lo hizo grande y transformó a ese hombre común que siempre soñó con una vida tranquila y sin estridencias en uno de los grandes de su oficio a lo largo de todo el siglo XX, sin discusión. “Yo me alimenté de cine, como toda nuestra generación”, relata en el comienzo de Yo recuerdo (Marcello Mastroianni, mi ricordo, sí, io mi ricordo, 1996), una suerte de autobiografía visual filmada y dirigida por su última mujer, Anna Maria Tató, y estrenada en el Festival de Cannes del año siguiente.
Allí quedan grabados para siempre ante la cámara algunos bellos testimonios de la calidez, la vitalidad y la magnífica memoria de un hombre que desmentía en cada acto y en cada palabra aquello de que para ser actor hay que tener un ego gigantesco. A Mastroianni la timidez le brotaba por todas partes.
Así y todo, nunca pudo imaginarse lejos de la vocación que lo hizo famoso en todo el mundo. “No tengo límites amplios fuera de mi trabajo. Mi riqueza cultural y espiritual es escasa. No voy al cine o al teatro. Me aburren los museos”, reconocía en ese mismo documental, que aceptó hacer cuando las huellas de la enfermedad que lo derrotó definitivamente, un cáncer de páncreas, ya eran muy apreciables.
“En el cine se soñaba”, decía Mastroianni, y parece imprescindible volver al cine para apreciar en plenitud su talento. Como ocurre con tantos otros actores que nos dejaron hace tiempo y alcanzaron una estatura mítica, cualquier pantalla más diminuta que la de una sala de cine parece insuficiente para adquirir la conciencia y la dimensión del legado que nos dejó. Por eso, no nos queda otra que salir a buscar en los escondrijos de Internet sus inolvidables películas o los múltiples testimonios (empezando con los que se incluyen en Yo recuerdo) de su memoria artística, porque a Mastroianni le fascinaba reflexionar sobre su propia vida, el oficio del actor y el sentido de la vida.
Pero no deberíamos perder cualquier oportunidad que se nos presente para reencontrarnos con su arte en una pantalla de cine, sobre todo si se llegara a reestrenar cualquiera de los títulos que hizo junto a Federico Fellini: La dolce vita (1960), Ocho y medio (1963), La ciudad de las mujeres (1979), Ginger y Fred (1985) y La entrevista (1987).
En la primera de esas obras, alcanzó la consagración definitiva como actor y allí también nació el vínculo entrañable entre el actor y el director. “Una verdadera y hermosa amistad basada en una desconfianza total y recíproca”, dijo Mastroianni en una de sus más inolvidables definiciones. Marcello Rubini, el desencantado periodista que sale en La dolce vita en la búsqueda de los misterios de una Roma tan bella como decadente, es uno de los nombres definitivos de la historia fílmica de Mastroianni. El Guido Anselmi de Fellini Ocho y medio es otro.
Soportó toda la vida como una incómoda molestia que a partir de La dolce vita se lo definiera, sobre todo desde la mirada de los estadounidenses, como un “latin lover”. Decía que era una estupidez y una vulgaridad. Y sobre todo que faltaba a la verdad. “Si nunca hice películas eróticas”, explicaba con ingenuidad. En Yo recuerdo, confiesa haber aceptado la invitación de María Luisa Bemberg para filmar en la Argentina De eso no se habla (1993) como parte de sus esfuerzos para desmentir aquel mote. Nada mejor en ese sentido que verlo allí desposando a una mujer con enanismo.
Algo parecido podría decirse de uno de sus mejores papeles de toda su carrera en el cine, el protagonista de Il bell’Antonio (1960), de Mauro Bolognini, en donde encarna a un hombre que sufre de impotencia y soporta la frustración de su matrimonio con Claudia Cardinale. Allí estaba el modelo de los personajes que más le gustaban: los perdedores llenos de sueños e ilusiones que casi nunca llegan a cumplirse.
Lo mismo puede decirse de Gabriele, el homosexual que mantiene una intensa relación afectiva con una devota y sumisa ama de casa (Sophia Loren) durante el apogeo del fascismo en Un día muy especial (Una giornata particolare, 1977), de Ettore Scola. Por esta película obtuvo una de sus tres nominaciones al Oscar como mejor actor después de Divorcio a la italiana (1961) y antes de Ojos negros (1988).
Ese reconocimiento llevó, con toda seguridad, a que esa película quede guardada en la memoria del público de todo el mundo mucho más que cualquiera de las otras 13 apariciones en el cine que compartió con Loren desde Lástima que seas tan canalla (1954). El momento más inolvidable de todos, sin dudas, es el famoso strip tease que la estrella hace frente a los ojos extasiados de Mastroianni en Ayer, hoy y mañana (1963), de Vittorio de Sica, uno de los directores con los que mejor se llevó.
Como para desmentir todavía más esa equívoca imagen de seductor irresistible que se creó alrededor suyo, Mastroianni siempre se las ingenió para llevar al cine personajes que en la ficción tenían más edad que la real. “No quiero que el público vea que estoy envejeciendo –reconoció en su madurez-. Prefiero hacerlo antes para que digan que me disfracé de viejo”.
Vista en perspectiva y en profundidad, casi toda la carrera de Mastroianni en el cine se resume en el retrato de un único y gran personaje: el prototipo del hombre europeo de vida urbana que experimenta como protagonista y testigo todas las transformaciones sociales, políticas y costumbristas de la segunda mitad del siglo XX, desde la posguerra hasta comienzos de la década del 90. Aunque no le faltaron momentos de lucimiento con personajes de época, de Escipión el Africano (en tiempos de la Antigua Roma) a Giacomo Casanova.
Cada una de las etapas de su larga carrera quedó marcada a fuego a través del vínculo que Mastroianni estableció a lo largo de su carrera con algunos directores fundamentales. Luciano Emmer, Mario Camerini y Alessandro Blasetti en los comienzos; Mario Monicelli (que lo dirigió en las inolvidables Los compañeros y Los desconocidos de siempre) y Dino Risi en el apogeo de la commedia all’italiana; Michelangelo Antonioni (La noche) y Elio Petri (La décima víctima, Todo Modo), en los años más comprometidos.
Allí están también el inmenso y hoy casi olvidado Marco Ferreri para los personajes más desafiantes de su carrera: No tocar a la mujer blanca, La gran comilona; Liza, un amor para la eternidad; Adiós, Mono (Ciao Maschio), La historia de Piera. Y Scola, para acentuar la italianidad pura de su presencia en escena en Un día muy especial, Macaroni, Nos habíamos amado tanto, ¿Me permite? Rocco Papaleo y Celos estilo italiano. En esa ilustre lista no deben faltar Pietro Germi (Divorcio a la italiana), Mauro Bolognini (Il bell’Antonio), Luchino Visconti (Puente entre dos vidas, El extranjero), De Sica y Fellini.
Hijo y nieto de carpinteros, Mastroianni debutó a los 11 años como extra en una película del famoso cantante Beniamino Gigli. Ya en ese momento el amor al arte empezaba inconscientemente a ganarle el partido a la otra gran vocación que abrazó Mastroianni durante toda su vida: la arquitectura. Su primer empleo, después de obtener un título especializado en construcciones, fue como diseñador técnico en la Municipalidad de Roma.
Dejó todo ese mundo por el teatro cuando se sumó a una compañía dirigida por Visconti de la que también formaban parte Vittorio Gassman y Paolo Stoppa, en la que pasó toda una década de “formación, disciplina y aprendizaje”. Fue Visconti, ahora en el cine, quien le brindó a Mastroianni uno de sus primeros papeles protagónicos, el de Puente entre dos vidas (1957), película basada en Las noches blancas, de Dostoievski.
A partir de allí todo fue hacia arriba en la vida y en la carrera del futuro astro. Desde ese momento y hasta el final nunca se detuvo a lo largo de una carrera extraordinariamente prolífica, generosa e incansable. Veía su oficio como un gran divertimento. “Actuar es mucho mejor que hacer el amor –confesó una vez sobre su oficio- porque no hay nada más embriagador que adoptar la apariencia, las conductas y la psicología de otras personas. Es el juego más antiguo que conoce el hombre. Y es lo que hacen los niños”.
Toda la carrera de Mastroianni también se entiende, ahora en sus propias palabras, a partir de esta declaración de principios. Es la mejor fórmula para desmentir a quienes rebajan a un determinado actor señalando que en cada nueva aparición no hace más que “hacer de sí mismo”. Es precisamente lo que Mastroianni entregó de manera brillante a lo largo de innumerables apariciones (no todas a la misma altura, por cierto). Detrás del personaje nunca se ocultaba el intérprete. Mastroianni estaba allí siempre, presente e inconfundible, con su característica voz nasal (propia de los fumadores empedernidos como él), la nariz escasa y los labios carnosos.
A Mastroianni le tocaron personajes de todas las épocas, de todos los orígenes y clases sociales. Y nunca necesitó, más allá de alguna máscara recargada en ocasiones especiales (como el de su maravilloso personaje en Ginger y Fred), de artificios para darle certidumbre a cada una de sus apariciones. Había en su manera de actuar una franqueza extraordinaria, fuera de lo común.
“¿Elaboración? ¿Qué elaboración? Yo me estudio el guión un par de días, digo mi parte y se acabó. El papel forma parte del oficio, uno entra en él y luego sale con naturalidad. Me fastidia el cuento de los actores que estudian el guion meses y meses para meterse en el personaje, para impregnarse de él, como dicen. A lo mejor se recluyen en un convento, pasan una temporada en el manicomio, engordan o adelgazan exageradamente, y acabado el trabajo necesitan meses de dieta y de recuperación para desprenderse de ese intruso y volver a ser ellos mismos. Esa historia de vivir el personaje al fondo se ha convertido en un verdadero chanchullo”, dijo en una ocasión, como para dejar en claro que el tipo de actuación inmortalizado a través del “Método” no era lo suyo.
Y eso que llegó a Nueva York por primera vez invitado por Lee Strasberg, el creador del Actors Studio. Contó que en aquella oportunidad, bastante perdido y abrumado por la situación, logró ser “salvado” por Anne Bancroft, hija de inmigrantes italianos, que le sirvió de guía y ayuda para aclimatarse en una ciudad que luego se convirtió en una de sus favoritas, sobre todo por sus contrastes arquitectónicos. Volvería allí muchas veces sin dejar de asombrarse nunca por la popularidad que se había ganado allí. Una vez, frente al público que lo recibió con una ovación en el programa de TV de David Letterman, le preguntó tímidamente al conductor: “¿No serán todos italianos los que me aplauden?”.
Mastroianni no concebía el sufrimiento o el esfuerzo desmesurado como un camino para entender mejor al personaje. “El sufrimiento lo entiendo cuando nadie te llama para trabajar o cuando estás endeudado y no te alcanza la plata. El actor no tiene que conmoverse, sino conmover al público”, repetía.
Pero también, como todo actor de raza, tenía sus debilidades. La mayor de todas era Chéjov, entre otras cosas porque sentía que sus personajes y sus obras eran lo más parecido a la vida misma. En Yo recuerdo, frente a la cercanía del final, habló de sus proyectos truncos: “Siempre quise hacer a Tarzán de viejo. Un héroe del que nadie se acuerda. La pensé como una historia humorística con fondo melancólico”, dijo allí.
Para Mastroianni, la sensibilidad no era una virtud que debería reconocerse entre quienes ejercen su oficio. “Lo que hace a todo gran actor son dos cosas: cerebro y sangre fría”, solía decir. Con esas armas películas por todo el mundo: filmó en la Argentina, en Brasil (Gabriela, sobre la novela de Jorge Amado), en Argelia, en Marruecos, en el Congo, en Rusia, en todas partes de Europa y en Estados Unidos.
Y aunque rechazó toda la vida el calificativo de latin lover, vivió amores que dejaron una marca poderosa. Nunca se divorció de Flora Carabella, la actriz que conoció entre bastidores mientras ambos formaban parte de la misma compañía teatral en una puesta de Un tranvía llamado deseo. Se casaron en agosto de 1950 y tuvieron una hija, Barbara, fallecida en 2018.
Enamorarse de Catherine Deneuve fue para Mastroianni un bálsamo afectivo que conjuró algunas de las heridas del agitado, breve y devastador affaire que tuvo con Faye Dunaway, junto a quien filmó Refugio para amantes (1968), la última película que hizo con De Sica. De la unión con Deneuve nació en 1972 Chiara Mastroianni, cuyo extraordinario parecido a su padre debe haber inspirado la todavía inédita Marcello Mio, película presentada en la competencia oficial de Cannes 2024 que parece estar jugando todo el tiempo, según quienes ya la vieron, entre la ficción y los recuerdos personales. Al igual que su hija, le toca allí a Deneuve personificar a una especie de versión ficticia de sí misma.
Deneuve y Mastroianni se distanciaron en 1975, tras lo cual el corazón del actor quedó en manos de Anna Maria Tató hasta el final de sus días. Pero las dos estrellas nunca dejaron de verse, lo que explica entre otras cosas que haya habido en su caso más de un funeral. En medio de esas tan incómodas diferencias, el destino le entregó una última sonrisa al actor, que tuvo sendas despedidas en las ciudades que más amó en el mundo, Roma y París.
Quedan sus películas. Hizo unas 170, de las cuales “20 más o menos eran francamente malas”, según propia confesión. Pero en el fondo se consolaba diciendo que le habían servido para pagar alguna cuenta o darse ciertos gustos como la competencia con Fellini para ver quién de los dos tenía el mejor auto. “Hacer solamente buenas películas –dijo en una oportunidad- es un privilegio que solo pertenece a los santos. Solamente ellos no se equivocan nunca”.
Marcello Mastroianni fue el actor más grande que conocieron los italianos y a través de su inmenso talento logró con justicia un reconocimiento universal. Pero su patria fue una sola: el cine.
Fuente: La Nación